lunes, 30 de abril de 2012

Hitchens Sobre el Cáncer, Parte 4


Verdades Calladas
Christopher Hitchens
Junio, 2011


He visto el momento de mi grandeza parpadear,
Y he visto al eterno Enterrador tomar mi abrigo, y burlarse,
Y, en breve, tuve miedo.
-T.S. Eliot, “La Canción de Amor de J. Alfred Prufrock.”


Como tantas de las variadas experiencias de la vida, la novedad de un diagnóstico de un cáncer maligno tiene una tendencia a desgastarse. Las cosas palidecen, e inclusive se vuelven banales. Uno puede acostumbrarse al espectro del eterno Enterrador, como un tipo viejo y aburrido acechando en el pasillo al final de la velada, esperando la oportunidad de tomar la palabra. Y no me quejo mucho de que me cuide el abrigo en esa manera, como si mudamente me recordara que es tiempo de que me vaya. No, es su burla lo que me deprime.
   De manera demasiado regular, la enfermedad me da un especial del día, o un sabor del mes. Pueden ser rozaduras o úlceras, en la lengua o en la boca. ¿O por qué no un toque de la neuropatía perimetral, incluyendo pies adormecidos y helados? La existencia diaria se vuelve una cosa infantil, medida no en cucharadas de café Prufrock's, sino en pequeñísimas dosis de nutrientes, acompañadas por alentadores sonidos de testigos, o solemnes discusiones sobre las operaciones del sistema digestivo llevadas con desconocidas maternales. En los días menos buenos, me siento como el puerquito con la pata de madera perteneciente a la sadísticamente sentimental familia que solamente aguantaba comérselo un pedazo a la vez. Excepto que el cáncer no es tan... considerado.
Lo que más me ha inducido a la depresión y alarma, por mucho, ha sido el momento en que mi voz se hizo tan aguda como la de un niño (o quizá un lechoncillo). Después comenzó a registrar por todos lados, desde un susurro gutural hasta un berrido melancólico. Y a veces amenazaba, y ahora amenaza casi diario, con desaparecer por completo. Acababa de regresar de dar un par de discursos en California, donde con la ayuda de morfina y adrenalina todavía pude “proyectar” mis pronunciaciones, cuando hice un intento de llamar un taxi desde fuera de mi casa—y nada sucedió. Me quedé congelado, como un gato que acababa de perder su maullido. Solía ser capaz de detener un taxi de Nueva York a 30 pasos. También podía, sin la ayuda de un micrófono, alcanzar la fila de atrás de un salón de debates abarrotado. Y puede no ser algo qué presumir, pero la gente me decía que si su televisión o radio estaban encendidos, inclusive en otra habitación, siempre podían reconocer mi voz.
    Como la propia salud, la pérdida de tal cosa no puede ser imaginada hasta que ocurre. Como todos los demás, he jugado versiones del juego juvenil “¿Qué preferirías?”, en el cuál se debate si la ceguera o la sordera sería la más represiva. Pero no recuerdo haber especulado acerca de quedar mudo. Estar privado de la habilidad de hablar es más como un ataque de impotencia, o la amputación de parte de la personalidad. En un alto grado, en público y en privado, yo “era” mi voz. Todos los rituales de etiqueta y conversación, desde aclarar la garganta en preparación para contar un chiste largo y desgastante, hasta (en días más jóvenes) tratar de hacer mis propuestas más persuasivas bajando de tono una octava, eran natos y esenciales para mí. Nunca he sido capaz de cantar, pero pude alguna vez recitar poesía y citar prosa y a veces hasta se me pedía hacerlo. Y la precisión es todo: el exquisito momento en que uno puede divagar para contar una historia, o hacer de una línea un chiste, o ridiculizar a un oponente. Yo vivía por momentos como esos. Ahora, si quiero entrar en conversación, debo atraer la atención de algún otro modo, y vivir con el horrible hecho de que la gente escucha “con simpatía”. Por lo menos no tienen que poner atención demasiado tiempo; no puedo durar mucho y de todos modos no lo soporto.


Cuando uno enferma, la gente manda discos. A menudo, en mi experiencia, éstos son de Leonard Cohen. Así que recientemente me aprendí una canción, llamada “Si Es Tu Voluntad.” Es un poco empalagosa, pero es interpretada hermosamente y comienza así:
    Si es tu voluntad,
    Que no hable más;
    Y que mi voz quede quieta,
    Como era antes...
    Encuentro que es mejor no escuchar esto cuando es tarde. Leonard Cohen es inimaginable sin, e indistinguible de, su voz. (Ahora dudo que pudiera soportar escuchar esa canción cantada por alguien más.) En cierto modo, me digo, podría arreglármelas comunicándome solo por escrito. Pero esto es solo por mi edad. Si hubiera sido robado de mi voz antes, dudo que hubiera podido lograr mucho en las páginas. Le debo mucho a Simon Hoggart de The Guardian (hijo del autor de Los Usos de la Alfabetización), quien hace unos 35 años me dijo que un artículo mío estaba bien argumentado pero aburrido, y me aconsejó que procurara “escribir más como hablas.” En aquel momento, quedé aturdido por la acusación de ser aburrido y nunca le agradecí apropiadamente, pero con el tiempo aprecié que mi temor a viciar la escritura con el pronombre personal era en sí una forma de vicio.
    A mis grupos de redacción les solía decir que cualquiera que pudiera hablar también podía escribir. Habiendo levantado sus ánimos con esta escalera fácil de asir, entonces la reemplacé con una enorme serpiente: “¿Cuánta gente en esta clase puede hablar? ¿Digo, realmente hablar?” Eso tenía su efecto debidamente desmoralizante. Les dije que leyeran cada composición en voz alta, preferiblemente a un amigo de confianza. Las reglas eran generalmente las mismas: evitar expresiones trilladas (como la plaga, diría William Safire) y las repeticiones. No decir que de niño su abuela les solía leer, a menos que en ese estado de su vida ella realmente fuera un niño, en cual caso seguramente habían desperdiciado una mejor introducción. Si algo vale la pena escuchar, muy probablemente vale la pena leer. Así que, sobre todo: encuentren su propia voz.


