viernes, 1 de agosto de 2014

La apuesta que apesta


En la larga lista de argumentos para creer en un dios u otro, existen solo dos categorías: los argumentos malos y los argumentos peores.  Dentro de una muestra de fuertes competidores por el título del Peor Argumento de Todos, provoca gran desilusión observar que el proponente del ganador fuera un hombre de otros modos sumamente racional y productivo.  Comenzando desde sus años adolescentes, Blaise Pascal inventó la calculadora, describió los coeficientes de las potencias binomiales, e inauguró lo que se convertirían después en las ramas de la probabilidad en las matemáticas y la mecánica de fluidos en la física.  Pascal fue católico y aún en los tiempos de relativo oscurantismo y superstición que le tocó vivir existían los no-creyentes en su dios, y fue a ellos que les planteó la siguiente apuesta:
Si crees en Dios erróneamente no pierdes nada, mientras que si correctamente crees en Él, lo ganas todo.  Pero si correctamente dudas en Dios no ganas nada, mientras que si dudas erróneamente lo pierdes todo.
    Me cuesta trabajo pensar que en la actualidad este argumento no solamente sobrevive, sino que es de los más citados, usualmente en la forma “No se pierde nada con creer” o, en dirección al ateo: “¿Y qué si estás equivocado?”.  En forma gráfica, toma la forma de una matriz de decisiones de la siguiente forma:
Opción Dios realmente existe Dios realmente no existe
Sí se cree en Dios Yupi Meh
No se cree en Dios Buu Meh
    El argumento plantea que, si se cumple que Dios existe, el costo de no creer puede ser severo si se está equivocado, mientras que la recompensa puede ser inmensa; por otro lado, si no existe no pasa nada en ambos casos.  Entonces, Pascal aconseja al ateo creer, a manera de una apuesta inteligente.  Lamentablemente su apuesta fracasa en múltiples maneras, que procuraré enunciar y explicar brevemente a continuación.
    Primero, en cuanto a las categorías en las que se pudiera clasificar el argumento, hay que recalcar que no es un argumento que busque demostrar o al menos fortalecer la idea de que Dios existe, sino solo de que es conveniente creer en Él.  La búsqueda de la verdad es sacrificada por completo o, en el mejor de los casos, relegada a ser solo una cuestión secundaria según esta línea de pensamiento.
    La siguiente falla radica en que el argumento tiene como premisa implícita que se pueden escoger las creencias, cuando es un hecho elemental que éstas se forman por procesos independientes a la voluntad del individuo.  Uno puede fingir creer una cosa u otra, o inclusive reprimirla si es el caso, pero no puede convencerse a sí mismo de que algo es cierto o falso meramente presionando un botón en el cerebro (o el alma, dirían algunos).
    Lo que la apuesta asume éticamente del dios y de los creyentes involucrados debería ser una señal de alerta clara para quienes lo proponen.  Primero, supone un dios que castiga la razón y la duda sincera, que recompensa la sumisión y la credulidad—aunque éstas sean fingidas—y que no tiene más criterios para premiar o castigar que eso.  El dios que propone Pascal no recompensa la vida virtuosa, sino solamente la fe (que no es una virtud, por cierto).  Por otro lado, supone un creyente deshonesto que cínicamente finge lo que le conviene—¿es esto lo que pensaba Pascal de sí mismo o de sus correligionarios?
    Siguiendo con las premisas implícitas en el argumento, se puede identificar una falacia de petición de principio: se supone que Dios recompensará a los que crean en Él, pero eso es precisamente un punto que un ateo consideraría como pendiente de demostrar, a lo que se le agregaría además la inevitable pregunta: ¿cómo sabe Pascal cuál dios existe?  No es como si en algún momento algún teólogo católico hubiera demostrado que los demás dioses no existen y el dios cristiano sí; pudiera haber una multitud de dioses, o ningún dios, o un dios heterodoxo que recompensa a los que dudan y castiga a los que creen, u otro dios que recompensa a los musulmanes pero no a los cristianos, o un dios deísta que no castiga ni recompensa, o un dios que existe pero una post-vida que no, o múltiples reencarnaciones, y así hasta el infinito.
    Esto lleva a la contra-apuesta que pudiera proponer el ateo, en donde se supone un dios virtuoso que recompensa la vida bien vivida.  Si el dios que asume Pascal es perfectamente bueno (los creyentes nos repiten esto ad nauseaum), tiene que valorar las buenas acciones por encima de la sumisión interesada—entonces, la matriz de decisiones da resultados equivalentes para creyentes y no-creyentes por igual, y básicamente los primeros están perdiendo su tiempo con los rituales y normas religiosas que siguen.  Extendiendo el escenario un poco más, bien pudiera ser que los creyentes estén haciendo mal en sus prácticas religiosas sin saberlo, lo que pudiera llevarlos a la perdición si el supuesto dios valora lo bueno y castiga lo malo.
    Desgraciadamente ninguno de los anteriores es, por mucho, el peor aspecto del argumento: para eso compiten los siguientes dos puntos.  Primero—y más obviamente, diría yo—está el hecho transparentemente claro de que las creencias religiosas tienen costos.  Dependiendo de la religión que se practique, éstos pudieran llegar desde los medianamente inconvenientes (no poder comer ciertos alimentos) hasta los fatales (negación de tratamientos médicos).  Todos los días podemos ver los costos sociales de la religión y otras supersticiones tan solo leyendo las noticias.  No voy a enumerar aquí todos los problemas que la humanidad se pudiera ahorrar si adoptara una visión racional de la realidad—no me alcanzaría el espacio y ya he escrito sobre ello en otros artículos.  No voy a decir tampoco que todos los problemas tengan su origen en la superstición necesariamente; lo que estoy diciendo es que no hay un solo ejemplo en la historia de la humanidad en la que una civilización cayera en caos y maldad porque sus habitantes se volvieron demasiado razonables.
    Finalmente, la apuesta de Pascal en sus varias formas demuestra una apabullante falta de reflexión e introspección por parte de quien la propone.  Todos los puntos anteriores están perfectamente al alcance de la comprensión de cualquier persona, creyente o no, y sin embargo los fieles que dicen  que “No se pierde nada con creer” demuestran que no los han considerado ni remotamente; esto habla muy mal de su esfuerzo para informarse acerca de la cuestión y, si de por sí el ateo tiene la ventaja en cuestión de argumentos, con éste el religioso le concede varios puntos éticos y teológicos también.  Por si esto no fuera suficiente, además nos pone a los ateos en defensiva, y con buena razón: si nos acercáramos a los fieles diciéndoles que tenemos un argumento que los va a convencer de no creer, y si el argumento tuviera implícita la premisa de que los creyentes son cínicos interesados y deshonestos, se nos acusaría de toda cantidad de cosas:  insensibles, ofensivos, arrogantes (de hecho ya se nos acusa de eso por hacer mucho menos, como tan solo hacer preguntas).  Por último, el que promueve la apuesta de Pascal en cualquiera de sus formas como un buen argumento demuestra que no ha reflexionado en las razones por las que él mismo cree, ni mucho menos las razones por las que otros no creen.  Es decir, en este caso, que el creyente debería preguntarse a sí mismo antes de preguntar al ateo: “¿Y si yo estoy equivocado, qué? ¿Este argumento me convencería a ?  ¿Es esto por lo que creo yo?”


Enlaces de interés:
Discusión filosófica extensa y sofisticada sobre el tema.
El punto de vista estrictamente ateo: aquí y acá.

