lunes, 30 de abril de 2012

Hitchens Sobre el Cáncer, Parte 4


Verdades Calladas
Christopher Hitchens
Junio, 2011


He visto el momento de mi grandeza parpadear,
Y he visto al eterno Enterrador tomar mi abrigo, y burlarse,
Y, en breve, tuve miedo.
-T.S. Eliot, “La Canción de Amor de J. Alfred Prufrock.”


Como tantas de las variadas experiencias de la vida, la novedad de un diagnóstico de un cáncer maligno tiene una tendencia a desgastarse. Las cosas palidecen, e inclusive se vuelven banales. Uno puede acostumbrarse al espectro del eterno Enterrador, como un tipo viejo y aburrido acechando en el pasillo al final de la velada, esperando la oportunidad de tomar la palabra. Y no me quejo mucho de que me cuide el abrigo en esa manera, como si mudamente me recordara que es tiempo de que me vaya. No, es su burla lo que me deprime.
   De manera demasiado regular, la enfermedad me da un especial del día, o un sabor del mes. Pueden ser rozaduras o úlceras, en la lengua o en la boca. ¿O por qué no un toque de la neuropatía perimetral, incluyendo pies adormecidos y helados? La existencia diaria se vuelve una cosa infantil, medida no en cucharadas de café Prufrock's, sino en pequeñísimas dosis de nutrientes, acompañadas por alentadores sonidos de testigos, o solemnes discusiones sobre las operaciones del sistema digestivo llevadas con desconocidas maternales. En los días menos buenos, me siento como el puerquito con la pata de madera perteneciente a la sadísticamente sentimental familia que solamente aguantaba comérselo un pedazo a la vez. Excepto que el cáncer no es tan... considerado.
Lo que más me ha inducido a la depresión y alarma, por mucho, ha sido el momento en que mi voz se hizo tan aguda como la de un niño (o quizá un lechoncillo). Después comenzó a registrar por todos lados, desde un susurro gutural hasta un berrido melancólico. Y a veces amenazaba, y ahora amenaza casi diario, con desaparecer por completo. Acababa de regresar de dar un par de discursos en California, donde con la ayuda de morfina y adrenalina todavía pude “proyectar” mis pronunciaciones, cuando hice un intento de llamar un taxi desde fuera de mi casa—y nada sucedió. Me quedé congelado, como un gato que acababa de perder su maullido. Solía ser capaz de detener un taxi de Nueva York a 30 pasos. También podía, sin la ayuda de un micrófono, alcanzar la fila de atrás de un salón de debates abarrotado. Y puede no ser algo qué presumir, pero la gente me decía que si su televisión o radio estaban encendidos, inclusive en otra habitación, siempre podían reconocer mi voz.
    Como la propia salud, la pérdida de tal cosa no puede ser imaginada hasta que ocurre. Como todos los demás, he jugado versiones del juego juvenil “¿Qué preferirías?”, en el cuál se debate si la ceguera o la sordera sería la más represiva. Pero no recuerdo haber especulado acerca de quedar mudo. Estar privado de la habilidad de hablar es más como un ataque de impotencia, o la amputación de parte de la personalidad. En un alto grado, en público y en privado, yo “era” mi voz. Todos los rituales de etiqueta y conversación, desde aclarar la garganta en preparación para contar un chiste largo y desgastante, hasta (en días más jóvenes) tratar de hacer mis propuestas más persuasivas bajando de tono una octava, eran natos y esenciales para mí. Nunca he sido capaz de cantar, pero pude alguna vez recitar poesía y citar prosa y a veces hasta se me pedía hacerlo. Y la precisión es todo: el exquisito momento en que uno puede divagar para contar una historia, o hacer de una línea un chiste, o ridiculizar a un oponente. Yo vivía por momentos como esos. Ahora, si quiero entrar en conversación, debo atraer la atención de algún otro modo, y vivir con el horrible hecho de que la gente escucha “con simpatía”. Por lo menos no tienen que poner atención demasiado tiempo; no puedo durar mucho y de todos modos no lo soporto.


