Alan Sokal
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Permítame pasar ahora al segundo conjunto de adversarios de la visión científica del mundo, que son los promotores de la pseudociencia. Esta es por supuesto un área enorme, así que me enfocaré en un aspecto socialmente importante de ella, que son las llamadas “terapias complementarias y alternativas” en la salud y medicina. Y dentro de esto, quisiera dar un vistazo en detalle a una de las terapias “alternativas” más usadas: la homeopatía—la cual es un caso interesante porque sus promotores a veces declaran que hay evidencia de análisis clínicos que indica que funciona.
Ahora, un principio básico en toda la ciencia es GIGO (garbage in, garbage out): entra basura, sale basura. Este principio es particularmente importante en meta-análisis estadísticos, porque si tienes un montón de estudios metodológicamente pobres, cada uno con un tamaño de muestra pequeño, y si los sometes a un meta-análisis, lo que puede pasar es que los prejuicios sistemáticos de cada estudio—si apuntan principalmente en una misma dirección—pueden alcanzar valor estadístico significativo cuando los estudios son agrupados. Y esta posibilidad es particularmente relevante aquí, porque los meta-análisis de homeopatía invariablemente encuentran una correlación inversa entre la calidad metodológica y la efectividad observada de la homeopatía: esto es, que los estudios más descuidados encuentran la mayor evidencia a favor de la homeopatía [12]. Cuando uno presta atención solamente a los estudios metodológicamente rigurosos—aquellos que incluyen una adecuada aleatorización y doble control, medidas predefinidas de los resultados y un claro conteo de las deserciones del estudio—los meta-análisis no encuentran ningún efecto estadísticamente significativo (ni positivo ni negativo) de la homeopatía comparada con un placebo.
Pero la falta de evidencia estadística convincente para la eficacia de la homeopatía no es, de hecho, la principal razón por la que yo y otros científicos somos escépticos (por ponerlo tibiamente) acerca de la homeopatía; y vale la pena tomarse unos momentos para explicar la razón principal, porque provee perspicacia hacia la naturaleza de la ciencia.
La mayoría de las personas—quizá inclusive la mayoría de los que usan remedios homeopáticos—no entienden claramente lo que la es la homeopatía. Probablemente lo consideran algún tipo de medicina herbolaria. Claro que las plantas contienen una amplia variedad de substancias, algunas de las cuales pueden ser biológicamente activas (con efectos benéficos o dañinos, como aprendiera Sócrates). Pero los remedios homeopáticos, en contraste, son pura agua o almidón: el supuesto “ingrediente activo” está tan diluido que en la mayoría de los casos no hay ni una sola molécula en el producto final.
Y así, la razón fundamental para rechazar la homeopatía es que no existe un mecanismo verosímil por el cual pudiera posiblemente funcionar, a menos que uno descarte todo lo que hemos aprendido en los últimos 200 años acerca de física y química: esto es, que la materia está hecha de átomos, y que las propiedades de la materia—incluyendo sus efectos químicos y biológicos—dependen de su estructura atómica. Simplemente no hay manera de que un “ingrediente” ausente pudiera tener un efecto terapéutico. Estudios clínicos de alta calidad no encuentran diferencias entre la homeopatía y los placebos porque los remedios homeopáticos son placebos.
Ahora, promotores de la homeopatía a veces responden a esto aseverando que el efecto curativo de los remedios homeopáticos surge de una “memoria” del ingrediente activo desvanecido, que de alguna manera es retenida por el agua en el que fue disuelto (¡y luego por el almidón, cuando el agua es evaporada!). Pero la dificultad es, otra vez, no simplemente la falta de evidencia para tal “memoria del agua”. Más bien, el problema es que la existencia de tal fenómeno contradiría la ciencia bien probada, en este caso la mecánica estadística de fluidos. Las moléculas de un líquido constantemente chocan con otras moléculas—lo que los físicos llaman fluctuaciones térmicas—de modo que rápidamente pierden cualquier “recuerdo” de su configuración pasada (aquí, cuando digo “rápidamente” estoy hablando de picosegundos, no meses).