El cumplido más satisfactorio que un lector puede hacerme es decir que él o ella se siente aludido personalmente. Piense en sus propios autores favoritos y vea si no es precisamente esa una de las cosas que lo atraen, muchas veces sin que usted se dé cuenta. Una buena conversación es el único equivalente humano: el caer en cuenta de que se están logrando y entendiendo puntos decentes, que la ironía está en juego, y la elaboración, y que el comentario soso u obvio sería casi físicamente doloroso. Es así como la filosofía evolucionó en el simposium, antes de que fuera escrita. Y la poesía inició con la voz como su único reproductor y el oído como su única grabadora. De hecho, no sé de ningún escritor realmente bueno que estuviera sordo, tampoco. ¿Cómo uno podría llegar, inclusive con la inteligente autoría de Abbé de l'Épée, a apreciar las minúsculas punzadas y el éxtasis de sofisticación que la voz bien entonada imparte? Henry James y Joseph Conrad acabaron dictando sus últimas novelas—lo que debe contar como uno de los logros vocales más grandes de todos los tiempos, a pesar de que pudieran beneficiarse de que les leyeran algunos pasajes para verificar—y Saul Bellow dictó buena parte de El Regalo de Humboldt. Sin nuestro correspondiente sentido del idiolecto, la estampa de cómo un individuo realmente habla y, por lo tanto, escribe, seríamos privados de todo un continente de simpatía humana, y de sus placeres menores como la mímica y la parodia.


Más solemnemente: “Todo lo que tengo es una voz,” escribió W.H. Auden en “Septiembre 1, 1939,” su intento agonizado de comprender y resistir el triunfo de la maldad radical. “¿Quién puede alcanzar a los sordos?” preguntó desesperadamente. “¿Quién puede hablar por los mudos?” Casi al mismo tiempo, la Nobel judío-alemana Nelly Sachs encontró que la aparición de Hitler le había ocasionado quedar literalmente sin palabras: robada de su voz por la severa negación de todos sus valores. Nuestros propios idiomas cotidianos preservan la idea, cuan tenuamente: cuando un servidor público devoto muere, los obituarios frecuentemente dicen que era una “voz” para los no escuchados.
    De la garganta humana también pueden emerger terribles venenos: berridos, aburrimientos, quejidos, gritos, incitaciones (“la más huracanada basura militante,” como Auden lo fraseó en el mismo poema), e inclusive burlas. Es la oportunidad de oponer voces fijas y pequeñas contra este torrente de balbuceos y ruido, las voces del ingenio y modestia, por las cuales uno añora. Todos los mejores momentos de sabiduría y amistad, de la “Apología” de Platón para Sócrates hasta La Vida de Johnson de Boswelli, resuenan con los orados, improvisados momentos de interjuego de razón y especulación. Es en compromisos como estos, en competencia y comparación con otros, que uno puede esperar encontrar lo elusivo, un mot juste mágico. Para mí, recordar una amistad es recordar esas conversaciones que parecía un pecado interrumpir: aquellas que hacían del sacrificio del día siguiente algo trivial. Ésa fue la manera que Calimaco escogió recordar a su querido Heráclito:
    Me dijeron, Heráclito; me dijeron que estabas muerto.
    Me trajeron a escuchar amargas noticias, y lloré amargamente.
    Lloré cuando recordé qué tan seguido tú y yo 
    Habíamos cansado al sol conversando, y lo mandamos a su ocaso.
De hecho, aclama la inmortalidad de su amigo por la dulzura de sus tonos:
    Aún están tus voces agradables, tus ruiseñores, despiertos;
    Porque la Muerte, se ha llevado todo, pero a ellos no se los puede llevar.
    Quizá demasiada esperanza en esa línea concluyente...


En la literatura médica, la cuerda vocal es un mero doblez, una pieza de cartílago que intenta estirarse y tocar a su gemelo, así produciendo la posibilidad de efectos de sonido. Pero siento que debe haber una relación profunda con la palabra “cuerda”: la vibración resonante que puede revolver la memoria, producir música, evocar amor, traer lágrimas, mover públicos a la lástima y las masas a la pasión. Podremos no ser, como hemos presumido, los únicos animales capaces de hablar. Pero somos los únicos que pueden desplegar comunicación vocal por placer y recreación pura, combinándose con nuestras otras presunciones de razón y humor, para producir síntesis más elevadas. Perder esta habilidad es ser privado de todo un rango de facultades: es morirse más de un poco.
    Mi mayor consolación en este año de vivir muriendo ha sido la presencia de amigos. Ya no puedo comer o beber por pacer, así que cuando ofrecen darse una vuelta es solo por la bendecida oportunidad de hablar. Algunos de estos camaradas fácilmente pueden llenar un salón con clientes ávidos de oírlos hablar: son oradores con los que es un privilegio simplemente seguirles el paso. Ahora, por lo menos puedo escucharlos gratis. ¿Pueden venir a verme? Sí, pero solo en cierto modo. Ahora, todos los días voy a una sala de espera, y veo las terribles noticias desde Japón en el cable (generalmente con subtítulos, para torturarme un poco) y espero a que una alta dosis de protones sea proyectada a mi cuerpo a dos tercios la velocidad de la luz. ¿Qué esperanza tengo? Si no una cura, entonces una remisión. ¿Y qué quiero a cambio? En la más hermosa oposición de dos de las palabras más simples de nuestro lenguaje: libertad de expresión.