lunes, 28 de julio de 2014

De vuelta al mundo real

Ya vamos en la segunda mitad del año y hasta ahora he tenido solo una meta cumplida: terminar la maestría en Física a tiempo y de manera decorosa. Digo decorosa, porque cuando la comencé tuve verdaderas dificultades para ponerme al corriente con lo que se suponía que ya tenía que saber de física y matemáticas para poder empezar; a decir verdad, la mayor parte de la maestría me ha servido para hacerme una idea del plan de estudios que tendré que adoptar si es que pretendo seguir al doctorado, y en retrospectiva me siento afortunado de siquiera haber sido admitido en primer lugar.
    En el pequeño estudio que me he confeccionado en mi casa hay una pared entera ocupada por dos pintarrones blancos, que a lo largo del semestre han llevado la bitácora de pendientes pertinentes a la maestría y algunas anotaciones sobre pagos y trámites que tiene que hacer uno cuando se espera que sea un adulto responsable. Ahora que estoy más desocupado, uno de los dos pintarrones está completamente en blanco y el otro tiene pendientes que son más bien recordatorios de tareas ociosas que quiero realizar, tales como nueve (sí, 9) artículos para publicar aquí, una presentación sobre pseudociencia, otra sobre ciencia y religión, y una consigna escrita por mi esposa que dice Debo hacer ejercicio, en alusión a mi fastidiosa espalda baja que, si me porto bien y hago los ejercicios, será operada más tarde que temprano.
    Me detengo y volteo a mi alrededor por primera vez en más de dos años y me pongo a reflexionar sobre dónde estoy en mi vida, a dónde he llegado, a dónde quiero ir, qué quiero hacer con los años que me quedan. Y es que, aunque suene pesimista o hasta fatalista, procuro planear mi vida siempre tomando en cuenta que voy contra reloj y no habrá otra oportunidad—este no es un ensayo para lo que sigue; esto es lo que sigue. Fue con esta mentalidad que, tan pronto salí del hospital hace dos años y medio, después de acercarme peligrosamente a la falla de mis órganos por choque diabético—1140mg/dl de glucosa, para que busquen en internet eso qué implica—, me dirigí a la universidad pública más cercana sin saber prácticamente nada y les dije: —Quiero ser físico. Quiero entrar a la maestría. Díganme qué tengo que hacer—y entonces lo hice.
    Había sido demasiado fácil tomar una actitud complaciente: soy joven y la vida es larga, ya habrá tiempo para lo que quiero hacer después, ahorita me la llevo tranquilo. Hizo falta la pérdida total de la función insulínica de mi páncreas para hacerme reaccionar—y sin embargo me siento afortunado de haber recibido el mensaje cuando lo recibí; parte de mí inclusive quisiera que hubiera llegado antes. Y es que no es para menos: mi vida por fin apunta, si bien todavía no camina mucho, en la dirección que imaginé alguna vez cuando era un jovenzuelo.
    Ahora tengo que enfrentarme con que el mundo y el tiempo no se detuvieron mientras estuve ocupado tratando de ser físico: la deuda de mi hipoteca ha bajado una cantidad irrisoria; la del coche efectivamente acaba de subir, por aquello de que se terminó el año de seguro gratis; y estoy en busca de un trabajo adicional (si no es que uno completamente nuevo) para tan solo salir tablas en los estados de cuenta, ahora que se acaba la beca de la maestría. Por si no fuera suficiente, me enteré de que me había estado controlando la diabetes de la manera más anticuada y riesgosa posible todo este tiempo—titubeo en tomarlo en cuenta como “control”—y el cambio de doctor y de protocolo de tratamiento me ha regresado prácticamente al principio (cómo me enteré de las deficiencias en mi tratamiento es una historia larga, quizá para otra ocasión). En unas semanas se agregará a esta lista el ser padre. Así que sí, como me han comentado en un par de ocasiones, estoy más delgado y, sobre todo, canoso.
    En este momento es importante hacer una aclaración sobre el tono de lo que escribo, y es que lo que más quiero evitar aquí es provocar un sentimiento de tedio en el amable lector ante mi lastimoso recuento de que la vida no es fácil. Al contrario, quienes me conocen sabrán que no soy precisamente optimista, pero me gustan los retos y es difícil que me rinda en lo que sea. Por primera vez en mucho tiempo, quizá desde que hace algunos años intentara también ser músico, me siento genuinamente entusiasmado por el porvenir. Sé que las estadísticas a largo plazo no me favorecen—45 años de esperanza de vida a partir del diagnóstico para diabéticos tipo 1 diagnosticados a los 20 (en mi caso tenía 29), lo que sugiere que tal vez no llegue siquiera a jubilarme—pero también sé que pudo ser mucho, pero mucho peor.
    Aquí se antoja el cliché de la “segunda oportunidad a la vida” que tantas personas en situaciones como la mía y mucho peores evocan, solo que creo que el dicho está equivocado. En realidad, es la misma oportunidad—desde que uno nace la está viviendo. Más bien prefiero pensar que mi preciada oportunidad no la perdí en una tragedia, una tontería o, lo peor de todo, en el conformismo y la apatía. Esta renovación de mi empuje por vivir ha resultado en que me he vuelto menos tolerante en algunas cosas—“radicalizado”, diría mi esposa—y más comprensivo en otras.
    Es así que ahora espero llenar los pintarrones de muchas cosas próximamente—habrá una predominancia de matemáticas y física, tan pronto le ponga “palomitas” a los otros pendientes—pero seguramente aumentaré el ritmo de estas y otras masturbaciones mentales también.  Por ahora me despido; tengo cosas qué hacer.








jueves, 22 de mayo de 2014

¿Qué es la ciencia, y por qué nos debería importar? – Parte 3

Alan Sokal

Ver Parte 2

En todos los ejemplos discutidos hasta ahora me he esforzado por distinguir claramente entre asuntos empíricos y éticos o estéticos, porque las cuestiones epistemológicas que surgen son tan distintas. Y he restringido mi discusión casi completamente a cuestiones de hechos, simplemente por las limitaciones de mi propia competencia.

    Pero si estoy preocupado por la relación entre creencia y evidencia, no es solamente por razones intelectuales—no solamente porque soy un “viejo cascarrabias que aspira a la huraña alegría de hacer que se sepa que no tolero a los tontos alegremente” [18] (por tomar prestadas las palabras de mi amigo y compañero latoso Norm Levitt, quien muriera súbitamente hace cuatro años a la joven edad de 66). Más bien, mi preocupación de que el debate público se base en la mejor evidencia disponible es, sobre todo, ética.

    Para ilustrar la conexión que tengo en mente entre la epistemología y la ética, comenzaré con un ejemplo imaginario: supongamos que el líder de un país militarmente poderoso cree, sincera pero erróneamente, en base a “inteligencia” defectuosa, que un país más pequeño posee amenazantes armas de destrucción masiva; supongamos, además, que lanza una guerra preventiva en base a eso, matando a decenas de miles de civiles inocentes a manera de “daño colateral”. ¿No son él y sus promotores éticamente culpables de su descuido epistémico?

    Enfatizo que este ejemplo es imaginario. La abrumadora evidencia actualmente disponible sugiere que las administraciones de Bush y Blair primero decidieron derrocar a Saddam Hussein, y luego buscaron un pretexto presentable ante el público, usando “inteligencia” dudosa o inclusive espuria para “justificar” aquel pretexto y engañar al Congreso, Parlamento y el público en general para que apoyaran la guerra [19].

    Lo cual me lleva al último y, en mi opinión, más peligroso conjunto de adversarios de la visión del mundo científica en el mundo contemporáneo: los propagandistas, manejadores y comentaristas, junto con los políticos y corporaciones que les dan empleo—en resumen, todos aquellos cuya meta no es analizar la evidencia honestamente a favor y en contra de una política en particular, pero que simplemente manipulan al público para llegar a una conclusión predeterminada mediante la técnica que más convenga, sin importar cuán deshonesta o fraudulenta sea.

    Entonces la cuestión ya no es solamente el pensamiento embrollado o descuidado; es el fraude. El Diccionario Oxford define “fraude” como “el uso de representaciones falsas para obtener una ventaja injusta o lastimar lo derechos o intereses de otros.” En la legislación anglo-americana, una representación falsa puede tomar varias formas, incluyendo [20]:

  1. Una declaración empírica falsa, sabida como falsa al momento que fue hecha.
  2. Una declaración empírica sin sustento razonable.
  3. Una promesa de desempeño futuro con la intención, al momento de la promesa, de no cumplir.
  4. Una expresión de opinión que es falsa, hecha por uno que dice o implica tener conocimiento especial acerca del tema de la opinión—donde “conocimiento especial” quiere decir información superior a la que tiene el otro, y a la que el otro no tuvo acceso por igual.

    ¿Algo suena familiar? Estos son los estándares que usaríamos si Bush y Blair nos hubieran vendido un auto usado. De hecho, nos vendieron una guerra que al momento de este texto ha costado las vidas de 179 soldados británicos, 4486 soldados americanos, y algo entre 112,000 y 600,000 iraquíes—una pérdida humana equivalente a algo entre 35 y 200 veces las muertes del 11 de septiembre; que ha costado a los contribuyentes estadounidenses $810 mil millones de dólares (con costos totales esperados de entre 1 y 3 billones); y que ha fortalecido tanto a al-Qaeda e Irán—en resumen, una guerra que pudiera resultar ser el peor error de política exterior en la historia de E.U. (Por supuesto que los ingleses tienen una historia más larga, y por lo tanto una mayor colección de errores con los cuales competir.)

    Ahora, en la ley existen dos tipos de falsa representación: negligencia y fraudulenta. La representación fraudulenta es difícil probar, porque incluye el estado mental de la persona que está haciendo el fraude, esto es, lo que realmente supo o creyó en el momento. Esto significa que la cuestión es (como fue en el caso anterior de otro presidente acusado de crímenes y travesuras menores): ¿Qué sabían Bush y Blair, y cuándo lo supieron? Desafortunadamente, los documentos que pudieran elucidar esta cuestión son secretos, por lo que pudiéramos ignorar la respuesta por al menos 50 años más. Pero se han filtrado suficientes documentos hasta ahora para apoyar, considero, un veredicto de representación fraudulenta.

    Todo esto es seguramente muy conocido para los lectores de Scientia Salon. Sabemos perfectamente que nuestros políticos (o al menos algunos de ellos) nos mienten; lo damos por hecho; estamos acostumbrados a ello. Y eso puede ser precisamente el problema. Quizá nos hemos acostumbrado tanto a las mentiras políticas—tan obstinadamente malpensados somos—que hemos perdido nuestra habilidad de encolerizarnos apropiadamente. Hemos perdido la habilidad de llamar a las cosas por su nombre. En vez, lo llamamos “sesgo”.

    Nos hemos alejado mucho de la “ciencia”, entendida estrechamente como la física, química, biología y similares. Pero todo el punto es que tal definición estrecha de lo que es la ciencia es equivocada. Vivimos en un único mundo real; las divisiones administrativas usadas por conveniencia en nuestras universidades no corresponden a fronteras filosóficas naturales reales. No tiene sentido usar un conjunto de estándares de evidencia en física, química y biología, y luego súbitamente relajar los estándares cuando se trata de medicina, religión o política. Para que esto no suene como el imperialismo de un científico, quiero enfatizar exactamente lo contrario. Como lo observa lúcidamente la filósofa Susan Haack:

Nuestros estándares de lo que es una buena, honesta y exhaustiva investigación y lo que es buena y sólida evidencia complementaria no son internos a la ciencia. Juzgando por dónde la ciencia ha acertado y fallado, en qué áreas y en qué momentos le ha ido mejor o peor, apelamos a los estándares por los que juzgamos la solidez de creencias empíricas, o el rigor y minuciosidad de la investigación empírica en general [21].