Cuando uno enferma, la gente manda discos. A menudo, en mi experiencia, éstos son de Leonard Cohen. Así que recientemente me aprendí una canción, llamada “Si Es Tu Voluntad.” Es un poco empalagosa, pero es interpretada hermosamente y comienza así:
    Si es tu voluntad,
    Que no hable más;
    Y que mi voz quede quieta,
    Como era antes...
    Encuentro que es mejor no escuchar esto cuando es tarde. Leonard Cohen es inimaginable sin, e indistinguible de, su voz. (Ahora dudo que pudiera soportar escuchar esa canción cantada por alguien más.) En cierto modo, me digo, podría arreglármelas comunicándome solo por escrito. Pero esto es solo por mi edad. Si hubiera sido robado de mi voz antes, dudo que hubiera podido lograr mucho en las páginas. Le debo mucho a Simon Hoggart de The Guardian (hijo del autor de Los Usos de la Alfabetización), quien hace unos 35 años me dijo que un artículo mío estaba bien argumentado pero aburrido, y me aconsejó que procurara “escribir más como hablas.” En aquel momento, quedé aturdido por la acusación de ser aburrido y nunca le agradecí apropiadamente, pero con el tiempo aprecié que mi temor a viciar la escritura con el pronombre personal era en sí una forma de vicio.
    A mis grupos de redacción les solía decir que cualquiera que pudiera hablar también podía escribir. Habiendo levantado sus ánimos con esta escalera fácil de asir, entonces la reemplacé con una enorme serpiente: “¿Cuánta gente en esta clase puede hablar? ¿Digo, realmente hablar?” Eso tenía su efecto debidamente desmoralizante. Les dije que leyeran cada composición en voz alta, preferiblemente a un amigo de confianza. Las reglas eran generalmente las mismas: evitar expresiones trilladas (como la plaga, diría William Safire) y las repeticiones. No decir que de niño su abuela les solía leer, a menos que en ese estado de su vida ella realmente fuera un niño, en cual caso seguramente habían desperdiciado una mejor introducción. Si algo vale la pena escuchar, muy probablemente vale la pena leer. Así que, sobre todo: encuentren su propia voz.


El cumplido más satisfactorio que un lector puede hacerme es decir que él o ella se siente aludido personalmente. Piense en sus propios autores favoritos y vea si no es precisamente esa una de las cosas que lo atraen, muchas veces sin que usted se dé cuenta. Una buena conversación es el único equivalente humano: el caer en cuenta de que se están logrando y entendiendo puntos decentes, que la ironía está en juego, y la elaboración, y que el comentario soso u obvio sería casi físicamente doloroso. Es así como la filosofía evolucionó en el simposium, antes de que fuera escrita. Y la poesía inició con la voz como su único reproductor y el oído como su única grabadora. De hecho, no sé de ningún escritor realmente bueno que estuviera sordo, tampoco. ¿Cómo uno podría llegar, inclusive con la inteligente autoría de Abbé de l'Épée, a apreciar las minúsculas punzadas y el éxtasis de sofisticación que la voz bien entonada imparte? Henry James y Joseph Conrad acabaron dictando sus últimas novelas—lo que debe contar como uno de los logros vocales más grandes de todos los tiempos, a pesar de que pudieran beneficiarse de que les leyeran algunos pasajes para verificar—y Saul Bellow dictó buena parte de El Regalo de Humboldt. Sin nuestro correspondiente sentido del idiolecto, la estampa de cómo un individuo realmente habla y, por lo tanto, escribe, seríamos privados de todo un continente de simpatía humana, y de sus placeres menores como la mímica y la parodia.


