lunes, 16 de abril de 2012

Hitchens sobre el cáncer, Parte 2


Pueblo Tumor

Christopher Hitchens
Noviembre, 2010


Supongo que ella debe cuidarse, ponerse en congelación, y dentro de uno o dos años seguramente habrá sido desarrollada una pastilla que cure esto como un resfriado. Ya tenemos, sabes, algunas de estas cortisonas; pero el doctor nos dice que no saben si los efectos secundarios puedan ser peores. Tú sabes, la gran C. Yo digo que hay que intentar, con tantos avances ya están por vencer al cáncer de todos modos, y con estos trasplantes pronto podrán reemplazar todas tus entrañas.
-El Sr. Angstrom, en la novela Rabbit Redux (1971) de John Updike.


La novela de Updike se situó en lo que se pudieran llamar los años optimistas de la administración de Nixon: los tiempos de la misión Apollo y el nacimiento de aquella expresión triunfal americana que comienza: “Si podemos poner un hombre en la luna...” En enero de 1971, los senadores Kennedy y Javits promovieron el “Acto de Conquista del Cáncer,” y para diciembre de ese año Richard Nixon había firmado algo parecido como ley, junto con enormes apropiaciones federales. Se hablaba de una “Guerra Contra el Cáncer.”
    Cuatro décadas después, aquellas otras guerras “gloriosas”, contra la pobreza, las drogas y el terrorismo, se combinan para mofarse de tal retórica y, tan seguido como se me alienta a “combatir” mi propio tumor, no puedo evadir la sensación de que es el cáncer el que me combate a mí. El temor con el que se discute—“la gran C”—es todavía casi supersticioso. También lo son las murmuradas esperanzas de un nuevo tratamiento o cura.
    En su famoso ensayo sobre Hollywood, Pauline Kael lo describió como un lugar en el que se podía morir de entusiasmo. Eso todavía puede ser cierto; en Pueblo Tumor, a veces uno siente que se va a morir de tantos consejos. Muchos vienen gratuitos y sin ser solicitados. Me dicen que, con premura, debo ingerir la esencia granulada de la pepita de durazno(¿o acaso chabacano?), un remedio conocido en civilizaciones antiguas pero suprimido por los ambiciosos doctores modernos. Otro corresponsal me urge a consumir grandes porciones de suplementos de testosterona, quizá para ayudar con la moral. O, también me dicen, debo encontrar maneras de abrir ciertos chakras y ponerme en el estado mental receptivo apropiado. Dietas completamente vegetarianas serían todo lo que requeriría para esta experiencia. Y no se rían del pobre Sr. Angstrom: alguien me ha escrito de una universidad famosa para sugerir que debo ser criogénicamente congelado y esperar el día de la cura. (Cuando no le respondí, recibí una segunda misiva, sugiriendo que por lo menos congelara mi cerebro para ser apreciado por la posteridad. Vaya, quiero decir, muchas gracias.) En contra de todo esto, recibí una nota de un amigo en Cheyenne, diciendo que todos aquellos que conoció que recurrieron a remedios tribales murieron casi inmediatamente, y sugirió que si se me ofrecían remedios indígenas debería “moverme en la dirección contraria rápidamente”. Algunos consejos sí pueden tomarse.
    Inclusive en el mundo de la sanidad y la modernidad, sin embargo, frecuentemente no se pueden tomar. Gente extremadamente bien informada se comunica para insistir en que solamente hay un doctor o una clínica. Estos doctores y clínicas están tan dispersos como Cleveland y Kyoto. Inclusive si tuviera un avión propio, nunca estaría seguro de haberlos probado todos. Los ciudadanos de Pueblo Tumor siempre son sosegados con curas y rumores de curas. De hecho, sí me llevé a un gran palacio de clínica en la parte más opulenta de una ciudad pobre que no nombraré, porque todo lo que obtuve fue una larga y tediosa exposición de cosas que ya sabía (mientras yacía en una de las camas de examinación de tan opulento establecimiento) y un piquete de algún bicho que brevemente duplicó el tamaño de mi mano izquierda; algo completamente sobrante inclusive a mis requerimientos pre-cancerosos, pero una gran irritación para alguien con un sistema inmune químicamente corroído.