    La verdad es que la ciencia no es meramente un costal de trucos ingeniosos que resultan ser útiles en investigar ciertas cuestiones arcanas sobre los mundos inanimados y biológicos. Más bien, las ciencias naturales son ni más ni menos que una aplicación en particular—aunque muy exitosa—de una visión del mundo racionalista más general, centrada en la modesta insistencia de que las declaraciones empíricas sean substanciadas con evidencia empírica.

    En cambio, las lecciones filosóficas aprendidas de cuatro siglos de trabajo en las ciencias naturales pueden ser de gran valor—si se entienden apropiadamente—en otros ámbitos de la vida humana. Por supuesto, no estoy sugiriendo que los historiadores o políticos deban usar los mismos métodos que los físicos—eso sería absurdo. Pero tampoco los biólogos usan precisamente los mismos métodos que los físicos; ni tampoco, a propósito, los bioquímicos usan los mismos métodos que los ecólogos, o los físicos de estado sólido los de los físicos de partículas. Los métodos detallados de investigación deben ser adaptados al tema que se está tratando. Lo que no cambia en todas las áreas de la vida, sin embargo, es la filosofía subyacente: acotar nuestras teorías lo más que se pueda por medio de evidencia empírica, y modificar o rechazar aquellas teorías que no se atienen a la evidencia. A eso es a lo que me refiero con una visión científica del mundo.

    Es debido a esta lección filosófica general, más que a descubrimientos específicos, que las ciencias naturales han tenido un efecto tan profundo en la cultura humana desde tiempos de Galileo y Francis Bacon. El lado afirmativo de la ciencia, consistiendo de su declaraciones verificadas acerca del mundo físico y biológico, puede ser lo que llega a mente primero cuando la gente piensa sobre “la ciencia”; pero es el lado crítico y escéptico de la ciencia que es más profundo, y más intelectualmente subversivo. La visión científica del mundo inevitablemente entra en conflicto con todos los modos de pensamiento no-científicos que hagan declaraciones supuestamente verídicas acerca del mundo. ¿Y cómo pudiera ser de otro modo? Después de todo, los científicos constantemente están poniendo a prueba las teorías de sus colegas con escrutinio conceptual y empírico severo. ¿Con qué base puede uno rechazar la química flogística, la inmutabilidad de las especies, o la teoría corpuscular luminosa de Newton—por no mencionar miles de otras teorías científicas posibles pero equivocadas—y aún así aceptar la astrología, homeopatía o nacimiento a partir de una virgen?

    El impulso crítico de la ciencia inclusive se extiende más allá del ámbito empírico, hacia la ética y la política. Por supuesto, como cuestión lógica uno no puede obtener un “debería ser” a partir de un “es”. Pero históricamente—comenzando en los siglos XVII y XVIII en Europa y expandiéndose gradualmente por casi todo el mundo—el escepticismo científico ha jugado el papel de un ácido intelectual, lentamente disolviendo las creencias irracionales que legitimaron el orden social establecido y sus supuestas autoridades, ya fueran el clero, la monarquía, la aristocracia, o supuestas razas y clases superiores. Cuatrocientos años después, parece triste pero evidente que esta transición revolucionaria de una visión dogmática hacia una científica está lejos de completarse.

Traducción: Héctor Mata

Artículo original en Scientia Salon

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Alan Sokal es profesor de física en la Universidad de Nueva York y profesor de matemáticas en el University College de Londres. Su libro más reciente es Beyond the Hoax: Science, Philosophy and Culture (Más Allá de la Estafa: Ciencia, Filosofía y Cultura).

[18] Levitt, Norman. 1996. “Response to Freudenberg.” Technoscience: Newsletter of the Society for Social Studies of Science 9, no. 2 (Spring).

[19] Rich, Frank. 2006. The Greatest Story Ever Sold: The Decline and Fall of Truth in Bush’s America. Penguin Press.

[20] Spencer Bower, George and K.R. Handley. 2000. Actionable Misrepresentation, 4th ed. Butterworths, chapter 2-5.

[21] Haack, Susan. 1998. Manifesto of a Passionate Moderate: Unfashionable Essays. University of Chicago Press, p. 94.

miércoles, 21 de mayo de 2014

¿Qué es la ciencia, y por qué nos debería importar?—Parte 2

Alan Sokal

Ver Parte 1

Permítame pasar ahora al segundo conjunto de adversarios de la visión científica del mundo, que son los promotores de la pseudociencia. Esta es por supuesto un área enorme, así que me enfocaré en un aspecto socialmente importante de ella, que son las llamadas “terapias complementarias y alternativas” en la salud y medicina. Y dentro de esto, quisiera dar un vistazo en detalle a una de las terapias “alternativas” más usadas: la homeopatía—la cual es un caso interesante porque sus promotores a veces declaran que hay evidencia de análisis clínicos que indica que funciona.

    Ahora, un principio básico en toda la ciencia es GIGO (garbage in, garbage out): entra basura, sale basura. Este principio es particularmente importante en meta-análisis estadísticos, porque si tienes un montón de estudios metodológicamente pobres, cada uno con un tamaño de muestra pequeño, y si los sometes a un meta-análisis, lo que puede pasar es que los prejuicios sistemáticos de cada estudio—si apuntan principalmente en una misma dirección—pueden alcanzar valor estadístico significativo cuando los estudios son agrupados. Y esta posibilidad es particularmente relevante aquí, porque los meta-análisis de homeopatía invariablemente encuentran una correlación inversa entre la calidad metodológica y la efectividad observada de la homeopatía: esto es, que los estudios más descuidados encuentran la mayor evidencia a favor de la homeopatía [12]. Cuando uno presta atención solamente a los estudios metodológicamente rigurosos—aquellos que incluyen una adecuada aleatorización y doble control, medidas predefinidas de los resultados y un claro conteo de las deserciones del estudio—los meta-análisis no encuentran ningún efecto estadísticamente significativo (ni positivo ni negativo) de la homeopatía comparada con un placebo.

    Pero la falta de evidencia estadística convincente para la eficacia de la homeopatía no es, de hecho, la principal razón por la que yo y otros científicos somos escépticos (por ponerlo tibiamente) acerca de la homeopatía; y vale la pena tomarse unos momentos para explicar la razón principal, porque provee perspicacia hacia la naturaleza de la ciencia.

    La mayoría de las personas—quizá inclusive la mayoría de los que usan remedios homeopáticos—no entienden claramente lo que la es la homeopatía. Probablemente lo consideran algún tipo de medicina herbolaria. Claro que las plantas contienen una amplia variedad de substancias, algunas de las cuales pueden ser biológicamente activas (con efectos benéficos o dañinos, como aprendiera Sócrates). Pero los remedios homeopáticos, en contraste, son pura agua o almidón: el supuesto “ingrediente activo” está tan diluido que en la mayoría de los casos no hay ni una sola molécula en el producto final.

    Y así, la razón fundamental para rechazar la homeopatía es que no existe un mecanismo verosímil por el cual pudiera posiblemente funcionar, a menos que uno descarte todo lo que hemos aprendido en los últimos 200 años acerca de física y química: esto es, que la materia está hecha de átomos, y que las propiedades de la materia—incluyendo sus efectos químicos y biológicos—dependen de su estructura atómica. Simplemente no hay manera de que un “ingrediente” ausente pudiera tener un efecto terapéutico. Estudios clínicos de alta calidad no encuentran diferencias entre la homeopatía y los placebos porque los remedios homeopáticos son placebos.

    Ahora, promotores de la homeopatía a veces responden a esto aseverando que el efecto curativo de los remedios homeopáticos surge de una “memoria” del ingrediente activo desvanecido, que de alguna manera es retenida por el agua en el que fue disuelto (¡y luego por el almidón, cuando el agua es evaporada!). Pero la dificultad es, otra vez, no simplemente la falta de evidencia para tal “memoria del agua”. Más bien, el problema es que la existencia de tal fenómeno contradiría la ciencia bien probada, en este caso la mecánica estadística de fluidos. Las moléculas de un líquido constantemente chocan con otras moléculas—lo que los físicos llaman fluctuaciones térmicas—de modo que rápidamente pierden cualquier “recuerdo” de su configuración pasada (aquí, cuando digo “rápidamente” estoy hablando de picosegundos, no meses).

    En resumen, los millones de experimentos que confirman la física y química moderna también son un conjunto poderoso de evidencia contra la homeopatía. Por esta razón, la falla en la justificación de la homeopatía no es solamente la falta de evidencia estadística mostrando la eficacia de remedios homeopáticos, comparados contra placebos, al nivel de 95 o 99% de confianza. Inclusive un estudio al nivel de confianza de 99.99% no estaría preparado para competir contra la evidencia a favor de la física y la química moderna. Declaraciones extraordinarias requieren evidencia extraordinaria (y en el evento poco probable de que tal evidencia llegue, la persona que la proporcione seguramente ganará un triple Nobel en física, química y medicina, superando los dos que ganó Marie Curie).

    A pesar de la inverosimilitud científica de la homeopatía, los productos homeopáticos pueden venderse en los Estados Unidos sin tener que cumplir con los requerimientos de eficacia y seguridad que se exigen a otros medicamentos (porque se les dio permiso por parte de la Ley de Alimentos, Medicamentos y Cosméticos de 1938). De hecho, las regulaciones gubernamentales requieren que los remedios homeopáticos que se venden sin receta digan, en la etiqueta, al menos una condición médica que pretenden tratar—¡pero sin requerir evidencia de que el producto es realmente eficaz en tratar la condición [13]! Las leyes en otros países de occidente son igualmente escandalosas, si no es que más.

