viernes, 1 de agosto de 2014

La apuesta que apesta


En la larga lista de argumentos para creer en un dios u otro, existen solo dos categorías: los argumentos malos y los argumentos peores.  Dentro de una muestra de fuertes competidores por el título del Peor Argumento de Todos, provoca gran desilusión observar que el proponente del ganador fuera un hombre de otros modos sumamente racional y productivo.  Comenzando desde sus años adolescentes, Blaise Pascal inventó la calculadora, describió los coeficientes de las potencias binomiales, e inauguró lo que se convertirían después en las ramas de la probabilidad en las matemáticas y la mecánica de fluidos en la física.  Pascal fue católico y aún en los tiempos de relativo oscurantismo y superstición que le tocó vivir existían los no-creyentes en su dios, y fue a ellos que les planteó la siguiente apuesta:
Si crees en Dios erróneamente no pierdes nada, mientras que si correctamente crees en Él, lo ganas todo.  Pero si correctamente dudas en Dios no ganas nada, mientras que si dudas erróneamente lo pierdes todo.
    Me cuesta trabajo pensar que en la actualidad este argumento no solamente sobrevive, sino que es de los más citados, usualmente en la forma “No se pierde nada con creer” o, en dirección al ateo: “¿Y qué si estás equivocado?”.  En forma gráfica, toma la forma de una matriz de decisiones de la siguiente forma:
Opción Dios realmente existe Dios realmente no existe
Sí se cree en Dios Yupi Meh
No se cree en Dios Buu Meh
    El argumento plantea que, si se cumple que Dios existe, el costo de no creer puede ser severo si se está equivocado, mientras que la recompensa puede ser inmensa; por otro lado, si no existe no pasa nada en ambos casos.  Entonces, Pascal aconseja al ateo creer, a manera de una apuesta inteligente.  Lamentablemente su apuesta fracasa en múltiples maneras, que procuraré enunciar y explicar brevemente a continuación.
    Primero, en cuanto a las categorías en las que se pudiera clasificar el argumento, hay que recalcar que no es un argumento que busque demostrar o al menos fortalecer la idea de que Dios existe, sino solo de que es conveniente creer en Él.  La búsqueda de la verdad es sacrificada por completo o, en el mejor de los casos, relegada a ser solo una cuestión secundaria según esta línea de pensamiento.
    La siguiente falla radica en que el argumento tiene como premisa implícita que se pueden escoger las creencias, cuando es un hecho elemental que éstas se forman por procesos independientes a la voluntad del individuo.  Uno puede fingir creer una cosa u otra, o inclusive reprimirla si es el caso, pero no puede convencerse a sí mismo de que algo es cierto o falso meramente presionando un botón en el cerebro (o el alma, dirían algunos).
    Lo que la apuesta asume éticamente del dios y de los creyentes involucrados debería ser una señal de alerta clara para quienes lo proponen.  Primero, supone un dios que castiga la razón y la duda sincera, que recompensa la sumisión y la credulidad—aunque éstas sean fingidas—y que no tiene más criterios para premiar o castigar que eso.  El dios que propone Pascal no recompensa la vida virtuosa, sino solamente la fe (que no es una virtud, por cierto).  Por otro lado, supone un creyente deshonesto que cínicamente finge lo que le conviene—¿es esto lo que pensaba Pascal de sí mismo o de sus correligionarios?
    Siguiendo con las premisas implícitas en el argumento, se puede identificar una falacia de petición de principio: se supone que Dios recompensará a los que crean en Él, pero eso es precisamente un punto que un ateo consideraría como pendiente de demostrar, a lo que se le agregaría además la inevitable pregunta: ¿cómo sabe Pascal cuál dios existe?  No es como si en algún momento algún teólogo católico hubiera demostrado que los demás dioses no existen y el dios cristiano sí; pudiera haber una multitud de dioses, o ningún dios, o un dios heterodoxo que recompensa a los que dudan y castiga a los que creen, u otro dios que recompensa a los musulmanes pero no a los cristianos, o un dios deísta que no castiga ni recompensa, o un dios que existe pero una post-vida que no, o múltiples reencarnaciones, y así hasta el infinito.
    Esto lleva a la contra-apuesta que pudiera proponer el ateo, en donde se supone un dios virtuoso que recompensa la vida bien vivida.  Si el dios que asume Pascal es perfectamente bueno (los creyentes nos repiten esto ad nauseaum), tiene que valorar las buenas acciones por encima de la sumisión interesada—entonces, la matriz de decisiones da resultados equivalentes para creyentes y no-creyentes por igual, y básicamente los primeros están perdiendo su tiempo con los rituales y normas religiosas que siguen.  Extendiendo el escenario un poco más, bien pudiera ser que los creyentes estén haciendo mal en sus prácticas religiosas sin saberlo, lo que pudiera llevarlos a la perdición si el supuesto dios valora lo bueno y castiga lo malo.
    Desgraciadamente ninguno de los anteriores es, por mucho, el peor aspecto del argumento: para eso compiten los siguientes dos puntos.  Primero—y más obviamente, diría yo—está el hecho transparentemente claro de que las creencias religiosas tienen costos.  Dependiendo de la religión que se practique, éstos pudieran llegar desde los medianamente inconvenientes (no poder comer ciertos alimentos) hasta los fatales (negación de tratamientos médicos).  Todos los días podemos ver los costos sociales de la religión y otras supersticiones tan solo leyendo las noticias.  No voy a enumerar aquí todos los problemas que la humanidad se pudiera ahorrar si adoptara una visión racional de la realidad—no me alcanzaría el espacio y ya he escrito sobre ello en otros artículos.  No voy a decir tampoco que todos los problemas tengan su origen en la superstición necesariamente; lo que estoy diciendo es que no hay un solo ejemplo en la historia de la humanidad en la que una civilización cayera en caos y maldad porque sus habitantes se volvieron demasiado razonables.
    Finalmente, la apuesta de Pascal en sus varias formas demuestra una apabullante falta de reflexión e introspección por parte de quien la propone.  Todos los puntos anteriores están perfectamente al alcance de la comprensión de cualquier persona, creyente o no, y sin embargo los fieles que dicen  que “No se pierde nada con creer” demuestran que no los han considerado ni remotamente; esto habla muy mal de su esfuerzo para informarse acerca de la cuestión y, si de por sí el ateo tiene la ventaja en cuestión de argumentos, con éste el religioso le concede varios puntos éticos y teológicos también.  Por si esto no fuera suficiente, además nos pone a los ateos en defensiva, y con buena razón: si nos acercáramos a los fieles diciéndoles que tenemos un argumento que los va a convencer de no creer, y si el argumento tuviera implícita la premisa de que los creyentes son cínicos interesados y deshonestos, se nos acusaría de toda cantidad de cosas:  insensibles, ofensivos, arrogantes (de hecho ya se nos acusa de eso por hacer mucho menos, como tan solo hacer preguntas).  Por último, el que promueve la apuesta de Pascal en cualquiera de sus formas como un buen argumento demuestra que no ha reflexionado en las razones por las que él mismo cree, ni mucho menos las razones por las que otros no creen.  Es decir, en este caso, que el creyente debería preguntarse a sí mismo antes de preguntar al ateo: “¿Y si yo estoy equivocado, qué? ¿Este argumento me convencería a ?  ¿Es esto por lo que creo yo?”


Enlaces de interés:
Discusión filosófica extensa y sofisticada sobre el tema.
El punto de vista estrictamente ateo: aquí y acá.