lunes, 23 de abril de 2012

Hitchens Sobre el Cáncer, Parte 3


La Señora Modales y la Gran C

Christopher Hitchens
Diciembre, 2010


Desde que fui abatido a media gira de libro este verano, he adorado y aprovechado todas las oportunidades de ponerme al corriente y mantener tantos compromisos como pueda. Debatir y dar conferencias son parte de mi aliento de vida, y tomo grandes bocanadas cada que me sea posible. También disfruto el tiempo cara a cara con usted, el lector, ya sea que traiga una factura por mis libros en mano o no. Pero esto es lo que me sucedió cuando estaba esperando firmar algunas copias de mis memorias en un evento en Manhattan hace unas semanas. Imagínese, si quiere, que estoy sentado en mi mesa, y se me aproxima una mujer de aspecto maternal (un constituyente clave de mi demografía):
    Ella: Siento mucho escuchar que está enfermo.
    Yo: Gracias por decir eso.
    Ella: Un primo mío tuvo cáncer.
    Yo: De veras siento oír eso.
    Ella: [Mientras la fila tras ella se alarga.] Sí, en su hígado.
    Yo: Eso nunca es bueno.
    Ella: Pero desapareció, después de que los doctores le dijeron que era incurable.
    Yo: Bueno, eso es lo que todos queremos.
   Ella: [Con aquellos más atrás de la fila ahora mostrando señales de impaciencia.] Sí. Pero luego regresó, mucho peor que antes.
    Yo: Oh, qué horroroso.
    Ella: Y luego se murió. Fue agonizante. Agonizante. Pareció tomar una eternidad.
    Yo: [Empezando a buscar palabras.]...
    Ella: Claro, él fue un homosexual toda su vida.
    Yo: [No logrando encontrar las palabras, ni queriendo sonar estúpido diciendo “Por supuesto.”]...
    Ella: Y toda su familia lo desheredó. Murió prácticamente solo.
    Yo: Vaya, la verdad no sé qué decir...
    Ella: En fin, quería que supiera que yo entiendo exactamente por lo que usted está pasando.
   Este encuentro me dejó sorprendentemente exhausto, y hubiera estado mejor sin él. Me hizo preguntarme si quizá hubiera lugar para un pequeño manual de etiqueta sobre el cáncer. Esto aplicaría para los que lo padecen y los que simpatizan. Después de todo, no he sido reservado acerca de mi propia enfermedad. Pero tampoco camino por doquier con una playera que diga: PREGÚNTAME SOBRE CÁNCER DEL ESÓFAGO METASTATIZADO DE ESTADO CUATRO, Y SOLO ESO. De hecho, si no me traen noticias de eso y solamente eso, y de qué pudiera pasar cuando también se involucran pulmones y nodos linfáticos, no estoy interesado ni sé nada al respecto. Uno casi desarrolla un cierto elitismo acerca de lo particular de su desorden personal. Entonces, si su historia de primera o segunda mano es de otros órganos, debería considerar contarla escuetamente, o por lo menos más selectivamente. Esta sugerencia aplica tanto para historias intensamente deprimentes—ver arriba—o cuando tengan la intención de generar optimismo: “Mi abuela fue diagnosticada con melanoma terminal del punto G y le dijeron que se iba a morir. Pero resistió y, tras algunas enormes dosis de quimioterapia y radiación, ahora nos mandó una postal desde la cima del Everest.” Nuevamente, su narrativa puede fracasar en su agarre si no se ha tomado el tiempo de averiguar cómo le está yendo (y se está sintiendo) su interlocutor.


Normalmente se considera que la pregunta “¿Cómo estás?” no lo pone a uno bajo juramento de dar una respuesta completa ni honesta. Así que cuando me preguntan en estos días, prefiero decir algo críptico como “Es pronto para decir.” (Si es alguien del personal de la clínica oncológica quien pregunta, a veces llego a decir algo como “Parece que hoy tengo cáncer.”) Nadie quiere que le cuenten los innumerables horrores menores y humillaciones que se convierten en hechos de la vida cuando tu cuerpo pasa de ser un amigo a un enemigo: el aburrido cambio de constipación crónica a su repentino y dramático contrario; la igualmente fea traición de sentir un hambre aguda y temer siquiera al olor de la comida; la miseria absoluta de nausea retorciente de las entrañas y el estómago completamente vacío; ni del descubrimiento patético que la pérdida del cabello se extiende a la pérdida de los vellos dentro de la nariz, y por lo tanto el irritante fenómeno de una nariz suelta permanentemente. Perdón, pero ustedes preguntaron. No es divertido el apreciar completamente la verdad de la propuesta materialista de que no tengo un cuerpo, sino que soy un cuerpo.
    Pero realmente no es posible adoptar una postura de “No preguntes y no te digo” tampoco. Esta es una prescripción para hipocresía y dobles estándares. Amigos y familiares, obviamente, realmente no tienen la opción de no preguntar amablemente. Una manera de calmarlos es ser tan franco con ellos como se pueda y no adoptar ningún eufemismo ni negación. Así que voy al grano y digo cuáles son las probabilidades. La manera más rápida de decir esto es hacerles notar que el problema del cáncer de Estado Cuatro es que no existe el Estado Cinco. Con razón, algunas personas me toman la palbra. Recientemente tuve que aceptar que no podría ir a la boda de mi sobrina, en mi viejo pueblo natal y universidad de Oxford. Esto me deprimió por varias razones, y un amigo especialmente cercano me preguntó: “¿Es porque no vas a volver a ver Inglaterra?” De hecho, él tenía toda la razón en preguntar, y había sido precisamente eso lo que me estaba molestando, pero estuve muy sorprendido por su franqueza. Yo enfrentaré la dura verdad, gracias. No lo vayas a hacer tú también. Y sin embargo, yo había invitado la pregunta. Diciéndole a alguien más que después de algunos análisis más y tratamientos, pudiera ser que los doctores me dijeran que solo bastaba “manejar” la situación, nuevamente fui fulminado cuando me dijeron “Sí, supongo que llega un momento en que te tienes que dejar ir.” Qué cierto, y qué conciso resumen de lo que yo acababa de decir. Pero de nuevo, hubo una irracional urgencia de tener un monopolio, una especie de poder de veto, sobre lo que se podía decir y lo que no. Ser víctima del cáncer tiene una tentación permanente de caer en el egocentrismo e inclusive el solipsismo.


Entonces, mi manual de etiqueta propuesto impondría deberes a mí además de a aquellos que dicen demasiado o demasiado poco, en un intento de cubrir la torpeza inevitable en las relaciones diplomáticas entre Pueblo Tumor y sus vecinos. Si quiere un ejemplo de cómo no ser un enviado del anterior, entonces le ofrezco el video y el libro de The Last Lecture [La Última Lectura, N. Del T.]. Sería de mal gusto decir que esto—un adiós pre-grabado por el profesor Randy Pausch—se volvió “viral” en el Internet, pero así ha sido. Debería tener su propia advertencia de salud: tan azucarado que podría necesitar una inyección de insulina para soportarlo. Pausch solía trabajar para Disney y se nota. Incluyó una sección en defensa del cliché, sin omitir: “Aparte de eso, señora Lincoln, ¿cómo estuvo la obra?” Las palabras “niño” o “niñez” y “sueño” se usan como si por primera vez. (“Cualquiera que use 'infancia' y 'sueño' en la misma oración usualmente se gana mi atención.”) Pausch enseñó en Carnegie Mellon, pero da la impresión de Dale Carnegie. (“Las paredes de ladrillo están ahí por una razón... para darnos una oportunidad de mostrar qué tanto queremos algo.”) Claro, uno no tiene que leer el libro de Pausch, pero muchos estudiantes y colegas sí tuvieron que ir a la plática, en la que Pausch hizo lagartijas, mostró algunos videos caseros, posó para la cámara y en general balbuceó sin fin. Pensé que sería una ofensa el ser atroz y antipático en circunstancias en las que el público está moralmente obligado a simpatizar. Esta fue tanto una intrusión, a su manera, como la de la maternal fiscal con la que comencé. A medida que las poblaciones de Pueblo Tumor y Pueblo Sano aumenten e “interactúen,” hay una creciente necesidad de reglas de juego que eviten que nos inflijamos uno sobre el otro.


