Pueblo Tumor
Christopher Hitchens
Noviembre, 2010
Supongo
que ella debe cuidarse, ponerse en congelación, y dentro de uno o
dos años seguramente habrá sido desarrollada una pastilla que cure
esto como un resfriado. Ya tenemos, sabes, algunas de estas
cortisonas; pero el doctor nos dice que no saben si los efectos
secundarios puedan ser peores. Tú sabes, la gran C. Yo digo que
hay que intentar, con tantos avances ya están por vencer al cáncer
de todos modos, y con estos trasplantes pronto podrán reemplazar
todas tus entrañas.
-El Sr. Angstrom, en la novela Rabbit Redux (1971) de John
Updike.
La
novela de Updike se situó en lo que se pudieran llamar los años
optimistas de la administración de Nixon: los tiempos de la misión
Apollo y el nacimiento de aquella expresión triunfal americana que
comienza: “Si podemos poner un hombre en la luna...” En enero de
1971, los senadores Kennedy y Javits promovieron el “Acto de
Conquista del Cáncer,” y para diciembre de ese año Richard Nixon
había firmado algo parecido como ley, junto con enormes
apropiaciones federales. Se hablaba de una “Guerra Contra el
Cáncer.”
Cuatro
décadas después, aquellas otras guerras “gloriosas”, contra la
pobreza, las drogas y el terrorismo, se combinan para mofarse de tal
retórica y, tan seguido como se me alienta a “combatir” mi
propio tumor, no puedo evadir la sensación de que es el cáncer el
que me combate a mí. El temor con el que se discute—“la gran
C”—es todavía casi supersticioso. También lo son las
murmuradas esperanzas de un nuevo tratamiento o cura.
En
su famoso ensayo sobre Hollywood, Pauline Kael lo describió como un
lugar en el que se podía morir de entusiasmo. Eso todavía puede
ser cierto; en Pueblo Tumor, a veces uno siente que se va a morir de
tantos consejos.
Muchos vienen gratuitos y sin ser solicitados. Me dicen que, con
premura, debo ingerir la esencia granulada de la pepita de durazno(¿o
acaso chabacano?), un remedio conocido en civilizaciones antiguas
pero suprimido por los ambiciosos doctores modernos. Otro
corresponsal me urge a consumir grandes porciones de suplementos de
testosterona, quizá para ayudar con la moral. O, también me dicen,
debo encontrar maneras de abrir ciertos chakras y ponerme en el
estado mental receptivo apropiado. Dietas completamente vegetarianas
serían todo lo que requeriría para esta experiencia. Y no se rían
del pobre Sr. Angstrom: alguien me ha escrito de una universidad
famosa para sugerir que debo ser criogénicamente congelado y esperar
el día de la cura. (Cuando no le respondí, recibí una segunda
misiva, sugiriendo que por lo menos congelara mi cerebro para ser
apreciado por la posteridad. Vaya, quiero decir, muchas gracias.)
En contra de todo esto, recibí una nota de un amigo en Cheyenne,
diciendo que todos aquellos que conoció que recurrieron a remedios
tribales murieron casi inmediatamente, y sugirió que si se me
ofrecían remedios indígenas debería “moverme en la dirección
contraria rápidamente”. Algunos consejos sí pueden tomarse.
Inclusive
en el mundo de la sanidad y la modernidad, sin embargo,
frecuentemente no se pueden tomar. Gente extremadamente bien
informada se comunica para insistir en que solamente hay un doctor o
una clínica. Estos doctores y clínicas están tan dispersos como
Cleveland y Kyoto. Inclusive si tuviera un avión propio, nunca
estaría seguro de haberlos probado todos. Los ciudadanos de Pueblo
Tumor siempre son sosegados con curas y rumores de curas. De hecho,
sí me llevé a un gran palacio de clínica en la parte más opulenta
de una ciudad pobre que no nombraré, porque todo lo que obtuve fue
una larga y tediosa exposición de cosas que ya sabía (mientras
yacía en una de las camas de examinación de tan opulento
establecimiento) y un piquete de algún bicho que brevemente duplicó
el tamaño de mi mano izquierda; algo completamente sobrante
inclusive a mis requerimientos pre-cancerosos, pero una gran
irritación para alguien con un sistema inmune químicamente
corroído.
Con
todo y todo, este es un tiempo exhilarante y melancólico para tener
cáncer como el que tengo. Exhilarante, porque mi oncólogo calmado
y erudito, el Dr. Frederick Smith, puede diseñar un coctel químico
que ya ha reducido algunos de mis tumores secundarios, y puede
ajustar dicho coctel para minimizar ciertos feos malos efectos. Eso
hubiera sido imposible cuando Updike escribió su libro, o cuando
Nixon proclamó su “guerra”. Pero melancólicos, también,
porque nuevas cimas en la medicina se están irguiendo y se avistan
nuevos tratamientos, pero muy seguramente demasiado tarde para mí.
Por
ejemplo, me entusiasmó saber sobre un nuevo “protocolo de
inmunoterapia,” desarrollado por los doctores Steven Rosenberg y
Nicholas Restifo en el Instituto Nacional del Cáncer. De hecho, la
palabra “entusiasmo” se queda corta. Estuve muy emocionado. Hoy
es posible remover células T de la sangre, someterlas a un proceso
de ingeniería genética, y luego reinyectarlas para atacar al tumor.