    Afortunadamente, parece que esta pseudociencia en particular ha hecho solo progreso modesto en los Estados Unidos—en contraste con su amplia penetración en Francia y Alemania, donde los productos homeopáticos son empacados como medicinas reales y vendidos lado a lado con éstas en virtualmente todas las farmacias. Pero otras y mayores pseudociencias son endémicas en Estados Unidos: prominente entre ellas está la negación de la evolución biológica.

    Es esencial comenzar nuestro análisis distinguiendo claramente entre tres asuntos muy distintos: primero, el hecho de la evolución de las especies biológicas; segundo, los mecanismos generales de esa evolución; y tercero, los detalles precisos de esos mecanismos. Por supuesto, una de las tácticas favoritas de los negacionistas de la evolución es confundir estos tres aspectos.

    Entre biólogos, y de hecho entre el público educado en general, el hecho de que las especies biológicas han evolucionado está establecido más allá de cualquier duda. La mayoría de las especies que han existido en el pasado ya no existen más; en cambio, la mayoría de las especies que existen hoy no existieron por la mayor parte del pasado de la Tierra. En particular, el Homo sapiens moderno no existió hace un millón de años; en cambio, otras especies de homínidos, como el Homo erectus, existieron entonces pero ya están extintos. El registro fósil es inequívoco en este punto, y esto ha sido bien entendido desde al menos el siglo XIX tardío.

    Una cuestión más sutil concierne a los mecanismos de evolución biológica; y aquí nuestro entendimiento científico tomó más tiempo en desarrollarse. Aunque la idea básica—herencia con modificaciones, combinada con selección natural—fue planteada con eminente claridad por Darwin en su libro de 1859, los mecanismos precisos subyacentes de la evolución darwiniana no se elucidaron completamente hasta el desarrollo de la genética y la biología molecular en la primer mitad del siglo XX. Hoy en día tenemos un buen entendimiento del proceso global: errores en el copiado del ADN durante la reproducción producen mutaciones; algunas de estas mutaciones aumentan o disminuyen el éxito del organismo en su supervivencia y reproducción; la selección natural actúa para aumentar la frecuencia en el grupo genético de aquellas mutaciones que aumentan el éxito reproductivo del organismo; como resultado, a lo largo del tiempo, las especies desarrollan adaptaciones a nichos ecológicos; especies viejas mueren y especies nuevas surgen. Este esquema general está establecido más allá de cualquier duda razonable hoy en día, no solo por la paleontología, sino también por experimentos de laboratorio.

    Claro, cuando se trata de los detalles precisos de la teoría evolucionaria, todavía hay un avivado debate entre especialistas (tal como lo hay en cualquier campo científico): por ejemplo, en cuanto a la importancia cuantitativa de la selección grupal o de la deriva genética. Pero estos debates de ningún modo siembran dudas sobre el hecho de la evolución, ni sobre sus mecanismos generales. Es más, como el celebrado genetista Theodosius Dobzhansky dijera en un ensayo de 1973: “nada en la biología tiene sentido excepto a la luz de la evolución [14].”

    Todo lo que acabo de decir es de conocimiento común para cualquiera que ha tomado un curso medianamente decente en biología de preparatoria. El problema es que cada vez menos personas hoy en día tienen la buena fortuna de ser expuestos a un curso medianamente decente en biología de preparatoria. Y la causa de ese analfabetismo científico es (¿acaso debo decirlo?) político: más precisamente, política combinada con religión. Algunas personas rechazan la evolución porque la encuentran incompatible con sus creencias religiosas. Y en países donde tales personas son numerosas o políticamente poderosas o ambos, los políticos son condescendientes con ellos y suprimen la enseñanza de la evolución en las escuelas públicas—con el resultado de que la generación más joven es negada la oportunidad de evaluar la evidencia científica por sí misma, y la ignorancia científica de la población se reproduce en las generaciones futuras.

    Los resultados de un estudio multicultural fascinante, llevado a cabo en 2005 en 32 países europeos junto con Estados Unidos y Japón es particularmente iluminante en este aspecto [15]. Se le leyó a los encuestados: “Los seres humanos, como los conocemos, descendieron de especies previas de animales” y se les preguntó si lo consideraban cierto, falso o si no estaban seguros. De los 34 países, Estados Unidos se ubicó en el lugar 33 en creencia en la evolución (más o menos dividido entre “verdadero” y “falso”). Solo Turquía—donde el estado laico está bajo continua presión por parte del gobierno islamista y sus promotores—muestra menos creencia en la evolución que los Estados Unidos. (Por favor note que esta pregunta concierne solamente al hecho de la evolución, no sus mecanismos.)

    Por supuesto, no toda la gente religiosa rechaza la evolución. Cristianos fundamentalistas sí la rechazan, al igual que muchos musulmanes y judíos ortodoxos; pero los católicos y protestantes liberales han llegado (después de mucho renegar) a aceptar la evolución, así como algunos pocos musulmanes y la mayoría de los judíos. Entonces, desde un punto de vista puramente táctico, la gente religiosa liberal es aliada de los científicos en su lucha por defender la enseñanza honesta de la ciencia.

    Así, si me enfocara en tácticas, enfatizaría—como la mayoría de los científicos—que la ciencia y religión no deben entrar en conflicto. Inclusive argumentaría, siguiendo a Stephen Jay Gould, que la ciencia y la religión deberían ser entendidos como “magisterios independientes”: la ciencia trata de cuestiones empíricas, y la religión con cuestiones de ética y significado. Pero no puedo de buena conciencia proceder así, por la simple razón de que no creo que los argumentos aguanten un examen lógico cuidadoso. ¿Por qué digo eso? Para los detalles, lo refiero a un capítulo de 75 páginas en mi libro [16]; pero trataré de esbozar las razones principales por las que creo que la ciencia y la religión son formas fundamentalmente incompatibles de ver el mundo.

    Al analizar la religión, es necesario hacer algunas distinciones. Para empezar, las doctrinas filosóficas típicamente tienen dos componentes: una parte fáctica, consistiendo de declaraciones acerca del universo y su historia; y una parte ética, consistiendo de un conjunto de prescripciones sobre cómo vivir. Además, todas las religiones hacen, al menos implícitamente, declaraciones epistemológicas acerca de los métodos mediante los cuales los humanos pueden llegar a conocimiento confiable de cuestiones empíricas o éticas. Estos tres aspectos de cada religión obviamente tienen que ser evaluados por separado. Más aún, al discutir un conjunto de ideas, es importante distinguir entre el mérito intrínseco de éstas, el rol objetivo que juegan en el mundo, y las razones subjetivas por las que varias personas las defienden o atacan.

    Lamentablemente, mucha discusión de la religión fracasa en hacer estas distinciones elementales: por ejemplo, confundir el mérito de una idea con los buenos o malos efectos que pudiera tener en el mundo. Aquí quiero referirme solo a la cuestión más elemental, que es el mérito intrínseco de las doctrinas empíricas de las distintas religiones. Y dentro de eso, quiero enfocarme a la cuestión epistemológica—en lenguaje menos barroco, la relación entre la creencia y la evidencia. Después de todo, aquellos que creen en los supuestos hechos de sus doctrinas, presuntamente lo hacen por lo que consideran que son buenas razones. Así que es sensato preguntar: ¿cuáles son estas presuntas buenas razones?

    Cada religión hace múltiples aseveraciones supuestamente verídicas acerca de todo desde la creación del universo hasta la vida después de la muerte. ¿Pero con qué base pueden los creyentes presumir que saben que tales aseveraciones son ciertas? Las razones que dan son variadas, pero la justificación ultimadamente suele ser simple: creemos lo que creemos porque nuestras santas escrituras lo dicen. Pero, entonces, ¿cómo sabemos que nuestras escrituras son acertadas? Porque las escrituras lo dicen. Los teólogos se especializan en tejer redes elaboradas de verbosidad para evitar decirlo tan burdamente, pero esta gema del razonamiento circular es realmente el fondo epistemológico en el que se basa toda la “fe”. En palabras de Juan Pablo II: “Por la autoridad de su trascendencia absoluta, Dios que se hace presente es también la fuente de la veracidad de lo que revela [17]”. Sobra decir que esto clama la pregunta de si los textos en cuestión realmente fueron escritos o inspirados por Dios, y en qué se basa uno para saber esto. La “fe” no es realmente el rechazo de la razón, sino simplemente una aceptación perezosa de mal razonamiento. La “fe” es la pseudo-justificación que la gente usa cuando quieren hacer declaraciones sin tener que presentar la evidencia necesaria.

    Claro que nunca aplicamos estos laxos estándares de evidencia a las declaraciones religiosas de las escrituras de los demás: cuando se trata de otras religiones, los creyentes son tan racionales como cualquiera. Solo su propia religión, sea la que sea, parece merecer una exención especial de los estándares de evidencia generales.

    Y es aquí, me parece, que se ubica el punto decisivo del conflicto entre la ciencia y la religión. La cuestión no es el rechazo religioso de teorías científicas en específico (sean heliocentrismo en el siglo XVII o biología evolucionaria hoy); con el tiempo, la mayoría de las religiones encuentra alguna manera de hacer las paces con la ciencia bien establecida. Más bien, la visión científica del mundo entra en conflicto con la visión religiosa al tratarse de una cuestión mucho más fundamental: lo que cuenta como evidencia.