lunes, 16 de abril de 2012

Hitchens sobre el cáncer, Parte 2


Pueblo Tumor

Christopher Hitchens
Noviembre, 2010


Supongo que ella debe cuidarse, ponerse en congelación, y dentro de uno o dos años seguramente habrá sido desarrollada una pastilla que cure esto como un resfriado. Ya tenemos, sabes, algunas de estas cortisonas; pero el doctor nos dice que no saben si los efectos secundarios puedan ser peores. Tú sabes, la gran C. Yo digo que hay que intentar, con tantos avances ya están por vencer al cáncer de todos modos, y con estos trasplantes pronto podrán reemplazar todas tus entrañas.
-El Sr. Angstrom, en la novela Rabbit Redux (1971) de John Updike.


La novela de Updike se situó en lo que se pudieran llamar los años optimistas de la administración de Nixon: los tiempos de la misión Apollo y el nacimiento de aquella expresión triunfal americana que comienza: “Si podemos poner un hombre en la luna...” En enero de 1971, los senadores Kennedy y Javits promovieron el “Acto de Conquista del Cáncer,” y para diciembre de ese año Richard Nixon había firmado algo parecido como ley, junto con enormes apropiaciones federales. Se hablaba de una “Guerra Contra el Cáncer.”
    Cuatro décadas después, aquellas otras guerras “gloriosas”, contra la pobreza, las drogas y el terrorismo, se combinan para mofarse de tal retórica y, tan seguido como se me alienta a “combatir” mi propio tumor, no puedo evadir la sensación de que es el cáncer el que me combate a mí. El temor con el que se discute—“la gran C”—es todavía casi supersticioso. También lo son las murmuradas esperanzas de un nuevo tratamiento o cura.
    En su famoso ensayo sobre Hollywood, Pauline Kael lo describió como un lugar en el que se podía morir de entusiasmo. Eso todavía puede ser cierto; en Pueblo Tumor, a veces uno siente que se va a morir de tantos consejos. Muchos vienen gratuitos y sin ser solicitados. Me dicen que, con premura, debo ingerir la esencia granulada de la pepita de durazno(¿o acaso chabacano?), un remedio conocido en civilizaciones antiguas pero suprimido por los ambiciosos doctores modernos. Otro corresponsal me urge a consumir grandes porciones de suplementos de testosterona, quizá para ayudar con la moral. O, también me dicen, debo encontrar maneras de abrir ciertos chakras y ponerme en el estado mental receptivo apropiado. Dietas completamente vegetarianas serían todo lo que requeriría para esta experiencia. Y no se rían del pobre Sr. Angstrom: alguien me ha escrito de una universidad famosa para sugerir que debo ser criogénicamente congelado y esperar el día de la cura. (Cuando no le respondí, recibí una segunda misiva, sugiriendo que por lo menos congelara mi cerebro para ser apreciado por la posteridad. Vaya, quiero decir, muchas gracias.) En contra de todo esto, recibí una nota de un amigo en Cheyenne, diciendo que todos aquellos que conoció que recurrieron a remedios tribales murieron casi inmediatamente, y sugirió que si se me ofrecían remedios indígenas debería “moverme en la dirección contraria rápidamente”. Algunos consejos sí pueden tomarse.
    Inclusive en el mundo de la sanidad y la modernidad, sin embargo, frecuentemente no se pueden tomar. Gente extremadamente bien informada se comunica para insistir en que solamente hay un doctor o una clínica. Estos doctores y clínicas están tan dispersos como Cleveland y Kyoto. Inclusive si tuviera un avión propio, nunca estaría seguro de haberlos probado todos. Los ciudadanos de Pueblo Tumor siempre son sosegados con curas y rumores de curas. De hecho, sí me llevé a un gran palacio de clínica en la parte más opulenta de una ciudad pobre que no nombraré, porque todo lo que obtuve fue una larga y tediosa exposición de cosas que ya sabía (mientras yacía en una de las camas de examinación de tan opulento establecimiento) y un piquete de algún bicho que brevemente duplicó el tamaño de mi mano izquierda; algo completamente sobrante inclusive a mis requerimientos pre-cancerosos, pero una gran irritación para alguien con un sistema inmune químicamente corroído.