En resumen, los millones de experimentos que confirman la física y química moderna también son un conjunto poderoso de evidencia contra la homeopatía. Por esta razón, la falla en la justificación de la homeopatía no es solamente la falta de evidencia estadística mostrando la eficacia de remedios homeopáticos, comparados contra placebos, al nivel de 95 o 99% de confianza. Inclusive un estudio al nivel de confianza de 99.99% no estaría preparado para competir contra la evidencia a favor de la física y la química moderna. Declaraciones extraordinarias requieren evidencia extraordinaria (y en el evento poco probable de que tal evidencia llegue, la persona que la proporcione seguramente ganará un triple Nobel en física, química y medicina, superando los dos que ganó Marie Curie).
A pesar de la inverosimilitud científica de la homeopatía, los productos homeopáticos pueden venderse en los Estados Unidos sin tener que cumplir con los requerimientos de eficacia y seguridad que se exigen a otros medicamentos (porque se les dio permiso por parte de la Ley de Alimentos, Medicamentos y Cosméticos de 1938). De hecho, las regulaciones gubernamentales requieren que los remedios homeopáticos que se venden sin receta digan, en la etiqueta, al menos una condición médica que pretenden tratar—¡pero sin requerir evidencia de que el producto es realmente eficaz en tratar la condición [13]! Las leyes en otros países de occidente son igualmente escandalosas, si no es que más.
Afortunadamente, parece que esta pseudociencia en particular ha hecho solo progreso modesto en los Estados Unidos—en contraste con su amplia penetración en Francia y Alemania, donde los productos homeopáticos son empacados como medicinas reales y vendidos lado a lado con éstas en virtualmente todas las farmacias. Pero otras y mayores pseudociencias son endémicas en Estados Unidos: prominente entre ellas está la negación de la evolución biológica.
Es esencial comenzar nuestro análisis distinguiendo claramente entre tres asuntos muy distintos: primero, el hecho de la evolución de las especies biológicas; segundo, los mecanismos generales de esa evolución; y tercero, los detalles precisos de esos mecanismos. Por supuesto, una de las tácticas favoritas de los negacionistas de la evolución es confundir estos tres aspectos.
Entre biólogos, y de hecho entre el público educado en general, el hecho de que las especies biológicas han evolucionado está establecido más allá de cualquier duda. La mayoría de las especies que han existido en el pasado ya no existen más; en cambio, la mayoría de las especies que existen hoy no existieron por la mayor parte del pasado de la Tierra. En particular, el Homo sapiens moderno no existió hace un millón de años; en cambio, otras especies de homínidos, como el Homo erectus, existieron entonces pero ya están extintos. El registro fósil es inequívoco en este punto, y esto ha sido bien entendido desde al menos el siglo XIX tardío.
Una cuestión más sutil concierne a los mecanismos de evolución biológica; y aquí nuestro entendimiento científico tomó más tiempo en desarrollarse. Aunque la idea básica—herencia con modificaciones, combinada con selección natural—fue planteada con eminente claridad por Darwin en su libro de 1859, los mecanismos precisos subyacentes de la evolución darwiniana no se elucidaron completamente hasta el desarrollo de la genética y la biología molecular en la primer mitad del siglo XX. Hoy en día tenemos un buen entendimiento del proceso global: errores en el copiado del ADN durante la reproducción producen mutaciones; algunas de estas mutaciones aumentan o disminuyen el éxito del organismo en su supervivencia y reproducción; la selección natural actúa para aumentar la frecuencia en el grupo genético de aquellas mutaciones que aumentan el éxito reproductivo del organismo; como resultado, a lo largo del tiempo, las especies desarrollan adaptaciones a nichos ecológicos; especies viejas mueren y especies nuevas surgen. Este esquema general está establecido más allá de cualquier duda razonable hoy en día, no solo por la paleontología, sino también por experimentos de laboratorio.
Claro, cuando se trata de los detalles precisos de la teoría evolucionaria, todavía hay un avivado debate entre especialistas (tal como lo hay en cualquier campo científico): por ejemplo, en cuanto a la importancia cuantitativa de la selección grupal o de la deriva genética. Pero estos debates de ningún modo siembran dudas sobre el hecho de la evolución, ni sobre sus mecanismos generales. Es más, como el celebrado genetista Theodosius Dobzhansky dijera en un ensayo de 1973: “nada en la biología tiene sentido excepto a la luz de la evolución [14].”