“Algo de esto podría sonar como medicina de la era espacial,”
escribió el Dr. Restifo, como si él también hubiera estado leyendo
a Updike, “pero ya hemos tratado a más de 100 pacientes con
células T modificadas genéticamente, incluyendo a 20 pacientes
usando la misma estrategia que sugiero pueda aplicarse a su caso.”
Había un problema, e involucraba una correspondencia. Mi tumor
tenía que expresar una proteína llamada NY-ESO-1, y mis células
inmunes debían tener una molécula llamada HLA-A2. Con este par, el
sistema inmune se podría cargar para resistir el tumor. Las
posibilidades se veían buenas, en cuanto a que la mitad de aquellos
con genes europeos o caucásicos tienen esas moléculas. ¡Y mi
tumor sí resultó tener la proteína! Pero mis células inmunes no
resultaron ser lo suficientemente “caucásicas”. Otros
experimentos están en revisión por la FDA, pero tengo algo de
prisa, y no puedo olvidar la sensación de aplanamiento cuando me
dieron la noticia.
Quizá
sea lo mejor dejar estas falsas esperanzas atrás pronto: fue en la
misma semana que se me dijo que no tenía ninguna
de las mutaciones en mi tumor de las necesarias para ser candidato a
cualquier terapia “dirigida” actualmente disponible. Una o dos
noches después, me escribieron unos 50 amigos, porque en el programa
60 Minutos
había salido un segmento sobre “ingeniería de tejido,” por
medio de células madre, de un hombre con cáncer en el esófago.
Fue efectivamente conducido a “crearse” uno nuevo. Emocionado,
contacté a mi amigo, el Dr. Francis Collins, padre del tratamiento
genético, quien gentilmente pero con firmeza me dijo que mi cáncer
estaba demasiado esparcido más allá de mi esófago para ser tratado
por tales medios.
Analizando
la tristeza que desarrollé durante esos míseros siete días,
descubrí que me sentí timado además que decepcionado. “Hasta
que hayas hecho algo por la humanidad,” escribió el gran educador
americano, Horace Mann, “deberías sentirte avergonzado de morir.”
Felizmente me hubiera ofrecido como sujeto experimental para nuevas
drogas o cirugías, claro, en parte por la esperanza de que pudieran
salvarme, pero también por el principio de Mann. Y ni siquiera
califiqué para esa aventura. Así que debo andar laboriosamente
adelante con la rutina de quimioterapia y, si da resultado, agregarle
radiación y quizá el muy discutido CiberKnife [CiberCuchillo, N.
del T.] para una intervención quirúrgica: ambas de estas opciones
son casi milagrosas comparadas con el pasado reciente.
Hay
una esperanza más remota que quisiera intentar, aunque su eficacia
está en los límites más lejanos de la probabilidad. Probaré
tener todo mi ADN secuenciado, junto con el genoma de mi tumor.
Francis Collins fue típicamente sobrio sobre su evaluación de la
utilidad de esto. Si las dos secuencias podían obtenerse, me
escribió, “podría ser claramente determinado qué mutaciones se
presentaron en el cáncer y lo están haciendo crecer. El potencial
de encontrar mutaciones que lleven a una nueva idea terapéutica es
incierto—esto está en la frontera de la investigación sobre el
cáncer.” Parcialmente por esa razón, me aconsejó, el costo de
hacerlo también sería muy exorbitante por el momento. Pero al
juzgar por mi correspondencia, prácticamente todo mundo en este país
ha tenido cáncer o tiene un amigo o familiar que ha sido víctima de
él. Así que quizá logre contribuir un poco a engrandecer el
conocimiento que ayudará a generaciones futuras.
Digo
“quizá” en parte porque Francis ahora ha tenido que dejar mucho
de su trabajo pionero para defender a su profesión de un bloqueo
legal de la línea más prometedora de sus esfuerzos. Inclusive
mientras él y yo teníamos esas conversaciones en parte exhilarantes
y en parte deprimentes, el mes de agosto pasado un juez federal en
Washington, D.C., ordenó frenar todo gasto gubernamental en la
investigación de células madre embrionales. El juez Royce Lamberth
estaba respondiendo a una demanda de dos entusiastas de la llamada
Enmienda Dickey-Wicker, nombrada así por el dúo republicano que en
1995 logró prohibir inversión federal en cualquier investigación
que involucrara un embrión humano.
Como
un cristiano creyente, Francis es quisquilloso acerca de la creación
de estos cúmulos de células no-conscientes para propósitos de
investigación (como, si le importa a usted, también yo), pero
estaba esperando que buenas obras salieran del uso de embriones ya
existentes, creados originalmente
para fertilización in vitro.
Estos embriones no iban a ningún lado de todos modos. ¡Pero
ahora, maniáticos religiosos luchan por prohibir inclusive su uso,
que pudiera ayudar a lo que algunos de esos maniáticos considerarían
los compañeros humanos de esos embriones! Los patrocinadores legales
de estas tonterías pseudocientíficas deberían estar avergonzados
de vivir, y sobre todo morir. Si usted quiere tomar parte en la
“guerra” contra el cáncer, y contra otras terribles aflicciones
también, entonces únase a la batalla contra su estupidez letal.