Ya vamos en la segunda mitad del año y hasta ahora he tenido solo una meta cumplida: terminar la maestría en Física a tiempo y de manera decorosa. Digo decorosa, porque cuando la comencé tuve verdaderas dificultades para ponerme al corriente con lo que se suponía que ya tenía que saber de física y matemáticas para poder empezar; a decir verdad, la mayor parte de la maestría me ha servido para hacerme una idea del plan de estudios que tendré que adoptar si es que pretendo seguir al doctorado, y en retrospectiva me siento afortunado de siquiera haber sido admitido en primer lugar.
En el pequeño estudio que me he confeccionado en mi casa hay una pared entera ocupada por dos pintarrones blancos, que a lo largo del semestre han llevado la bitácora de pendientes pertinentes a la maestría y algunas anotaciones sobre pagos y trámites que tiene que hacer uno cuando se espera que sea un adulto responsable. Ahora que estoy más desocupado, uno de los dos pintarrones está completamente en blanco y el otro tiene pendientes que son más bien recordatorios de tareas ociosas que quiero realizar, tales como nueve (sí, 9) artículos para publicar aquí, una presentación sobre pseudociencia, otra sobre ciencia y religión, y una consigna escrita por mi esposa que dice Debo hacer ejercicio, en alusión a mi fastidiosa espalda baja que, si me porto bien y hago los ejercicios, será operada más tarde que temprano.
Me detengo y volteo a mi alrededor por primera vez en más de dos años y me pongo a reflexionar sobre dónde estoy en mi vida, a dónde he llegado, a dónde quiero ir, qué quiero hacer con los años que me quedan. Y es que, aunque suene pesimista o hasta fatalista, procuro planear mi vida siempre tomando en cuenta que voy contra reloj y no habrá otra oportunidad—este no es un ensayo para lo que sigue; esto es lo que sigue. Fue con esta mentalidad que, tan pronto salí del hospital hace dos años y medio, después de acercarme peligrosamente a la falla de mis órganos por choque diabético—1140mg/dl de glucosa, para que busquen en internet eso qué implica—, me dirigí a la universidad pública más cercana sin saber prácticamente nada y les dije: —Quiero ser físico. Quiero entrar a la maestría. Díganme qué tengo que hacer—y entonces lo hice.
Había sido demasiado fácil tomar una actitud complaciente: soy joven y la vida es larga, ya habrá tiempo para lo que quiero hacer después, ahorita me la llevo tranquilo. Hizo falta la pérdida total de la función insulínica de mi páncreas para hacerme reaccionar—y sin embargo me siento afortunado de haber recibido el mensaje cuando lo recibí; parte de mí inclusive quisiera que hubiera llegado antes. Y es que no es para menos: mi vida por fin apunta, si bien todavía no camina mucho, en la dirección que imaginé alguna vez cuando era un jovenzuelo.
Ahora tengo que enfrentarme con que el mundo y el tiempo no se detuvieron mientras estuve ocupado tratando de ser físico: la deuda de mi hipoteca ha bajado una cantidad irrisoria; la del coche efectivamente acaba de subir, por aquello de que se terminó el año de seguro gratis; y estoy en busca de un trabajo adicional (si no es que uno completamente nuevo) para tan solo salir tablas en los estados de cuenta, ahora que se acaba la beca de la maestría. Por si no fuera suficiente, me enteré de que me había estado controlando la diabetes de la manera más anticuada y riesgosa posible todo este tiempo—titubeo en tomarlo en cuenta como “control”—y el cambio de doctor y de protocolo de tratamiento me ha regresado prácticamente al principio (cómo me enteré de las deficiencias en mi tratamiento es una historia larga, quizá para otra ocasión). En unas semanas se agregará a esta lista el ser padre. Así que sí, como me han comentado en un par de ocasiones, estoy más delgado y, sobre todo, canoso.
En este momento es importante hacer una aclaración sobre el tono de lo que escribo, y es que lo que más quiero evitar aquí es provocar un sentimiento de tedio en el amable lector ante mi lastimoso recuento de que la vida no es fácil. Al contrario, quienes me conocen sabrán que no soy precisamente optimista, pero me gustan los retos y es difícil que me rinda en lo que sea. Por primera vez en mucho tiempo, quizá desde que hace algunos años intentara también ser músico, me siento genuinamente entusiasmado por el porvenir. Sé que las estadísticas a largo plazo no me favorecen—45 años de esperanza de vida a partir del diagnóstico para diabéticos tipo 1 diagnosticados a los 20 (en mi caso tenía 29), lo que sugiere que tal vez no llegue siquiera a jubilarme—pero también sé que pudo ser mucho, pero mucho peor.
Aquí se antoja el cliché de la “segunda oportunidad a la vida” que tantas personas en situaciones como la mía y mucho peores evocan, solo que creo que el dicho está equivocado. En realidad, es la misma oportunidad—desde que uno nace la está viviendo. Más bien prefiero pensar que mi preciada oportunidad no la perdí en una tragedia, una tontería o, lo peor de todo, en el conformismo y la apatía. Esta renovación de mi empuje por vivir ha resultado en que me he vuelto menos tolerante en algunas cosas—“radicalizado”, diría mi esposa—y más comprensivo en otras.
Es así que ahora espero llenar los pintarrones de muchas cosas próximamente—habrá una predominancia de matemáticas y física, tan pronto le ponga “palomitas” a los otros pendientes—pero seguramente aumentaré el ritmo de estas y otras masturbaciones mentales también. Por ahora me despido; tengo cosas qué hacer.