Durante las últimas semanas he estado traduciendo textos de Christopher Hitchens, autor ateo que falleció el pasado 15 de diciembre a causa de cáncer en el esófago. Durante su enfermedad, escribió artículos al respecto en Vanity Fair, que me dí a la tarea de traducir para compartirlos con ustedes. Esto ha representado mucho más trabajo que cualquier artículo que haya publicado hasta ahora, espero que los disfruten.
--Héctor Mata
Plegarias Incontestables
Christopher Hitchens
Octubre, 2010
Cuando
describí el tumor en mi esófago como un “ciego alienígena sin
emociones,” supongo que ni siquiera yo pude evitar otorgarle
algunas de las cualidades de un ser viviente. Esto por lo menos yo
sé que es un error: una instancia de la “falacia patética”
(nube enojada, montaña orgullosa) por la cuál atribuimos cualidades
animadas a fenómenos inanimados. Para existir, un cáncer necesita
un organismo viviente, pero nunca puede llegar a convertirse en uno.
Toda su malicia—ahí voy de nuevo—yace en el hecho de que “lo
mejor” que puede hacer es morir con su huésped. Eso, o su huésped
encontrará los medios para extirparlo y sobrevivirlo.
Pero, como sabía desde
antes de enfermarme, hay algunas personas para las que esta
explicación no es satisfactoria. Para ellos, un carcinoma roedor
realmente es un agente dedicado y consciente—un asesino-suicida de
acción lenta—con una misión consagrada desde el cielo. No se ha
vivido, si puedo ponerlo así, hasta se han leído contribuciones
como ésta en los sitios web de los fieles:
“¿Quién más siente que el cáncer en la garganta de Christopher
Hitchens fue la venganza de Dios por haber usado su voz para
blasfemar en contra de Él? A los ateos les gusta ignorar los
HECHOS. Les gusta actuar como si todo es una 'coincidencia'. ¿De
veras? ¿Solamente fue una 'coincidencia' que, de cualquier parte de
su cuerpo, Christopher Hitchens desarrollara cáncer en la parte que
usara para blasfemar? Claro, sigan creyendo eso, ateos. Va a
retorcerse en dolor y agonía y extinguirse hacia la nada y morir una
terrible muerte agonizante, y ENTONCES empezará la verdadera
diversión, cuando será mandado al INFIERNO por siempre a ser
torturado y quemado.”
Hay numerosos pasajes en
las escrituras y la tradición religiosa que por siglos han hecho de
este tipo de morbo una creencia popular. Mucho antes de que me
incumbiera a mí particularmente, había entendido las objeciones
obvias. Primero, ¿qué mero primate puede estar tan malditamente
seguro de saber la mente de Dios? Segundo, ¿quisiera este autor
anónimo que su punto de vista sea leído por mis inofensivos hijos,
quienes también están sufriendo por su parte, y debido al mismo
dios? Tercero, ¿por qué no mejor un relámpago para su servidor, o
algo similarmente impresionante? La deidad vengativa tiene un
arsenal tristemente disminuido si todo lo que se le ocurre es el
cáncer que mi edad y estilo de vida ya sugerían me iba a afligir.
Cuarto, ¿por qué cáncer en lo absoluto? Casi todos los hombres
desarrollan cáncer de próstata si viven lo suficiente: es un asunto
indigno pero distribuido bastante equitativamente entre santos y
pecadores, creyentes y no-creyentes. Si se mantiene que Dios castiga
con los cánceres apropiados, también hay que tomar en cuenta los
números de infantes que desarrollan leucemia. Personas devotas han
muerto jóvenes y en agonía. Bertrand Russell y Voltaire, por el
contrario, permanecieron vigorosos hasta el fin, así como muchos
criminales psicóticos y tiranos también. Estas visitaciones,
entonces, parecen terriblemente aleatorias. Mientras tanto, puedo
asegurarle a mi corresponsal cristiano anterior, que mi hasta ahora
no-cancerosa garganta no es el único órgano con el que he
blasfemado... Y aunque perdiera la voz antes que la vida, seguiré
escribiendo polémicas contra delirios religiosos, por lo menos hasta
que sea tiempo de saludar a mi vieja amiga la oscuridad. En
cualquier caso, ¿por qué no cáncer del cerebro? Como un
atemorizado y atolondrado imbécil, quizá inclusive llame a un
clérigo al final del asunto, aunque ahora declaro de antemano,
mientras estoy cuerdo, que la entidad en ese caso humillándose no
sería “yo”. (Tome esto en cuenta, en caso de posteriores
rumores o fabricaciones.)