Todo lo que acabo de decir es de conocimiento común para cualquiera que ha tomado un curso medianamente decente en biología de preparatoria. El problema es que cada vez menos personas hoy en día tienen la buena fortuna de ser expuestos a un curso medianamente decente en biología de preparatoria. Y la causa de ese analfabetismo científico es (¿acaso debo decirlo?) político: más precisamente, política combinada con religión. Algunas personas rechazan la evolución porque la encuentran incompatible con sus creencias religiosas. Y en países donde tales personas son numerosas o políticamente poderosas o ambos, los políticos son condescendientes con ellos y suprimen la enseñanza de la evolución en las escuelas públicas—con el resultado de que la generación más joven es negada la oportunidad de evaluar la evidencia científica por sí misma, y la ignorancia científica de la población se reproduce en las generaciones futuras.
Los resultados de un estudio multicultural fascinante, llevado a cabo en 2005 en 32 países europeos junto con Estados Unidos y Japón es particularmente iluminante en este aspecto [15]. Se le leyó a los encuestados: “Los seres humanos, como los conocemos, descendieron de especies previas de animales” y se les preguntó si lo consideraban cierto, falso o si no estaban seguros. De los 34 países, Estados Unidos se ubicó en el lugar 33 en creencia en la evolución (más o menos dividido entre “verdadero” y “falso”). Solo Turquía—donde el estado laico está bajo continua presión por parte del gobierno islamista y sus promotores—muestra menos creencia en la evolución que los Estados Unidos. (Por favor note que esta pregunta concierne solamente al hecho de la evolución, no sus mecanismos.)
Por supuesto, no toda la gente religiosa rechaza la evolución. Cristianos fundamentalistas sí la rechazan, al igual que muchos musulmanes y judíos ortodoxos; pero los católicos y protestantes liberales han llegado (después de mucho renegar) a aceptar la evolución, así como algunos pocos musulmanes y la mayoría de los judíos. Entonces, desde un punto de vista puramente táctico, la gente religiosa liberal es aliada de los científicos en su lucha por defender la enseñanza honesta de la ciencia.
Así, si me enfocara en tácticas, enfatizaría—como la mayoría de los científicos—que la ciencia y religión no deben entrar en conflicto. Inclusive argumentaría, siguiendo a Stephen Jay Gould, que la ciencia y la religión deberían ser entendidos como “magisterios independientes”: la ciencia trata de cuestiones empíricas, y la religión con cuestiones de ética y significado. Pero no puedo de buena conciencia proceder así, por la simple razón de que no creo que los argumentos aguanten un examen lógico cuidadoso. ¿Por qué digo eso? Para los detalles, lo refiero a un capítulo de 75 páginas en mi libro [16]; pero trataré de esbozar las razones principales por las que creo que la ciencia y la religión son formas fundamentalmente incompatibles de ver el mundo.
Al analizar la religión, es necesario hacer algunas distinciones. Para empezar, las doctrinas filosóficas típicamente tienen dos componentes: una parte fáctica, consistiendo de declaraciones acerca del universo y su historia; y una parte ética, consistiendo de un conjunto de prescripciones sobre cómo vivir. Además, todas las religiones hacen, al menos implícitamente, declaraciones epistemológicas acerca de los métodos mediante los cuales los humanos pueden llegar a conocimiento confiable de cuestiones empíricas o éticas. Estos tres aspectos de cada religión obviamente tienen que ser evaluados por separado. Más aún, al discutir un conjunto de ideas, es importante distinguir entre el mérito intrínseco de éstas, el rol objetivo que juegan en el mundo, y las razones subjetivas por las que varias personas las defienden o atacan.
Lamentablemente, mucha discusión de la religión fracasa en hacer estas distinciones elementales: por ejemplo, confundir el mérito de una idea con los buenos o malos efectos que pudiera tener en el mundo. Aquí quiero referirme solo a la cuestión más elemental, que es el mérito intrínseco de las doctrinas empíricas de las distintas religiones. Y dentro de eso, quiero enfocarme a la cuestión epistemológica—en lenguaje menos barroco, la relación entre la creencia y la evidencia. Después de todo, aquellos que creen en los supuestos hechos de sus doctrinas, presuntamente lo hacen por lo que consideran que son buenas razones. Así que es sensato preguntar: ¿cuáles son estas presuntas buenas razones?