Con todo y todo, este es un tiempo exhilarante y melancólico para tener cáncer como el que tengo. Exhilarante, porque mi oncólogo calmado y erudito, el Dr. Frederick Smith, puede diseñar un coctel químico que ya ha reducido algunos de mis tumores secundarios, y puede ajustar dicho coctel para minimizar ciertos feos malos efectos. Eso hubiera sido imposible cuando Updike escribió su libro, o cuando Nixon proclamó su “guerra”. Pero melancólicos, también, porque nuevas cimas en la medicina se están irguiendo y se avistan nuevos tratamientos, pero muy seguramente demasiado tarde para mí.
    Por ejemplo, me entusiasmó saber sobre un nuevo “protocolo de inmunoterapia,” desarrollado por los doctores Steven Rosenberg y Nicholas Restifo en el Instituto Nacional del Cáncer. De hecho, la palabra “entusiasmo” se queda corta. Estuve muy emocionado. Hoy es posible remover células T de la sangre, someterlas a un proceso de ingeniería genética, y luego reinyectarlas para atacar al tumor. “Algo de esto podría sonar como medicina de la era espacial,” escribió el Dr. Restifo, como si él también hubiera estado leyendo a Updike, “pero ya hemos tratado a más de 100 pacientes con células T modificadas genéticamente, incluyendo a 20 pacientes usando la misma estrategia que sugiero pueda aplicarse a su caso.” Había un problema, e involucraba una correspondencia. Mi tumor tenía que expresar una proteína llamada NY-ESO-1, y mis células inmunes debían tener una molécula llamada HLA-A2. Con este par, el sistema inmune se podría cargar para resistir el tumor. Las posibilidades se veían buenas, en cuanto a que la mitad de aquellos con genes europeos o caucásicos tienen esas moléculas. ¡Y mi tumor sí resultó tener la proteína! Pero mis células inmunes no resultaron ser lo suficientemente “caucásicas”. Otros experimentos están en revisión por la FDA, pero tengo algo de prisa, y no puedo olvidar la sensación de aplanamiento cuando me dieron la noticia.
    Quizá sea lo mejor dejar estas falsas esperanzas atrás pronto: fue en la misma semana que se me dijo que no tenía ninguna de las mutaciones en mi tumor de las necesarias para ser candidato a cualquier terapia “dirigida” actualmente disponible. Una o dos noches después, me escribieron unos 50 amigos, porque en el programa 60 Minutos había salido un segmento sobre “ingeniería de tejido,” por medio de células madre, de un hombre con cáncer en el esófago. Fue efectivamente conducido a “crearse” uno nuevo. Emocionado, contacté a mi amigo, el Dr. Francis Collins, padre del tratamiento genético, quien gentilmente pero con firmeza me dijo que mi cáncer estaba demasiado esparcido más allá de mi esófago para ser tratado por tales medios.
    Analizando la tristeza que desarrollé durante esos míseros siete días, descubrí que me sentí timado además que decepcionado. “Hasta que hayas hecho algo por la humanidad,” escribió el gran educador americano, Horace Mann, “deberías sentirte avergonzado de morir.” Felizmente me hubiera ofrecido como sujeto experimental para nuevas drogas o cirugías, claro, en parte por la esperanza de que pudieran salvarme, pero también por el principio de Mann. Y ni siquiera califiqué para esa aventura. Así que debo andar laboriosamente adelante con la rutina de quimioterapia y, si da resultado, agregarle radiación y quizá el muy discutido CiberKnife [CiberCuchillo, N. del T.] para una intervención quirúrgica: ambas de estas opciones son casi milagrosas comparadas con el pasado reciente.


Hay una esperanza más remota que quisiera intentar, aunque su eficacia está en los límites más lejanos de la probabilidad. Probaré tener todo mi ADN secuenciado, junto con el genoma de mi tumor. Francis Collins fue típicamente sobrio sobre su evaluación de la utilidad de esto. Si las dos secuencias podían obtenerse, me escribió, “podría ser claramente determinado qué mutaciones se presentaron en el cáncer y lo están haciendo crecer. El potencial de encontrar mutaciones que lleven a una nueva idea terapéutica es incierto—esto está en la frontera de la investigación sobre el cáncer.” Parcialmente por esa razón, me aconsejó, el costo de hacerlo también sería muy exorbitante por el momento. Pero al juzgar por mi correspondencia, prácticamente todo mundo en este país ha tenido cáncer o tiene un amigo o familiar que ha sido víctima de él. Así que quizá logre contribuir un poco a engrandecer el conocimiento que ayudará a generaciones futuras.


Digo “quizá” en parte porque Francis ahora ha tenido que dejar mucho de su trabajo pionero para defender a su profesión de un bloqueo legal de la línea más prometedora de sus esfuerzos. Inclusive mientras él y yo teníamos esas conversaciones en parte exhilarantes y en parte deprimentes, el mes de agosto pasado un juez federal en Washington, D.C., ordenó frenar todo gasto gubernamental en la investigación de células madre embrionales. El juez Royce Lamberth estaba respondiendo a una demanda de dos entusiastas de la llamada Enmienda Dickey-Wicker, nombrada así por el dúo republicano que en 1995 logró prohibir inversión federal en cualquier investigación que involucrara un embrión humano.
    Como un cristiano creyente, Francis es quisquilloso acerca de la creación de estos cúmulos de células no-conscientes para propósitos de investigación (como, si le importa a usted, también yo), pero estaba esperando que buenas obras salieran del uso de embriones ya existentes, creados originalmente para fertilización in vitro. Estos embriones no iban a ningún lado de todos modos. ¡Pero ahora, maniáticos religiosos luchan por prohibir inclusive su uso, que pudiera ayudar a lo que algunos de esos maniáticos considerarían los compañeros humanos de esos embriones! Los patrocinadores legales de estas tonterías pseudocientíficas deberían estar avergonzados de vivir, y sobre todo morir. Si usted quiere tomar parte en la “guerra” contra el cáncer, y contra otras terribles aflicciones también, entonces únase a la batalla contra su estupidez letal.


jueves, 12 de abril de 2012

Dos Meses de Ser Diabético


Fue el 12 de febrero pasado que fui a dar a un hospital cercano a mi casa, aquejado por diversos malestares. Desde ese mismo día sospecharon los médicos que era diabético, hecho que confirmaron al día siguiente con los resultados de varios estudios. Desde entonces—y para siempre—, mi vida ha cambiado en diversas maneras.
    Antes que nada, hay que señalar que soy diabético del tipo 1, que es, por mucho, menos común que el tipo 2 (algo así como 19 de cada 20 diabéticos son tipo 2). Esto significa que me he quedado sin producción de insulina en mi páncreas, debido a una reacción auto-inmune. No está claro qué la desencadenó, pero se sospecha de una infección viral. Mi sistema inmune no reaccionó apropiadamente y destruyó células del páncreas junto con el bicho invasor. No hay forma conocida de curar la diabetes—a pesar de varios mitos en la cultura popular—, y es una enfermedad que provoca, si no se controla adecuadamente, complicaciones severas a largo plazo. En el caso de diabéticos tipo 1 como yo, es necesario inyectar la insulina varias veces al día (desde dos hasta cuatro o más), para sustituir la insulina que el páncreas ha dejado de producir.