    La ciencia depende de experiencia sensorial públicamente reproducible (esto es, experimentos y observaciones) combinada con la reflexión racional acerca de esas observaciones empíricas. La gente religiosa reconoce la validez del método, pero luego dicen poseer métodos adicionales para obtener conocimiento acerca de cuestiones empíricas—métodos que van más allá de la simple consideración de la evidencia—tales como la intuición, revelación o los textos sagrados. Pero el problema es este: ¿qué buena razón tenemos para pensar que tales métodos funcionan, en el sentido de llevarnos sistemáticamente (si no es que invariablemente) hacia creencias ciertas en vez de erróneas? Al menos en los dominios que hemos podido poner estos métodos a prueba—astronomía, geología e historia, por ejemplo—no han resultado ser muy confiables. ¿Por qué esperaríamos que funcionen mejor al aplicarlos a problemas aún más difíciles, tales como la naturaleza fundamental del universo?

    Por último, pero no menos importante, estos métodos no-empíricos sufren de un problema lógico insuperable: ¿Qué debemos hacer cuando las revelaciones o intuiciones de distintas personas entran en conflicto? ¿Cómo podemos saber cuál de los supuestos textos sagrados—cuyas afirmaciones frecuentemente se contradicen entre sí—es realmente el sagrado?

Traducción: Héctor Mata

Artículo original en Scientia Salon

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Alan Sokal es profesor de física en la Universidad de Nueva York y profesor de matemáticas en el University College de Londres. Su libro más reciente es Beyond the Hoax: Science, Philosophy and Culture (Más Allá de la Estafa: Ciencia, Filosofía y Cultura).

[12] Shang, Aijing, Karin Huwiler-Muntener, Peter Juni, Stephan Dorig, Jonathan A.C. Sterne, Daniel Pewsner and Matthias Egger. 2005. “Are the clinical effects of homoeopathy placebo effects? Comparative study of placebo-controlled trials of homoeopathy and allopathy.” The Lancet 366:726–732.

[13] U.S. Food and Drug Administration. 2010. Compliance Policy Guide Section 400.400: Con- ditions Under Which Homeopathic Drugs May be Marketed.

[14] Dobzhansky, Theodosius. 1973. “Nothing in biology makes sense except in the light of evolution.” American Biology Teacher 35:125–129.

[15] Miller, Jon D., Eugenie C. Scott and Shinji Okamoto. 2006. “Public acceptance of evolution.” Science 313:765–766 (11 August).

[16] Sokal, Alan. 2008. Beyond the Hoax: Science, Philosophy and Culture. Oxford University Press.

[17] John Paul II. 1998. Encyclical Letter Fides et Ratio of the Supreme Pontiff John Paul II to the Bishops of the Catholic Church on the Relationship between Faith and Reason, September 14, 1998. United States Catholic Conference.



martes, 20 de mayo de 2014

¿Qué es la ciencia, y por qué nos debería importar? – Parte 1

Por Alan Sokal

Propongo compartir con usted algunas reflexiones acerca de la naturaleza de la investigación científica y su importancia para la vida pública. A un nivel superficial, uno pudiera decir que estaré tratando con algunos de los aspectos de la relación entre la ciencia y la sociedad; pero, como espero que se aclare, mi tirada es discutir la importancia no tanto de la ciencia, sino de lo que uno pudiera llamar la visión científica del mundo—un concepto que va mucho más allá de las disciplinas específicas que usualmente consideramos como “ciencia”—en la toma de decisiones colectiva de la humanidad. Quiero argumentar que el pensamiento claro, combinado por un respeto por la evidencia—especialmente la evidencia inconveniente e indeseada, evidencia que reta a nuestras concepciones previas—son de la mayor importancia para la supervivencia de la raza humana en el siglo XXI, y especialmente en cualquier gobierno que profese ser una democracia.

    Por supuesto, usted pudiera pensar que hacer un llamado por el pensamiento claro y el respeto de la evidencia es un poco como abogar por la maternidad y el pay de manzana (si me perdona este americanismo), y en cierto sentido tendría razón. Casi nadie defenderá el pensamiento embrollado abiertamente, ni la falta de respeto por la evidencia. Más bien, lo que la gente hace es rodear estas prácticas con una neblina de verbosidad diseñada para ocultar de sus escuchas—y en muchos casos, me imagino, de ellos mismos—las verdaderas implicaciones de su manera de pensar. George Orwell tuvo razón en observar que la mayor ventaja de hablar y escribir con claridad es que “cuando digas algo estúpido la estupidez será obvia, inclusive para ti” [1]. Así que aquí espero ser tan claro como Orwell hubiera querido. Pretendo ilustrar la falta de respeto por la evidencia con una variedad de ejemplos—que vienen de la Izquierda, la Derecha y el Centro—empezando por algunos blancos de peso ligero y progresando a otros mayores. Apunto a mostrar que las implicaciones de tomar una visión empírica del mundo seriamente son un tanto más radicales de lo que muchos reconocen.

    Así que comenzaré, quizá un poco pedantemente, señalando algunas diferencias importantes. La palabra ciencia, como se usa comúnmente, tiene al menos cuatro significados distintos: una empresa intelectual enfocada a la comprensión racional del mundo natural y social; un cuerpo substantivo de conocimiento actualmente aceptado; la comunidad de científicos, con sus tradiciones y su estructura económica y social; y finalmente, se refiere a la ciencia aplicada y la tecnología. En este ensayo me concentraré en los primeros dos aspectos, con algunas referencias secundarias a la sociología de la comunidad científica; no me referiré a la tecnología en lo absoluto. Entonces, por ciencia quiero decir, antes que nada, una visión del mundo que le da prioridad a la razón y la observación, así como una metodología enfocada a obtener conocimiento preciso sobre los mundos natural y social. Esta metodología está caracterizada, sobre todo, por el espíritu crítico: es decir, el compromiso de la prueba de aseveraciones a través de observaciones y/o experimentos—cuanto más rigurosos, mejor—y por revisar o descartar las teorías que no pasan las pruebas. Un corolario del espíritu crítico es la falibilidad: esto es, el entendimiento de que todo nuestro conocimiento empírico es provisional, incompleto y abierto a ser revisado en vista de nueva evidencia o nuevos argumentos convincentes (aunque claro, los aspectos mejor establecidos del conocimiento científico seguramente no serán descartados completamente).

    Es importante notar que las teorías bien probadas en las ciencias maduras están respaldadas en general por una poderosa red de evidencia entretejida proveniente de varias fuentes. Más aún, el progreso de la ciencia tiende a enlazar a estas teorías a una estructura unificada, de modo que (por ejemplo) la biología tiene que ser compatible con la química, y la química con la física. La filósofa Susan Haack [2] ha hecho la iluminante analogía de la ciencia con un crucigrama, en la que cualquier modificación de una palabra llevará a cambios en las palabras enlazadas con ella; en la mayoría de los casos los cambios serán relativamente locales, pero en algunos casos puede ser necesario rehacer partes grandes del juego.

    Resalto que mi uso del término “ciencia” no está limitado a las ciencias naturales, pero incluye investigaciones apuntadas a adquirir conocimiento preciso sobre cuestiones empíricas acerca de cualquier aspecto del mundo, usando métodos análogos a los utilizados en las ciencias naturales. (Por favor note la limitación a cuestiones de hechos empíricos. Intencionalmente excluyo de mi alcance las cuestiones de ética, estética, propósito y demás.) Así, la “ciencia” (como yo uso el término) es practicada cotidianamente no solamente por físicos, químicos y biólogos, sino también por historiadores, detectives, plomeros y de hecho todos los seres humanos en (algunos aspectos de) nuestras vidas. (Por supuesto, el hecho de que todos practiquemos ciencia de vez en cuando no significa que todos lo hagamos igual de bien, o que la practiquemos igual de bien en todas las áreas de nuestras vidas.)

    El éxito extraordinario de las ciencias naturales a lo largo de los últimos 400 años para aprender acerca del mundo, desde quarks hasta cuásares y todo lo que hay en medio, es bien conocido para todo ciudadano moderno: la ciencia es un falible pero enormemente exitoso método de obtener conocimiento objetivo (aunque aproximado e incompleto) acerca del mundo natural (y en menor medida, el social).

    Pero, sorprendentemente, no todos aceptan esto; y aquí llego a mi primer—y más liviano—ejemplo de adversarios de la visión científica, que son los posmodernistas académicos y constructivistas sociales extremos. Tales personas insisten que el llamado conocimiento científico realmente no constituye un saber objetivo de una realidad externa a nosotros, sino que es una mera construcción social, a la par de mitos y religiones, que por lo tanto tienen la misma validez. Si tal punto de vista le parece inverosímil o cree que estoy exagerando de algún modo, considere las siguientes aseveraciones por sociólogos prominentes:

La validez de las proposiciones teóricas de las ciencias no es afectada en ningún modo por la evidencia empírica.  (Kenneth Gergen) [3]

El mundo natural tiene un pequeño o inexistente rol en la construcción del conocimiento científico.  (Harry Collins) [4]

Para el relativista [tal como nosotros] no hay sentido en la idea de que algunos estándares o creencias son realmente racionales en vez de ser solamente aceptadas localmente como tales.  (Barry Barnes y David Bloor) [5]

Ya que la resolución de una controversia es la causa de la representación de la Naturaleza y no su consecuencia, nunca podemos usar el resultado—la Naturaleza—para explicar cómo y por qué una controversia ha sido resuelta.  (Bruno Latour) [6]

La ciencia se legitima a sí misma ligando sus descubrimientos al poder, una conexión que determina (no solamente influye) lo que cuenta como conocimiento confiable.  (Stanley Aronowitz) [7]