El
hecho más absorbente de estar mortalmente enfermo, es que uno pasa
bastante tiempo preparándose para morir con un cierto modo de
estoicismo (y previsión por los seres amados), mientras
simultáneamente se está altamente interesado en la supervivencia.
Ésta es una bizarra manera de “vivir”—abogados por la mañana
y doctores por la tarde—y significa que uno tiene que existir más
de lo usual en un un doble estado mental. Lo mismo es cierto, parece
ser, para aquellos que oran por mí. Y muchos de ellos son tan
“religiosos” como el tipo que quiere que sea torturado en el aquí
y ahora—lo cuál me pasará aun si me llegara a recuperar—y luego
torturado por siempre si no me recupero o, posiblemente, inclusive si
lo hago.
Del sorprendente y
adulante número de personas que me han escrito desde que enfermé
tanto, pocos han omitido decir una de dos cosas. O me aseguran que
no me ofenderán diciendo oraciones por mí, o tiernamente me
insisten que lo harán de todos modos. Sitios web devocionales
dedican espacio a la cuestión. (Si leyera esto a tiempo, tenga en
cuenta que el 20 de septiembre ha sido designado “Día de Rezar por
Hitchens”.) Pat Archbold, en el Registro Católico Nacional, y el
diácono Greg Kandra fueron de los católicos romanos que me
consideraron un objeto digno de oración. El rabino David Wolpe,
autor de Por qué la fe importa y
el líder de una congregación mayor en Los Ángeles, dijo lo mismo.
Él ha sido un contrincante en debates conmigo, así como varios
pastores evangélicos protestantes como Douglas Wilson de la
Universidad de St. Andrews y Larry Taunton de la Fundación Fixed
Point en Birmingham, Alabama. Ambos escribieron para decir que sus
asambleas estaban pidiendo por mí. Y fue a ellos al los que primero
se me ocurrió escribir de vuelta, preguntado: “¿Pidiendo por
qué?”
Como muchos de los
católicos, que esencialmente rezan porque yo vea la luz tanto como
para que me mejore, han sido muy sinceros. La Salvación ha sido el
punto principal. “Estamos, ten por seguro, preocupados por tu
salud también, pero esa es una consideración muy secundaria. '¿De
qué sirve a un hombre ganar todo el mundo si pierde su alma [Mateo,
16:26]?'” Ése fue Larry Taunton. El pastor Wilson respondió que
cuando oyó la noticia, se puso a rezar por tres cosas: que pudiera
vencer la enfermedad, que me reconciliara con lo divino y que el
proceso nos llevara a los dos de nuevo a contactarnos. No pudo
evitar agregar, algo presumidamente, que la tercer petición ya había
sido cumplida. Así que estos son algunos católicos, judíos y
protestantes de reputación que consideran que, en cierta medida,
vale la pena salvarme. La facción musulmana ha sido más callada.
Un amigo iraní ha pedido que se ore por mí en la tumba de Omar
Khayyám, poeta supremo de los librepensadores persas. El video en
YouTube anunciando el día de intercesión por mí está acompañado
por la canción “I Think I See The Light” (“Creo Que Veo La
Luz”, N. del T.), interpretado por Cat Stevens—quien, con el
nombre de “Yusuf Islam”, alguna vez promovió el histérico
llamado teocrático a asesinar a mi amigo Salman Rushdie. (Los
banales versos de esta pseudo-inspiradora canción, de paso, parecen
ser destinados a una chava.) Y este ecumenismo aparente tiene otras
contradicciones, también. Si anunciara que repentinamente me
convertí al catolicismo, sé que Larry Taunton y Douglas Wilson
considerarían que he cometido un gravísimo error. Por otro lado,
si fuera a adherirme a cualquiera de sus grupos protestantes
evangélicos, los seguidores de Roma no considerarían que mi alma
estaría más a salvo de lo que está ahora. Mientras, una decisión
de adherirme al Islam o al Judaísmo inevitablemente me haría perder
las oraciones de ambas facciones. Simpatizo con el gran Voltaire
quien, al ser molestado en su lecho de muerte, y siendo urgido a
renunciar al Diablo, murmuró que ese no era el momento de hacer más
enemigos.
El
físico danés y ganador del Nobel, Niels Bohr, alguna vez colgó una
herradura sobre su puerta. Amigos asombrados exclamaron que
seguramente no creía en tal superstición tan patética. “No lo
hago,” replicó con compostura, “pero aparentemente funciona ya
sea que lo creas o no.” Esa puede ser la conclusión más segura.