Con todo y todo, este es un tiempo exhilarante y melancólico para tener cáncer como el que tengo. Exhilarante, porque mi oncólogo calmado y erudito, el Dr. Frederick Smith, puede diseñar un coctel químico que ya ha reducido algunos de mis tumores secundarios, y puede ajustar dicho coctel para minimizar ciertos feos malos efectos. Eso hubiera sido imposible cuando Updike escribió su libro, o cuando Nixon proclamó su “guerra”. Pero melancólicos, también, porque nuevas cimas en la medicina se están irguiendo y se avistan nuevos tratamientos, pero muy seguramente demasiado tarde para mí.
    Por ejemplo, me entusiasmó saber sobre un nuevo “protocolo de inmunoterapia,” desarrollado por los doctores Steven Rosenberg y Nicholas Restifo en el Instituto Nacional del Cáncer. De hecho, la palabra “entusiasmo” se queda corta. Estuve muy emocionado. Hoy es posible remover células T de la sangre, someterlas a un proceso de ingeniería genética, y luego reinyectarlas para atacar al tumor. “Algo de esto podría sonar como medicina de la era espacial,” escribió el Dr. Restifo, como si él también hubiera estado leyendo a Updike, “pero ya hemos tratado a más de 100 pacientes con células T modificadas genéticamente, incluyendo a 20 pacientes usando la misma estrategia que sugiero pueda aplicarse a su caso.” Había un problema, e involucraba una correspondencia. Mi tumor tenía que expresar una proteína llamada NY-ESO-1, y mis células inmunes debían tener una molécula llamada HLA-A2. Con este par, el sistema inmune se podría cargar para resistir el tumor. Las posibilidades se veían buenas, en cuanto a que la mitad de aquellos con genes europeos o caucásicos tienen esas moléculas. ¡Y mi tumor sí resultó tener la proteína! Pero mis células inmunes no resultaron ser lo suficientemente “caucásicas”. Otros experimentos están en revisión por la FDA, pero tengo algo de prisa, y no puedo olvidar la sensación de aplanamiento cuando me dieron la noticia.
    Quizá sea lo mejor dejar estas falsas esperanzas atrás pronto: fue en la misma semana que se me dijo que no tenía ninguna de las mutaciones en mi tumor de las necesarias para ser candidato a cualquier terapia “dirigida” actualmente disponible. Una o dos noches después, me escribieron unos 50 amigos, porque en el programa 60 Minutos había salido un segmento sobre “ingeniería de tejido,” por medio de células madre, de un hombre con cáncer en el esófago. Fue efectivamente conducido a “crearse” uno nuevo. Emocionado, contacté a mi amigo, el Dr. Francis Collins, padre del tratamiento genético, quien gentilmente pero con firmeza me dijo que mi cáncer estaba demasiado esparcido más allá de mi esófago para ser tratado por tales medios.
    Analizando la tristeza que desarrollé durante esos míseros siete días, descubrí que me sentí timado además que decepcionado. “Hasta que hayas hecho algo por la humanidad,” escribió el gran educador americano, Horace Mann, “deberías sentirte avergonzado de morir.” Felizmente me hubiera ofrecido como sujeto experimental para nuevas drogas o cirugías, claro, en parte por la esperanza de que pudieran salvarme, pero también por el principio de Mann. Y ni siquiera califiqué para esa aventura. Así que debo andar laboriosamente adelante con la rutina de quimioterapia y, si da resultado, agregarle radiación y quizá el muy discutido CiberKnife [CiberCuchillo, N. del T.] para una intervención quirúrgica: ambas de estas opciones son casi milagrosas comparadas con el pasado reciente.


Hay una esperanza más remota que quisiera intentar, aunque su eficacia está en los límites más lejanos de la probabilidad. Probaré tener todo mi ADN secuenciado, junto con el genoma de mi tumor. Francis Collins fue típicamente sobrio sobre su evaluación de la utilidad de esto. Si las dos secuencias podían obtenerse, me escribió, “podría ser claramente determinado qué mutaciones se presentaron en el cáncer y lo están haciendo crecer. El potencial de encontrar mutaciones que lleven a una nueva idea terapéutica es incierto—esto está en la frontera de la investigación sobre el cáncer.” Parcialmente por esa razón, me aconsejó, el costo de hacerlo también sería muy exorbitante por el momento. Pero al juzgar por mi correspondencia, prácticamente todo mundo en este país ha tenido cáncer o tiene un amigo o familiar que ha sido víctima de él. Así que quizá logre contribuir un poco a engrandecer el conocimiento que ayudará a generaciones futuras.


Digo “quizá” en parte porque Francis ahora ha tenido que dejar mucho de su trabajo pionero para defender a su profesión de un bloqueo legal de la línea más prometedora de sus esfuerzos. Inclusive mientras él y yo teníamos esas conversaciones en parte exhilarantes y en parte deprimentes, el mes de agosto pasado un juez federal en Washington, D.C., ordenó frenar todo gasto gubernamental en la investigación de células madre embrionales. El juez Royce Lamberth estaba respondiendo a una demanda de dos entusiastas de la llamada Enmienda Dickey-Wicker, nombrada así por el dúo republicano que en 1995 logró prohibir inversión federal en cualquier investigación que involucrara un embrión humano.
    Como un cristiano creyente, Francis es quisquilloso acerca de la creación de estos cúmulos de células no-conscientes para propósitos de investigación (como, si le importa a usted, también yo), pero estaba esperando que buenas obras salieran del uso de embriones ya existentes, creados originalmente para fertilización in vitro. Estos embriones no iban a ningún lado de todos modos. ¡Pero ahora, maniáticos religiosos luchan por prohibir inclusive su uso, que pudiera ayudar a lo que algunos de esos maniáticos considerarían los compañeros humanos de esos embriones! Los patrocinadores legales de estas tonterías pseudocientíficas deberían estar avergonzados de vivir, y sobre todo morir. Si usted quiere tomar parte en la “guerra” contra el cáncer, y contra otras terribles aflicciones también, entonces únase a la batalla contra su estupidez letal.