    Pronunciamientos tan claros como estos son, sin embargo, escasos en la literatura académica posmodernista. Más frecuentemente, uno encuentra aseveraciones que son ambiguas pero aún así pueden ser interpretadas (y muchas veces lo son) insinuando lo que las anteriores citas hacen explícito: que la ciencia como yo la he definido es una ilusión, y que el conocimiento objetivo que provee es principal o completamente una construcción social. Por ejemplo, Katherine Hayles, profesora de literatura en la Universidad de Duke y expresidente de la Sociedad por la Literatura y Ciencia, escribe lo siguiente como parte de su análisis feminista sobre la mecánica de fluidos:

A pesar de sus nombres, las leyes de conservación no son hechos inevitables de la naturaleza, sino construcciones que resaltan algunas experiencias y marginalizan a otras… Casi sin excepción, los principios de conservación fueron formulados, desarrollados y verificados experimentalmente por hombres. Si los principios de conservación representan distintos énfasis particulares y no hechos inevitables, entonces gente viviendo en diferentes tipos de cuerpos e identificada con construcciones de género distintas, pudiera haber llegado a distintos modelos para el flujo [de fluidos].  [8]

    Qué idea tan interesante: quizá personas “viviendo en diferentes tipos de cuerpos” aprenderán a ver más allá de las leyes masculinistas de conservación de momento y energía. Y Andrew Pickering, un prominente sociólogo de la ciencia, asevera lo siguiente en su de otro modo excelente historia de la física de partículas moderna:

Dado su extenso entrenamiento en técnicas matemáticas sofisticadas, la preponderancia de las matemáticas en la visión de la realidad de los físicos de partículas no es más difícil de explicar que la afinidad de grupos étnicos por su lenguaje nativo. Según la visión articulada en este capítulo, no hay ninguna obligación sobre nadie que propone una visión del mundo a tomar en cuenta lo que la ciencia del siglo XX tenga que decir. [9]

    Pero no dedicaré tiempo pateando a un caballo muerto, ya que los argumentos contra el relativismo posmodernista son ya bastante conocidos: más que promover mis propios textos, permítame sugerir un excelente libro por el filósofo de la ciencia canadiense, James Robert Brown, Who Rules in Science? An Opinionated Guide to the Wars (¿Quién Manda en la Ciencia? Una Guía Opinada Acerca de las Guerras). Basta decir que los escritos posmodernistas sistemáticamente confunden la verdad con declaraciones acerca de la verdad, hechos con aseveraciones de hechos, y conocimiento con pretensiones de conocer—y luego a veces llegan hasta a negar que estas distinciones tienen significado.

    Ahora, vale la pena notar que los textos posmodernistas que acabo de citar todos provienen de los 80s y 90s tempranos. De hecho, en la última década los posmodernistas académicos y constructivistas sociales parecen haberse distanciado de los puntos de vista más extremos que antes profesaban. Quizá yo y otros críticos afines del posmodernismo podemos sentirnos responsables de esto, al iniciar un debate público que bañó en una luz de crítica a estos puntos de vista y forzó algunas retiradas estratégicas. Pero el mayor mérito, pienso, debe ser adjudicado a George W. Bush y sus amigos, que mostraron hasta qué punto pisotear a la ciencia puede llevar en el mundo real. Hoy en día, inclusive el sociólogo Bruno Latour, quien pasó varias décadas recalcando la llamada “construcción social de hechos científicos”, lamenta las municiones que teme que él y sus colegas le han dado a la derecha Republicana, ayudándoles a negar u obscurecer el consenso científico acerca del cambio climático global, la evolución biológica y muchas otras cuestiones. Él escribe:

Mientras que pasamos años tratando de detectar los verdaderos prejuicios escondidos tras la apariencia de declaraciones objetivas, ¿debemos ahora revelar los hechos reales e incontrovertibles escondidos tras la ilusión de los prejuicios? Y sin embargo hay programas completos de doctorado encaminados a asegurar que buenos muchachos americanos estén aprendiendo, de la manera difícil, la forma en que los hechos son inventados; que no hay tal cosa como el acceso natural, directo e imparcial a la verdad; que siempre somos prisioneros del lenguaje; que siempre hablamos desde un punto de vista particular, etcétera; mientras que extremistas peligrosos están usando el mismo argumento de construcción social para destruir evidencia duramente ganada que pudiera salvar nuestras vidas. [10]

    Eso, por supuesto, es exactamente el punto que quise hacer en 1996 acerca de la construcción social llevada a extremos subjetivistas. No quiero decir que se los dije, pero se los dije—como lo hizo, varios años antes de mí, Noam Chomsky, quien recordó que en el pasado no tan lejano:

Intelectuales de izquierda tomaron un papel activo en la viva cultura de la clase obrera. Algunos buscaron compensar el carácter clasicista de las instituciones culturales por medio de programas de educación obrera, o escribiendo libros exitosos sobre matemáticas, ciencia y otros temas para el público en general. Notablemente, sus contrapartes de izquierda de hoy frecuentemente buscan quitarle a la clase obrera estas herramientas de emancipación, informándoles que ‘el proyecto de la Ilustración’ está muerto, que deben abandonar las ‘ilusiones’ de la ciencia y la razón—un mensaje que alegra los corazones de los poderosos, gustosos de monopolizar estos instrumentos para su propio uso. [11]

Traducción: Héctor Mata

Artículo original en Scientia Salon


Alan Sokal es profesor de física en la Universidad de Nueva York y profesor de matemáticas en el University College de Londres. Su libro más reciente es Beyond the Hoax: Science, Philosophy and Culture (Más Allá de la Estafa: Ciencia, Filosofía y Cultura).

[1] Orwell, George. 1953 [1946]. “Politics and the English language”, en A Collection of Essays, pp. 156–171. Harcourt Brace Jovanovich, p. 171.

[2] Haack, Susan. 1993. Evidence and Inquiry: Towards Reconstruction in Epistemology. Blackwell.

[3] Gergen, Kenneth J. 1988. “Feminist critique of science and the challenge of social episte- mology.” En: Feminist Thought and the Structure of Knowledge, editado por Mary McCanney Gergen, pp. 27–48. New York University Press, p. 37.

[4] Collins, Harry M. 1981. “Stages in the empirical programme of relativism.”  Social Studies

of Science 11:3–10, p. 3.

[5] Barnes, Barry & David Bloor. 1981. “Relativism, rationalism and the sociology of knowl- edge.” En: Rationality and Relativism, editado por Martin Hollis y Steven Lukes, pp. 21–47. Blackwell, p. 27.

[6] Latour, Bruno. 1987. Science in Action: How to Follow Scientists and Engineers through Society. Harvard University Press, pp. 99, 258.

[7] Aronowitz, Stanley. 1988. Science as Power: Discourse and Ideology in Modern Society. University of Minnesota Press, p. 204.

[8] Hayles, N. Katherine. 1992. “Gender encoding in fluid mechanics: Masculine channels and feminine flows.” Differences: A Journal of Feminist Cultural Studies 4(2):16–44, pp. 31-32.

[9] Pickering, Andrew. 1984. Constructing Quarks: A Sociological History of Particle Physics. University of Chicago Press, p. 413.

[10] Latour, Bruno. 2004. “Why has critique run out of steam? From matters of fact to matters of concern.” Critical Inquiry 30:225–248, p. 227.

[11] Chomsky, Noam. 1993. Year 501: The Conquest Continues. South End Press, p. 286.



jueves, 13 de marzo de 2014

El compatiblismo más soso

 

Nunca he hablado con un sacerdote jesuita en mi vida y estoy sorprendido por la audacia para contar tales mentiras acerca de mí.  Desde el punto de vista de un sacerdote jesuita yo soy, por supuesto, y siempre he sido, un ateo.
—Albert Einstein, después de que un sacerdote jesuita dijera que lo había convertido al catolicismo.

Decir que la ciencia y la religión son compatibles porque algunos científicos son religiosos, es como decir que el catolicismo y la pederastia son compatibles porque algunos sacerdotes son pederastas.
—Jerry Coyne, biólogo.

En realidad, con estas dos citas debería bastar para dejar clara la cuestión de la compatibilidad entre ciencia y religión, y confieso que al comenzar a escribir esto me da tentación de dejarlo ahí.  Aunque es un tema apasionante, no es necesariamente un tema profundo ni sofisticado: puede llegarse a la respuesta rápidamente con un poco de contemplación y perspicacia.  Claro que ayuda leer algo acerca del tema, para clarificar a qué se está refiriendo uno por ciencia y religión, o el término más nebuloso, fe.  Pero una vez que los  conceptos están claros, la respuesta es clara y contundente.

    Resulta curioso, entonces, que un supuesto divulgador de la ciencia, y que además tiene formación científica en sí, no se hubiera dado a la tarea de hacer la investigación ni la observación mínimas antes de escribir un artículo al respecto, por más breve que este fuera.  Y sin embargo en eso cayó Juan Nepote en su pieza que aparece en la edición más reciente de Magis,  la revista editada por el ITESO.  Con el presuntuoso título La fe de los científicos, sorprende todo lo que Nepote logra ignorar, distorsionar, confundir y difamar en apenas poco más de 400 palabras, que uno se pregunta cómo es que fueron a dar a la publicación en primer lugar, y si pasarían un proceso de edición y crítica serios como los que se dan en la ciencia, la cuál obviamente el autor no practica ni entiende.