* * *

Hay un aspecto irónico de mi enfermedad y subsecuente cambio en mi estilo de vida: ahora soy mucho más sano. De hecho, he cambiado mi alimentación de manera radical y tomo más en serio la necesidad de hacer ejercicio. No solamente están controlados mis niveles de glucosa, sino también mis triglicéridos y colesterol. Mi peso está prácticamente en su punto ideal, y pantalones que estaban al borde de ser retirados de circulación ahora tienen una esperanza de vida renovada, y hasta necesitan de un cinturón. Aparte de la diabetes, solamente hay un punto en donde no parece estar funcionando al cien por ciento mi cuerpo. Todavía es pronto para saber, por aquello de que mis niveles hormonales han estado fluctuando mucho últimamente, pero los análisis más recientes indican que mis riñones funcionan a tres cuartas partes de su funcionamiento mínimo ideal. Mi médico me dice que esto no es de preocuparse, que se pueden vivir muchos años sanos con esa función renal, y que además habría que hacer más exámenes en unos meses para poder estar seguros. Lo que es definitivo es que la causa no puede ser mi diabetes, porque apenas llevo unos meses y ese tipo de daño toma años. Así que solo queda esperar y no preocuparse. Se dice fácil, pero estamos hablando de mis riñones.

* * *

Como dije, ha cambiado mi alimentación. Pero no solo eso: ha cambiado mi relación con la comida. Siempre estoy sacando cuentas, considerando mediciones de azúcar, recordando indicaciones de mi médico. Cada comida es una prueba: prueba de que pueda mantenerme dentro de los límites de lo que tengo permiso de comer; prueba de que la dosis de insulina sea la correcta; prueba de que las cuentas de carbohidratos que saqué fueron correctas; prueba de que el ejercicio haya disminuido la resistencia a la insulina. Para que se den una idea, ésta es una imagen de una típica cena mía ahora:


En este caso tenemos chayote, tomate, calabacitas, naranja, un sandwich de jamón y queso y un vaso de leche light. La cantidad de comida no es nada despreciable y rara vez quedo con hambre al finalizar. No es precisamente una delicia que anhelo durante todo el día, pero definitivamente podría ser peor. Procuro que todas mis comidas sean así. ¿Y cuántas personas sin diabetes comen así de sano? Dudo que sean siquiera pocas.

* * *

Adicionalmente, ahora llevo conmigo a casi todos lados un kit, convenientemente contenido en una lonchera que me regalaron en el hospital. Éste kit se ha convertido en mi estuche de supervivencia:


    Consta de algodón, agujas, alcohol, una libreta para apuntes, insulina, medidor de glucosa y dulces para servir como contramedidas para las bajas de azúcar. (Existe un argot de diabéticos, en el que a las bajas de azúcar—hipoglucemias—se les conocen como “hipos”; similarmente, a los médicos endocrinólogos se les conoce como “endos”, y así sucesivamente.) Estas bajas son algo cotidiano y bastante desagradables. Resulta que el cerebro necesita una corriente continua no solamente de oxígeno sino también de azúcar para poder funcionar. Cuando el azúcar no es suficiente, se producen mareos, temblores, sudor frío, confusión e irritabilidad. De no ingerir alguna fuente de azúcar pronto, se puede tener un desmayo. Suelo tener una hipoglucemia al día, generalmente alrededor del medio día.
    Es por esto de las hipoglucemias que la medición de azúcar con el glucómetro es tan importante, en particular la de la noche antes de dormir. Nada impide que el nivel de glucosa en sangre disminuya hasta niveles críticos durante la noche, lo cual puede llevar a la imposibilidad de despertar al día siguiente, y el consiguiente pánico de mi esposa. Por lo tanto, procuro nunca omitir esta medición, y además trato de siempre tener una manzana o alguna otra fuente de azúcar al lado de la cama.

* * *

Durante todo este tiempo, el tema de mi ateísmo no ha salido en ninguna conversación, ya sea con mi familia, mi esposa, mi familia política o los médicos. Creo que es lo mejor. Para empezar, no habla bien del dios supuestamente omnipotente, omnisciente y omnibenevolente que diseñó semejante bomba de tiempo. Cabe mencionar que muchas personas que desarrollan la diabetes tipo 1 lo hacen cuando son niños, razón por la cuál por mucho tiempo se le conoció como diabetes infantil. Entonces tenemos el caso de una bomba de tiempo sutil, que ataca niños y adultos indiscriminadamente, y supuestamente ha sido diseñada por el supremo creador del universo; eso, o éste mismo ha contribuido por omisión a su ocurrencia. Yo soy un blasfemo ateo, y quizá los creyentes pudieran decir que mi diabetes es un mensaje de Dios para que reconsidere mi posición, o inclusive que es un castigo. ¿Pero qué le pueden decir a los niños y niñas que la padecen, y que generalmente son creyentes? ¿Es su padecimiento el resultado de sus acciones? ¿Acaso es su culpa? Ya lo habían dicho el antiguo filósofo griego, Epicuro: en vista de los resultados, si dios es omnipotente, entonces no es bueno. Si es bueno, entonces no es omnipotente. Así de fácil.
    Así que seguramente ha sido bueno que mis interlocutores varios no hayan mencionado a Dios en estas semanas en cuanto concierne a mi diabetes; seguramente hubiera llevado a una conversación incómoda acerca de su maldad, indiferencia, impotencia o indiferencia omisa.

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Cabe mencionar también, por último pero con la mayor importancia, que mi esposa ha sido maravillosa durante estas primeras semanas de mi padecimiento. Siempre atenta, hace mucho más de lo necesario por velar por mi salud, tanto por mis alimentos como por mis hipos. Suele estar, como sucede con las mujeres, mucho más al pendiente de mis citas con los médicos que yo mismo, y no duda en llamar a un médico ante cualquier duda y para hacer cita. Las probabilidades de tener diabetes tipo 1 son microscópicas y a mí me tocó. Pero en el apoyo recibido por mi esposa, se ha más que compensado ese infortunio.  





lunes, 9 de abril de 2012

Hitchens Sobre el Cáncer, Parte 1


Durante las últimas semanas he estado traduciendo textos de Christopher Hitchens, autor ateo que falleció el pasado 15 de diciembre a causa de cáncer en el esófago.  Durante su enfermedad, escribió artículos al respecto en Vanity Fair, que me dí a la tarea de traducir para compartirlos con ustedes.  Esto ha representado mucho más trabajo que cualquier artículo que haya publicado hasta ahora, espero que los disfruten.