La investigación más exhaustiva del tema jamás llevada a cabo—el
“Estudio Sobre los Efectos de la Oración Intercesoria, de 2006”—no
pudo encontrar correlación alguna entre el número y constancia de
las plegarias ofrecidas y la probabilidad de que la persona por la
que se pedía tuviera una condición mejorada. Pero sí encontró
una pequeña pero interesante correlación negativa, en cuanto a que
algunos de los pacientes se sintieron un poco peor cuando no
manifestaron mejoría: sentían que decepcionaban a sus devotos
oradores. Y la moral es otro factor incuantificable para la
supervivencia. Ahora lo entiendo mejor que cuando por primera vez lo
leí. Un gran número de amigos laicos y ateos me han dicho cosas
alentadoras y adulantes, tales como que si cualquiera puede vencer
esto, soy yo; que el cáncer no tiene posibilidades ante alguien como
yo; y que saben que puedo vencer esto. En los días malos, e
inclusive en los mejores, tales exhortos pueden tener un efecto
vagamente deprimente. Si sucumbo, estaré decepcionando a todos esos
camaradas. Otro problema laico también me ocurre: ¿qué tal si me
recupero y entonces los piadosos dicen que fue gracias a sus
plegarias? Eso sería algo irritante.
He
guardado lo mejor de los fieles para el final. El doctor Francis
Collins es uno de los mejores americanos vivos. Es el hombre que
trajo el Proyecto del Genoma Humano a su completitud, antes de tiempo
y bajo presupuesto, y ahora dirige los Institutos Nacionales de la
Salud. En su trabajo sobre los orígenes genéticos de enfermedades,
ayudó a decodificar los “errores de copiado” que causan tales
calamidades como fibrosis cística y la enfermedad de Huntington.
Ahora está trabajando con las sorprendentes propiedades curativas
latentes en las células madre y en tratamientos genéticos
“dirigidos”. Este gran humanitario es también un devoto del
trabajo de C.S. Lewis y, en su libro El Lenguaje de Dios, se
ha propuesto hacer compatible la religión con la ciencia. (Este
pequeño volumen contiene un capítulo admirablemente terso informado
a los fundamentalistas que el argumento sobre la evolución se ha
terminado, principalmente, porque no hay ningún argumento.) Conozco
a Francis, también, de varios debates públicos y privados acerca de
la religión. Ha tenido la gentileza de visitarme cuando tiene
tiempo y discute conmigo todo tipo de nuevos tratamientos, apenas
imaginables, que podrían aplicarse a mi caso. Y déjenme ponerlo de
este modo: no ha sugerido rezar, y yo por mi parte no le he dado lata
con eso. Así que aquellos que quieren que muera en agonía
realmente están rezando por que los esfuerzos de nuestro más
desinteresado cristiano sean frustrados. ¿Quién es el Dr. Collins
para interferir con el plan divino? Por un giro similar, aquellos
que quieren que arda en el infierno, también se están mofando de
aquellos religiosos que no me consideran maligno y sin salvación.
Le dejo estas paradojas a aquellos, tanto amigos como enemigos, que
aún veneran lo sobrenatural.
Siguiendo el hilo de la
oración por el laberinto de la Web, eventualmente encontré un
bizarro video de “Hagan Sus Apuestas”. Éste invita a
potenciales jugadores a apostar dinero sobre si repudiaré mi ateísmo
y aceptaré una religión para cierta fecha, o si continuaré
afirmando incredulidad y enfrentaré las consecuencias. Esto no es,
quizás, tan bajo y vulgar como suena. Uno de los más celebrados
defensores del cristianismo, Blaise Pascal, redujo la cuestión a una
apuesta en el siglo XVI. Si pones tu fe en el Señor, propuso,
tienes todo por ganar. Declinar la oferta celestial puede resultar
en perderlo todo, si resulta que se está equivocado. Aunque pueda
ser ingenioso el razonamiento de su ensayo—fue uno de los
fundadores de la teoría de probabilidad—Pascal asume un dios
cínico y un humano sumiso y oportunista. Supongamos que desechara
los principios de toda mi vida, en la esperanza de ganar favores en
el último minuto. Espero que nadie que sea serio quede en lo
absoluto impresionado por una movida tan estafadora. Además, el
dios que recompensaría la cobardía y la deshonestidad, y que luego
castigaría la duda irreconciliable, está entre los muchos dioses en
los que (¿o en quienes?) yo no creo. No quiero despreciar
intenciones tan amables, pero cuando llegue el 20 de septiembre, por
favor no molesten a los cielos con sus aclamos por mí. A menos,
claro, que los haga sentir mejor a ustedes.