    Primeramente, Nepote nos da la siguiente premisa:

Y, sin embargo, la ciencia no es lo mismo que los científicos; mientras que es posible diferenciar, con toda contundencia, el actuar religioso de la metodología científica…

    Buen comienzo, al decir verdad, el diferenciar entre el  método de la ciencia y las personas que son científicos.  El problema es que, al final, después de una somera y desatinada discusión del tema, en la que básicamente se nombra lista de algunos científicos religiosos, el propio autor confunde los términos que definió al principio y concluye:

Solemos recordar los desencuentros entre ciencia y religión, pero nos olvidamos de sus puntos de convergencia.

    ¿Entonces cuál es?  ¿La ciencia y la religión, o los científicos y la religión?  Y es que en verdad no son lo mismo: por un lado, la  ciencia es un método de validar la razón usando la evidencia, mientras que los científicos son personas que pudieran o no utilizar ese método consistentemente.  Y la gran omisión del autor es, precisamente, que resulta ser que los científicos realmente son bastante consistentes cuando se refiere al rigor del pensamiento y su comparación contra el mundo real; es solamente una pequeña minoría (del orden de 7%, según un estudio) que es religioso.  No estoy haciendo un argumento ad populum, sino que más bien mi punto es este: si vas a contar a los científicos religiosos como evidencia de que la ciencia y la religión son compatibles, entonces también tienes que contar a científicos irreligiosos como evidencia de que no lo son (jaque mate #1).

    Como siguiente punto, está la incompatibilidad intrínseca de la ciencia y la religión.  Mientras que la ciencia deduce conclusiones a partir de la evidencia, la religión comienza por las conclusiones y luego discrimina la evidencia según le convenga; donde la ciencia busca ante todo la honestidad intelectual, la fe es inherentemente una forma de deshonestidad, pues se afirma saber cosas que no se saben; cuando en la ciencia todas las ideas están disponibles para ser cuestionadas y no hay tal cosa como una autoridad, la religión se basa en que hay cosas que no se pueden cuestionar, porque algún libro sagrado o un Teólogo SofisticadoTM así lo dijo; en las ocasiones en las que la ciencia es humilde y curiosa, dispuesta a avanzar y corregir, la religión afirma ya tener todas las respuestas, si tan solo se deja de hacer preguntas.  La ciencia avanza gracias a la curiosidad; la religión se derrumba con ella (jaque mate #2).

    Agregado a esto, vale la pena una aclaración acerca de los científicos religiosos, sobre todo los de antaño: solo ha sido en los últimos cien años que se ha vuelto, si  no el ser aceptado ser ateo, al menos ser tolerado por la sociedad.  En los tiempos antes de la Ilustración, era prácticamente suicidio expresar puntos de vista contarios a los de las autoridades, y especialmente las religiosas.  Además, debido al mismo oscurantismo y represión de la religión hacia la ciencia, ésta se encontraba estancada en un estado naciente, con poco qué ofrecer en términos de explicaciones acerca del mundo natural.  Muchos filósofos naturales—los científicos de aquellas épocas—realmente no tenían opción más que ser—o al menos fingir ser—creyentes.  Los avances científicos desde Galileo hasta nuestros tiempos se han hecho a pesar de la religión, nunca gracias a ella (jaque mate #3).

    Nadie niega que haya científicos religiosos: lo que sí es evidente es que, cuando están viendo a través de un telescopio, o cuando observan con un microscopio, o cuando hacen cálculos estequiométricos en el laboratorio, o al hacer una derivación o demostración en el pintarrón, ciertamente actúan como ateos.  Dios simplemente no es una hipótesis relevante en la ciencia.  Es por eso que inclusive científicos eminentes como Francis Collins y Ken Miller pueden hacer ciencia y creer tonterías el domingo durante una hora: existe un alto grado de compartimentalización.  El gran Isaac Newton es otro ejemplo de la convivencia de la superstición y el genio en una misma mente, sin aparente disonancia cognitiva.  La ciencia y la superstición sobreviven en la misma mente no porque sean compatibles, sino porque realmente están rigurosamente separadas (jaque mate #4).

    Finalmente, pero quizá el punto más bajo del artículo es el  siguiente, en el que Nepote muerde el anzuelo del hombre de paja:

Pero también están los científicos que asumen su trabajo como un apostolado y pretenden convencer a todos de que la ciencia es la única interpretación válida de la realidad: Richard Dawkins y Stephen Hawking, por ejemplo, empeñados en usar la ciencia para demostrar la inexistencia de un Dios, con tal vehemencia que se aproximan al fanatismo de las sectas que ellos mismos condenan.

    Este es un argumento muy común entre fanáticos religiosos: si te acusan de fanático e intolerante, pues los acusas a ellos de lo mismo.  ¿Pero cómo puede uno ser un fanático del buen pensamiento, o inclusive del ateísmo?  ¿Hay tal cosa como un fanático del no-racismo?    ¿Hay un fanático del no coleccionar estampas?  ¿Qué es lo fanático de decir que las cosas son como son, y que hay métodos mejores que otros para averiguar?  Acusar a Dawkins o Hawking de decir que “…la ciencia es la única interpretación válida de la realidad…” claramente indica que Nepote no ha leído, ni al menos visto charlas en internet, de ninguno de los dos (Dawkins en particular es sumamente humilde acerca del alcance de la ciencia, y tiene altísima simpatía por disciplinas como la filosofía y las artes, en particular la música y la literatura; Hawking tiende a estar muy ocupado haciendo ciencia de vanguardia como para andar clarificando su posición ante la menor provocación de pseudointelectuales que no le entienden). (jaque mate #5).


Enlaces de interés:

El artículo de Juan Nepote

Breves biografías del autor aquí y acá

Sobre los puntos de vista religiosos de Einstein

El artículo acerca del tema en Wiki

Blog de Jerry Coyne, biólogo.

Estudios sobre las creencias religiosas de científicos contemporáneos: 1, 2, 3.

Sobre el Nuevo Ateísmo, movimiento al que se asocia a Dawkins como co-fundador.



domingo, 9 de marzo de 2014

El pontificado homeopático

Jorge Mario Bergoglio aprendió la lección que no aprendió Joseph Ratzinger: cuando lo que vendes no es realmente un producto ni un servicio, lo único que te queda es vender una imagen.  Como lo hacen los más eficientes charlatanes de la supuesta “medicina” alternativa, y tal como lo hiciera Karol Wojtyła desde 1978 hasta 2005, el más reciente autonombrado representante de Cristo en la Tierra se ha dedicado a hacer no solo que su estafa pase desapercibida, sino que sus clientes le agradezcan y lo defiendan por venderles absolutamente nada.  Mientras por un lado ofrece un semblante sonriente y humilde, por otro lado mantiene las políticas que tanto han mantenido en rezago no solo a los miembros de su rebaño sino, por influencia de éstos en la sociedad y política, al mundo entero.

    El problema de Benedicto XVI era que se dedicaba a decir lo que el resto de la curia dirigente pensaba, pero consideraba prudente callar.  Cierto, era una pesadilla mediática (o un festín, dependiendo del lado que se viera), pero al menos era congruente su decir con su actuar:  ¿Decenas de miles de niños violados alrededor del mundo, y sus violadores protegidos?  ¡Bah, exageraciones de una conspiración internacional contra la Iglesia VerdaderaTM!  ¿Millones de enfermos y muertos de SIDA en África?  ¡Peor sería que usaran condones!  ¿Parejas que se aman tratadas como ciudadanos de segunda clase en todos los continentes?  ¡Se lo merecen, pues son ellos precisamente los conspiradores!  ¿Derechos de las mujeres?  ¡Ni que estuviéramos en el siglo XXI!

    La iglesia sufrió enormemente en los años de Benedicto XVI, precisamente porque por primera vez en más de veinte años se mostró tal como era.  Los números de creyentes aceleraron su  disminución en todo el mundo en términos porcentuales, y las únicas estadísticas a la alza que podía presumir el Vaticano eran—como siempre—las de bautizos totales que, cada vez es más aceptado, son en sí una forma de abuso infantil.

    Y es entonces que, argumentando desgaste y deterioro de salud, Ratzinger se bajó del caballo y acabó siendo nombrado Bergoglio—de ahí en delante, Francisco—como relevo.  Entre los escépticos no se esperaba gran cosa: ya sabíamos que en el Vaticano los sucesores siempre son de continuidad, nunca de cambio.  Sin embargo, entre los creyentes de a pie se notó un renovado vigor.  Yo mismo lo veo con frecuencia en mis redes sociales: que si el papa es muy humilde, que si está renovando la iglesia, que si la está defendiendo, que si es muy conciliador…  Noam Chomsky, habiendo observado el mismo fenómeno en Barack Obama, apuntó: “Lo que importa no es lo que dice, sino lo que hace.  Y en eso, [Obama] ha sido peor que Bush”.   Entonces, ¿qué es lo que ha hecho Bergoglio?

    Para empezar, no se ha dado ningún cambio de doctrina en lo absoluto dentro de la iglesia desde que tomó posesión; las mujeres, los homosexuales, los pederastas y el SIDA siguen en las mismas condiciones de negación y negligencia de siempre.  Desde hace tiempo, los zombis defensores de la fe promueven la idea de que las estadísticas son exageradas y, además, que son los malditos gays los que conspiran para difamar a la iglesia.  Por otro lado, los mismos zombis preparan la nueva estrategia de negacionismo gay (sí, tal como lo lee), en vista del fracaso obtenido hasta ahora (es fascinante y muy triste la disonancia cognitiva por la que ha de pasar este grupo de gente).