--Héctor Mata

Plegarias Incontestables

Christopher Hitchens
Octubre, 2010

Cuando describí el tumor en mi esófago como un “ciego alienígena sin emociones,” supongo que ni siquiera yo pude evitar otorgarle algunas de las cualidades de un ser viviente. Esto por lo menos yo sé que es un error: una instancia de la “falacia patética” (nube enojada, montaña orgullosa) por la cuál atribuimos cualidades animadas a fenómenos inanimados. Para existir, un cáncer necesita un organismo viviente, pero nunca puede llegar a convertirse en uno. Toda su malicia—ahí voy de nuevo—yace en el hecho de que “lo mejor” que puede hacer es morir con su huésped. Eso, o su huésped encontrará los medios para extirparlo y sobrevivirlo.
    Pero, como sabía desde antes de enfermarme, hay algunas personas para las que esta explicación no es satisfactoria. Para ellos, un carcinoma roedor realmente es un agente dedicado y consciente—un asesino-suicida de acción lenta—con una misión consagrada desde el cielo. No se ha vivido, si puedo ponerlo así, hasta se han leído contribuciones como ésta en los sitios web de los fieles:
“¿Quién más siente que el cáncer en la garganta de Christopher Hitchens fue la venganza de Dios por haber usado su voz para blasfemar en contra de Él? A los ateos les gusta ignorar los HECHOS. Les gusta actuar como si todo es una 'coincidencia'. ¿De veras? ¿Solamente fue una 'coincidencia' que, de cualquier parte de su cuerpo, Christopher Hitchens desarrollara cáncer en la parte que usara para blasfemar? Claro, sigan creyendo eso, ateos. Va a retorcerse en dolor y agonía y extinguirse hacia la nada y morir una terrible muerte agonizante, y ENTONCES empezará la verdadera diversión, cuando será mandado al INFIERNO por siempre a ser torturado y quemado.”

    Hay numerosos pasajes en las escrituras y la tradición religiosa que por siglos han hecho de este tipo de morbo una creencia popular. Mucho antes de que me incumbiera a mí particularmente, había entendido las objeciones obvias. Primero, ¿qué mero primate puede estar tan malditamente seguro de saber la mente de Dios? Segundo, ¿quisiera este autor anónimo que su punto de vista sea leído por mis inofensivos hijos, quienes también están sufriendo por su parte, y debido al mismo dios? Tercero, ¿por qué no mejor un relámpago para su servidor, o algo similarmente impresionante? La deidad vengativa tiene un arsenal tristemente disminuido si todo lo que se le ocurre es el cáncer que mi edad y estilo de vida ya sugerían me iba a afligir. Cuarto, ¿por qué cáncer en lo absoluto? Casi todos los hombres desarrollan cáncer de próstata si viven lo suficiente: es un asunto indigno pero distribuido bastante equitativamente entre santos y pecadores, creyentes y no-creyentes. Si se mantiene que Dios castiga con los cánceres apropiados, también hay que tomar en cuenta los números de infantes que desarrollan leucemia. Personas devotas han muerto jóvenes y en agonía. Bertrand Russell y Voltaire, por el contrario, permanecieron vigorosos hasta el fin, así como muchos criminales psicóticos y tiranos también. Estas visitaciones, entonces, parecen terriblemente aleatorias. Mientras tanto, puedo asegurarle a mi corresponsal cristiano anterior, que mi hasta ahora no-cancerosa garganta no es el único órgano con el que he blasfemado... Y aunque perdiera la voz antes que la vida, seguiré escribiendo polémicas contra delirios religiosos, por lo menos hasta que sea tiempo de saludar a mi vieja amiga la oscuridad. En cualquier caso, ¿por qué no cáncer del cerebro? Como un atemorizado y atolondrado imbécil, quizá inclusive llame a un clérigo al final del asunto, aunque ahora declaro de antemano, mientras estoy cuerdo, que la entidad en ese caso humillándose no sería “yo”. (Tome esto en cuenta, en caso de posteriores rumores o fabricaciones.)

El hecho más absorbente de estar mortalmente enfermo, es que uno pasa bastante tiempo preparándose para morir con un cierto modo de estoicismo (y previsión por los seres amados), mientras simultáneamente se está altamente interesado en la supervivencia. Ésta es una bizarra manera de “vivir”—abogados por la mañana y doctores por la tarde—y significa que uno tiene que existir más de lo usual en un un doble estado mental. Lo mismo es cierto, parece ser, para aquellos que oran por mí. Y muchos de ellos son tan “religiosos” como el tipo que quiere que sea torturado en el aquí y ahora—lo cuál me pasará aun si me llegara a recuperar—y luego torturado por siempre si no me recupero o, posiblemente, inclusive si lo hago.
    Del sorprendente y adulante número de personas que me han escrito desde que enfermé tanto, pocos han omitido decir una de dos cosas. O me aseguran que no me ofenderán diciendo oraciones por mí, o tiernamente me insisten que lo harán de todos modos. Sitios web devocionales dedican espacio a la cuestión. (Si leyera esto a tiempo, tenga en cuenta que el 20 de septiembre ha sido designado “Día de Rezar por Hitchens”.) Pat Archbold, en el Registro Católico Nacional, y el diácono Greg Kandra fueron de los católicos romanos que me consideraron un objeto digno de oración. El rabino David Wolpe, autor de Por qué la fe importa y el líder de una congregación mayor en Los Ángeles, dijo lo mismo. Él ha sido un contrincante en debates conmigo, así como varios pastores evangélicos protestantes como Douglas Wilson de la Universidad de St. Andrews y Larry Taunton de la Fundación Fixed Point en Birmingham, Alabama. Ambos escribieron para decir que sus asambleas estaban pidiendo por mí. Y fue a ellos al los que primero se me ocurrió escribir de vuelta, preguntado: “¿Pidiendo por qué?”
    Como muchos de los católicos, que esencialmente rezan porque yo vea la luz tanto como para que me mejore, han sido muy sinceros. La Salvación ha sido el punto principal. “Estamos, ten por seguro, preocupados por tu salud también, pero esa es una consideración muy secundaria. '¿De qué sirve a un hombre ganar todo el mundo si pierde su alma [Mateo, 16:26]?'” Ése fue Larry Taunton. El pastor Wilson respondió que cuando oyó la noticia, se puso a rezar por tres cosas: que pudiera vencer la enfermedad, que me reconciliara con lo divino y que el proceso nos llevara a los dos de nuevo a contactarnos. No pudo evitar agregar, algo presumidamente, que la tercer petición ya había sido cumplida. Así que estos son algunos católicos, judíos y protestantes de reputación que consideran que, en cierta medida, vale la pena salvarme. La facción musulmana ha sido más callada. Un amigo iraní ha pedido que se ore por mí en la tumba de Omar Khayyám, poeta supremo de los librepensadores persas. El video en YouTube anunciando el día de intercesión por mí está acompañado por la canción “I Think I See The Light” (“Creo Que Veo La Luz”, N. del T.), interpretado por Cat Stevens—quien, con el nombre de “Yusuf Islam”, alguna vez promovió el histérico llamado teocrático a asesinar a mi amigo Salman Rushdie. (Los banales versos de esta pseudo-inspiradora canción, de paso, parecen ser destinados a una chava.) Y este ecumenismo aparente tiene otras contradicciones, también. Si anunciara que repentinamente me convertí al catolicismo, sé que Larry Taunton y Douglas Wilson considerarían que he cometido un gravísimo error. Por otro lado, si fuera a adherirme a cualquiera de sus grupos protestantes evangélicos, los seguidores de Roma no considerarían que mi alma estaría más a salvo de lo que está ahora. Mientras, una decisión de adherirme al Islam o al Judaísmo inevitablemente me haría perder las oraciones de ambas facciones. Simpatizo con el gran Voltaire quien, al ser molestado en su lecho de muerte, y siendo urgido a renunciar al Diablo, murmuró que ese no era el momento de hacer más enemigos.