Más solemnemente: “Todo lo que tengo es una voz,” escribió W.H. Auden en “Septiembre 1, 1939,” su intento agonizado de comprender y resistir el triunfo de la maldad radical. “¿Quién puede alcanzar a los sordos?” preguntó desesperadamente. “¿Quién puede hablar por los mudos?” Casi al mismo tiempo, la Nobel judío-alemana Nelly Sachs encontró que la aparición de Hitler le había ocasionado quedar literalmente sin palabras: robada de su voz por la severa negación de todos sus valores. Nuestros propios idiomas cotidianos preservan la idea, cuan tenuamente: cuando un servidor público devoto muere, los obituarios frecuentemente dicen que era una “voz” para los no escuchados.
    De la garganta humana también pueden emerger terribles venenos: berridos, aburrimientos, quejidos, gritos, incitaciones (“la más huracanada basura militante,” como Auden lo fraseó en el mismo poema), e inclusive burlas. Es la oportunidad de oponer voces fijas y pequeñas contra este torrente de balbuceos y ruido, las voces del ingenio y modestia, por las cuales uno añora. Todos los mejores momentos de sabiduría y amistad, de la “Apología” de Platón para Sócrates hasta La Vida de Johnson de Boswelli, resuenan con los orados, improvisados momentos de interjuego de razón y especulación. Es en compromisos como estos, en competencia y comparación con otros, que uno puede esperar encontrar lo elusivo, un mot juste mágico. Para mí, recordar una amistad es recordar esas conversaciones que parecía un pecado interrumpir: aquellas que hacían del sacrificio del día siguiente algo trivial. Ésa fue la manera que Calimaco escogió recordar a su querido Heráclito:
    Me dijeron, Heráclito; me dijeron que estabas muerto.
    Me trajeron a escuchar amargas noticias, y lloré amargamente.
    Lloré cuando recordé qué tan seguido tú y yo 
    Habíamos cansado al sol conversando, y lo mandamos a su ocaso.
De hecho, aclama la inmortalidad de su amigo por la dulzura de sus tonos:
    Aún están tus voces agradables, tus ruiseñores, despiertos;
    Porque la Muerte, se ha llevado todo, pero a ellos no se los puede llevar.
    Quizá demasiada esperanza en esa línea concluyente...


En la literatura médica, la cuerda vocal es un mero doblez, una pieza de cartílago que intenta estirarse y tocar a su gemelo, así produciendo la posibilidad de efectos de sonido. Pero siento que debe haber una relación profunda con la palabra “cuerda”: la vibración resonante que puede revolver la memoria, producir música, evocar amor, traer lágrimas, mover públicos a la lástima y las masas a la pasión. Podremos no ser, como hemos presumido, los únicos animales capaces de hablar. Pero somos los únicos que pueden desplegar comunicación vocal por placer y recreación pura, combinándose con nuestras otras presunciones de razón y humor, para producir síntesis más elevadas. Perder esta habilidad es ser privado de todo un rango de facultades: es morirse más de un poco.
    Mi mayor consolación en este año de vivir muriendo ha sido la presencia de amigos. Ya no puedo comer o beber por pacer, así que cuando ofrecen darse una vuelta es solo por la bendecida oportunidad de hablar. Algunos de estos camaradas fácilmente pueden llenar un salón con clientes ávidos de oírlos hablar: son oradores con los que es un privilegio simplemente seguirles el paso. Ahora, por lo menos puedo escucharlos gratis. ¿Pueden venir a verme? Sí, pero solo en cierto modo. Ahora, todos los días voy a una sala de espera, y veo las terribles noticias desde Japón en el cable (generalmente con subtítulos, para torturarme un poco) y espero a que una alta dosis de protones sea proyectada a mi cuerpo a dos tercios la velocidad de la luz. ¿Qué esperanza tengo? Si no una cura, entonces una remisión. ¿Y qué quiero a cambio? En la más hermosa oposición de dos de las palabras más simples de nuestro lenguaje: libertad de expresión.