    Predeciblemente, los cruzados no entienden los argumentos en su contra.  Por ejemplo, nadie está diciendo que los índices de pederastia sean mayores entre la curia que entre la población general.  Lo que se está diciendo es que es solamente en la curia donde se le da protección al violador del niño en vez de al niño.  Anticipando esto, el papa Francisco ha tomado una medida homeopática al respecto: aumentó la pena por pederastia hasta la asombrosa cantidad de—prepárese,  que esto es altamente revolucionario—doce años, aplicable solamente para casos que se den dentro del Vaticano (es decir, ninguno).  Y sin embargo, es justo el placebo que los cruzados necesitan para sentir que se está transformando radicalmente a la iglesia.  (Es de notar que, en el mismo paquete legislativo que promulgó el papa, se encontró también una ley que aumentaba la pena por revelar secretos del Vaticano.)

    Francisco ha adoptado estrategias similares en las otras áreas: dice una cosa bonita, pero cuando actúa deja claro que no habrá ningún cambio.  Cuando por un lado se pronunció por no marginalizar a los homosexuales—llegando al grado de decir no ser nadie para juzgarlos—, por otro lado excomunicó a un sacerdote pro-gay en Australia.  Tan solo un día después de decir que hay cosas más importantes que el aborto en las que debería enfocarse la iglesia, presionó a doctores para que se rehúsen a efectuarlos.  Igualmente, un día después de decir que ateos y agnósticos podían ser redimidos por sus buenos actos, uno de sus lacayos oficiales lo desmintió, aclarando torpemente: “Bueno, lo que quiso decir su Santidad…” (Por cierto: ¿quién carajos está a cargo?  ¿Es infalible el tipo o no?  ¿Tiene diálogo privilegiado con dios o no?)

    Pero quizá el aspecto más notorio del pontificado de Francisco ha sido su enfoque en proyectar una imagen de humildad—y asegurarse que todos sepan de ello:  ahora no usa los zapatos lujosos rojos que presumía Ratzinger, sino solo zapatos lujosos comunes; optó por vivir en unos departamentos ostentosos que no son los ultra-ostentosos que usaban otros papas; se dejó su crucifijo de plata en vez de adoptar uno de oro; y claro, ha participado en cientos de actos de relaciones públicas donde se toma la foto con todo tipo de gente desafortunada, a la que otorga el placebo de su bendición y nada más, al mismo tiempo que defiende las políticas que mantienen a esa gente en su desesperación y pobreza.  Al menos con Ratzinger uno sabía lo que (no) le estaban vendiendo.


Enlaces de interés:

Un lobo vestido de papa

Típica sentencia por pederastia en el mundo laico

Reporte de la ONU sobre pederastia

Lo mejor de lo peor de Herr Ratzinger

Epidemiología del SIDA

Negación católica de la homosexualidad

Excomunicación de sacerdote liberal

No hay que obsesionarse con el aborto, excepto que…

Palabras conciliadoras, actos no tanto



jueves, 27 de febrero de 2014

Pasando de debates a intervenciones: cómo liberar a alguien de su fe



La siguiente es una de las “intervenciones” que aparecen en el libro A Manual For Creating Atheists (Un Manual Para Crear Ateos), de Peter Boghossian (PB), páginas 138 a 143:


Me topé con uno de mis exalumnos (EA) mientras hacía fila en un popular restaurante de sushi.  Había tomado dos de mis clases de filosofía pero no lo reconocí, dado que mis clases tienen entre 70 y 130 alumnos cada una.  Estaba con su novia (GF), que se veía sana, de unos veintitantos y usaba botas vaqueras algo fuera de lugar.  Yo estaba tecleando en mi teléfono cuando me saludó con entusiasmo:

EA: ¡Pete! ¡Pete! ¿Qué estás haciendo aquí?
PB: Hola.
EA: ¿Sabes quién soy?
PB: No.
EA: Eso está bien.  Estuve en tu clase de Razonamiento Crítico, y en tu clase de Ciencia y Pseudociencia.
PB: Excelente.  ¿Cómo te sentaron esas clases?
(Platicamos unos momentos.  EA me presentó a su novia.  Luego me dijo que abandonó su fe, y que eso se había convertido en un problema en la relación entre ellos.)
PB: Ustedes dos deben amarse mucho.
GF: Sí, lo hacemos.
PB: Bien, eso está muy bien.  Y obviamente se escuchan el uno al otro y discuten el que EA haya acogido a la razón, ¿cierto?
GF: Sí, pero...
PB: Adelante, está bien.
(Pausa larga)
PB: Si estás cómoda, soy todo oídos.  Si no, no le hace.
(Pausa)
GF: ...es que tengo miedo por él.  Por mi familia.  Por nosotros, usted sabe.  Ha sido muy difícil.
PB: Sí, lo entiendo por completo.  La vida después de la fe puede dar miedo.
(Pausa larga)
PB: ¿Qué es lo que te da más miedo?
GF: Bueno... bueno, que él no irá al cielo.  Siento que eso debe sonar ridículo para usted.  Pero me pone triste.
PB: Realmente no suena ridículo en lo absoluto.  Entiendo completamente que así te sientes y que así fuiste educada.
EA: Sí.
PB: ¿Entonces crees que porque no cree en el cielo no irá?
GF: No, sino porque no cree en Cristo.
PB: ¿Es un buen hombre?  ¿Trata bien a los demás?  ¿Es generoso?  ¿Es sincero?
EA: ¡Sí!
(Risas)
GF: Sí, claro que lo es.
PB: ¿Pero quisieras más?  ¿Quisieras que fuera bueno y que además creyera en Cristo?
GF: Sí, eso quisiera.
PB: Si alguien es malo pero cree en Cristo, ¿crees que pueda ir al cielo?
GF: Si realmente cree, sí.
PB: Entonces, si tu meta es el cielo, ¿es más importante creer en Cristo que ser una buena persona?  Pregunto porque quiero entender cómo lo estás pensando.
GF: Bueno, la manera en que llegas al cielo es a través de Cristo.  Si crees en Cristo, él te hará bueno.
PB: ¿De verdad?  Mucha gente cree en Cristo pero no es buena.  ¿O crees que solo estén fingiendo?
GF: No sé.  Tal vez solo estén fingiendo.
PB: Sí, tengo simpatía por ese punto de vista.  Hay mucha gente que finge.  Entonces, tengo curiosidad: si pudieras escoger solo una cosa, ¿quisieras que EA fuera bueno, o que creyera en Cristo?
GF: Ambas.
(Risas)
PB: Pero digamos que no puedas tener ambas.
(Breve silencio)
GF: Que sea bueno.
PB: Entonces ya tienes lo que es importante para ti.
GF: Sí, supongo que sí.  Es solo que quiero más.  Para él.
PB: Querer más es probablemente parte de la condición humana.  Tengo curiosidad: obviamente te consideras una buena persona, ¿cierto?
GF: ¿A qué te refieres?
PB: Quiero decir que si no creyeras que Cristo fuera el hijo de Dios, si llegaras a la conclusión de que es solo un cuento, ¿aún serías como eres, o harías cosas malas?  ¿Serías cruel, vengativa, egoísta... tú sabes, cosas malas?
GF: Nunca lo había pensado antes.
PB: Solo digamos que en algún punto, tal vez mañana o el día después, decidieras que todo acerca de Cristo, el cielo, el diablo y todo eso fuera solo un cuento, un mito, y entonces dejas de creer.  ¿Seguirías siendo buena?
GF: No lo sé.  Honestamente, creo que tendría miedo.
PB: ¿Miedo de qué? ¿La muerte? ¿No ir al cielo?
GF: Sí.  No ir al cielo.  La muerte.  Sí, todo eso.
PB: ¿De no ver a la gente que amas, como a EA?
GF: Sí.  Supongo que de nada, ¿sabes?
PB: ¿Quieres decir de que no haya nada cuando mueras?
GF: Sí, claro.  Seguro.
PB: No quiero poner palabras en tu boca.  Solo quiero entender.
GF: Lo sé.  ¿Usted qué piensa?
PB: No se trata de lo que yo pienso.  Se trata de lo que tú piensas.
GF: Lo sé.  Pero quiero saber lo que piensa.
PB: ¿Lo que pienso acerca de qué?
GF: Lo que piensa de esta discusión.  Acerca de lo que he estado diciendo.  Acerca de esto.
(Mirando hacia EA)
PB: Bueno, pienso que ambos son buenas personas.  Pienso que son sinceros y quieren hacer lo que es correcto.  Pienso que realmente se quieren, y eso es importante—mucho.  También pienso que has sido adoctrinada a un conjunto de creencias.  Pienso que si hubieras nacido en otra parte del mundo, como en Arabia Saudita, serías una musulmana sincera.  No pienso que Cristo sea el hijo de Dios, y pienso que en lo profundo de ti, realmente cuestionas si eso es cierto, y lo has cuestionado ya por algo de tiempo.  Pienso que te gusta la idea de creer en algo, y te gusta pensar en ti misma como el tipo de persona que tiene esta creencia.  Pienso que tienes una posibilidad real de soltarte de esa creencia y encontrar tu propio camino.  Sé que puedes hacerlo.  También pienso que estás en un punto de tu vida en el que estás lista para hacerlo.  Eso es lo que pienso.
(Pausa larga)
EA: Wow. 
PB [hacia GF]: ¿Qué piensas de lo que pienso?
(Pausa)
GF: Bueno... bueno.  Tal vez.  No lo sé.
PB: Está bien no saber.  Creo que estás lista para tomar tu sinceridad y honestidad y aplicarla a tus creencias.  Solo sé muy, muy honesta contigo.  Pregúntate si realmente crees que alguien resucitó o caminó sobre agua.  Pregúntate si tú o EA necesitan creerlo para ser buenos.  Realmente pregúntate.
(Pausa larga)
GF: Ok, ok.
(Nos dimos un abrazo.)
Traducción: Héctor Mata