Cada religión hace múltiples aseveraciones supuestamente verídicas acerca de todo desde la creación del universo hasta la vida después de la muerte. ¿Pero con qué base pueden los creyentes presumir que saben que tales aseveraciones son ciertas? Las razones que dan son variadas, pero la justificación ultimadamente suele ser simple: creemos lo que creemos porque nuestras santas escrituras lo dicen. Pero, entonces, ¿cómo sabemos que nuestras escrituras son acertadas? Porque las escrituras lo dicen. Los teólogos se especializan en tejer redes elaboradas de verbosidad para evitar decirlo tan burdamente, pero esta gema del razonamiento circular es realmente el fondo epistemológico en el que se basa toda la “fe”. En palabras de Juan Pablo II: “Por la autoridad de su trascendencia absoluta, Dios que se hace presente es también la fuente de la veracidad de lo que revela [17]”. Sobra decir que esto clama la pregunta de si los textos en cuestión realmente fueron escritos o inspirados por Dios, y en qué se basa uno para saber esto. La “fe” no es realmente el rechazo de la razón, sino simplemente una aceptación perezosa de mal razonamiento. La “fe” es la pseudo-justificación que la gente usa cuando quieren hacer declaraciones sin tener que presentar la evidencia necesaria.
Claro que nunca aplicamos estos laxos estándares de evidencia a las declaraciones religiosas de las escrituras de los demás: cuando se trata de otras religiones, los creyentes son tan racionales como cualquiera. Solo su propia religión, sea la que sea, parece merecer una exención especial de los estándares de evidencia generales.
Y es aquí, me parece, que se ubica el punto decisivo del conflicto entre la ciencia y la religión. La cuestión no es el rechazo religioso de teorías científicas en específico (sean heliocentrismo en el siglo XVII o biología evolucionaria hoy); con el tiempo, la mayoría de las religiones encuentra alguna manera de hacer las paces con la ciencia bien establecida. Más bien, la visión científica del mundo entra en conflicto con la visión religiosa al tratarse de una cuestión mucho más fundamental: lo que cuenta como evidencia.
La ciencia depende de experiencia sensorial públicamente reproducible (esto es, experimentos y observaciones) combinada con la reflexión racional acerca de esas observaciones empíricas. La gente religiosa reconoce la validez del método, pero luego dicen poseer métodos adicionales para obtener conocimiento acerca de cuestiones empíricas—métodos que van más allá de la simple consideración de la evidencia—tales como la intuición, revelación o los textos sagrados. Pero el problema es este: ¿qué buena razón tenemos para pensar que tales métodos funcionan, en el sentido de llevarnos sistemáticamente (si no es que invariablemente) hacia creencias ciertas en vez de erróneas? Al menos en los dominios que hemos podido poner estos métodos a prueba—astronomía, geología e historia, por ejemplo—no han resultado ser muy confiables. ¿Por qué esperaríamos que funcionen mejor al aplicarlos a problemas aún más difíciles, tales como la naturaleza fundamental del universo?
Por último, pero no menos importante, estos métodos no-empíricos sufren de un problema lógico insuperable: ¿Qué debemos hacer cuando las revelaciones o intuiciones de distintas personas entran en conflicto? ¿Cómo podemos saber cuál de los supuestos textos sagrados—cuyas afirmaciones frecuentemente se contradicen entre sí—es realmente el sagrado?
Traducción: Héctor Mata
Artículo original en Scientia Salon
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Alan Sokal es profesor de física en la Universidad de Nueva York y profesor de matemáticas en el University College de Londres. Su libro más reciente es Beyond the Hoax: Science, Philosophy and Culture (Más Allá de la Estafa: Ciencia, Filosofía y Cultura).
[12] Shang, Aijing, Karin Huwiler-Muntener, Peter Juni, Stephan Dorig, Jonathan A.C. Sterne, Daniel Pewsner and Matthias Egger. 2005. “Are the clinical effects of homoeopathy placebo effects? Comparative study of placebo-controlled trials of homoeopathy and allopathy.” The Lancet 366:726–732.
[13] U.S. Food and Drug Administration. 2010. Compliance Policy Guide Section 400.400: Con- ditions Under Which Homeopathic Drugs May be Marketed.
[14] Dobzhansky, Theodosius. 1973. “Nothing in biology makes sense except in the light of evolution.” American Biology Teacher 35:125–129.
[15] Miller, Jon D., Eugenie C. Scott and Shinji Okamoto. 2006. “Public acceptance of evolution.” Science 313:765–766 (11 August).
[16] Sokal, Alan. 2008. Beyond the Hoax: Science, Philosophy and Culture. Oxford University Press.
[17] John Paul II. 1998. Encyclical Letter Fides et Ratio of the Supreme Pontiff John Paul II to the Bishops of the Catholic Church on the Relationship between Faith and Reason, September 14, 1998. United States Catholic Conference.