El físico danés y ganador del Nobel, Niels Bohr, alguna vez colgó una herradura sobre su puerta. Amigos asombrados exclamaron que seguramente no creía en tal superstición tan patética. “No lo hago,” replicó con compostura, “pero aparentemente funciona ya sea que lo creas o no.” Esa puede ser la conclusión más segura. La investigación más exhaustiva del tema jamás llevada a cabo—el “Estudio Sobre los Efectos de la Oración Intercesoria, de 2006”—no pudo encontrar correlación alguna entre el número y constancia de las plegarias ofrecidas y la probabilidad de que la persona por la que se pedía tuviera una condición mejorada. Pero sí encontró una pequeña pero interesante correlación negativa, en cuanto a que algunos de los pacientes se sintieron un poco peor cuando no manifestaron mejoría: sentían que decepcionaban a sus devotos oradores. Y la moral es otro factor incuantificable para la supervivencia. Ahora lo entiendo mejor que cuando por primera vez lo leí. Un gran número de amigos laicos y ateos me han dicho cosas alentadoras y adulantes, tales como que si cualquiera puede vencer esto, soy yo; que el cáncer no tiene posibilidades ante alguien como yo; y que saben que puedo vencer esto. En los días malos, e inclusive en los mejores, tales exhortos pueden tener un efecto vagamente deprimente. Si sucumbo, estaré decepcionando a todos esos camaradas. Otro problema laico también me ocurre: ¿qué tal si me recupero y entonces los piadosos dicen que fue gracias a sus plegarias? Eso sería algo irritante.

He guardado lo mejor de los fieles para el final. El doctor Francis Collins es uno de los mejores americanos vivos. Es el hombre que trajo el Proyecto del Genoma Humano a su completitud, antes de tiempo y bajo presupuesto, y ahora dirige los Institutos Nacionales de la Salud. En su trabajo sobre los orígenes genéticos de enfermedades, ayudó a decodificar los “errores de copiado” que causan tales calamidades como fibrosis cística y la enfermedad de Huntington. Ahora está trabajando con las sorprendentes propiedades curativas latentes en las células madre y en tratamientos genéticos “dirigidos”. Este gran humanitario es también un devoto del trabajo de C.S. Lewis y, en su libro El Lenguaje de Dios, se ha propuesto hacer compatible la religión con la ciencia. (Este pequeño volumen contiene un capítulo admirablemente terso informado a los fundamentalistas que el argumento sobre la evolución se ha terminado, principalmente, porque no hay ningún argumento.) Conozco a Francis, también, de varios debates públicos y privados acerca de la religión. Ha tenido la gentileza de visitarme cuando tiene tiempo y discute conmigo todo tipo de nuevos tratamientos, apenas imaginables, que podrían aplicarse a mi caso. Y déjenme ponerlo de este modo: no ha sugerido rezar, y yo por mi parte no le he dado lata con eso. Así que aquellos que quieren que muera en agonía realmente están rezando por que los esfuerzos de nuestro más desinteresado cristiano sean frustrados. ¿Quién es el Dr. Collins para interferir con el plan divino? Por un giro similar, aquellos que quieren que arda en el infierno, también se están mofando de aquellos religiosos que no me consideran maligno y sin salvación. Le dejo estas paradojas a aquellos, tanto amigos como enemigos, que aún veneran lo sobrenatural.
    Siguiendo el hilo de la oración por el laberinto de la Web, eventualmente encontré un bizarro video de “Hagan Sus Apuestas”. Éste invita a potenciales jugadores a apostar dinero sobre si repudiaré mi ateísmo y aceptaré una religión para cierta fecha, o si continuaré afirmando incredulidad y enfrentaré las consecuencias. Esto no es, quizás, tan bajo y vulgar como suena. Uno de los más celebrados defensores del cristianismo, Blaise Pascal, redujo la cuestión a una apuesta en el siglo XVI. Si pones tu fe en el Señor, propuso, tienes todo por ganar. Declinar la oferta celestial puede resultar en perderlo todo, si resulta que se está equivocado. Aunque pueda ser ingenioso el razonamiento de su ensayo—fue uno de los fundadores de la teoría de probabilidad—Pascal asume un dios cínico y un humano sumiso y oportunista. Supongamos que desechara los principios de toda mi vida, en la esperanza de ganar favores en el último minuto. Espero que nadie que sea serio quede en lo absoluto impresionado por una movida tan estafadora. Además, el dios que recompensaría la cobardía y la deshonestidad, y que luego castigaría la duda irreconciliable, está entre los muchos dioses en los que (¿o en quienes?) yo no creo. No quiero despreciar intenciones tan amables, pero cuando llegue el 20 de septiembre, por favor no molesten a los cielos con sus aclamos por mí. A menos, claro, que los haga sentir mejor a ustedes.