Verdades
Calladas
Christopher Hitchens
Junio, 2011
He visto el momento de
mi grandeza parpadear,
Y he visto al eterno
Enterrador tomar mi abrigo, y burlarse,
Y, en breve, tuve
miedo.
-T.S. Eliot, “La
Canción de Amor de J. Alfred Prufrock.”
Como
tantas de las variadas experiencias de la vida, la novedad de un
diagnóstico de un cáncer maligno tiene una tendencia a desgastarse.
Las cosas palidecen, e inclusive se vuelven banales. Uno puede
acostumbrarse al espectro del eterno Enterrador, como un tipo viejo y
aburrido acechando en el pasillo al final de la velada, esperando la
oportunidad de tomar la palabra. Y no me quejo mucho de que me cuide
el abrigo en esa manera, como si mudamente me recordara que es tiempo
de que me vaya. No, es su burla lo que me deprime.
De manera demasiado regular, la enfermedad me da un especial del
día, o un sabor del mes. Pueden ser rozaduras o úlceras, en la
lengua o en la boca. ¿O por qué no un toque de la neuropatía
perimetral, incluyendo pies adormecidos y helados? La existencia
diaria se vuelve una cosa infantil, medida no en cucharadas de café
Prufrock's, sino en pequeñísimas dosis de nutrientes, acompañadas
por alentadores sonidos de testigos, o solemnes discusiones sobre las
operaciones del sistema digestivo llevadas con desconocidas
maternales. En los días menos buenos, me siento como el puerquito
con la pata de madera perteneciente a la sadísticamente sentimental
familia que solamente aguantaba comérselo un pedazo a la vez.
Excepto que el cáncer no es tan... considerado.
Lo que más me ha inducido a la depresión y alarma, por mucho, ha
sido el momento en que mi voz se hizo tan aguda como la de un niño
(o quizá un lechoncillo). Después comenzó a registrar por todos
lados, desde un susurro gutural hasta un berrido melancólico. Y a
veces amenazaba, y ahora amenaza casi diario, con desaparecer por
completo. Acababa de regresar de dar un par de discursos en
California, donde con la ayuda de morfina y adrenalina todavía pude
“proyectar” mis pronunciaciones, cuando hice un intento de llamar
un taxi desde fuera de mi casa—y nada sucedió. Me quedé
congelado, como un gato que acababa de perder su maullido. Solía
ser capaz de detener un taxi de Nueva York a 30 pasos. También
podía, sin la ayuda de un micrófono, alcanzar la fila de atrás de
un salón de debates abarrotado. Y puede no ser algo qué presumir,
pero la gente me decía que si su televisión o radio estaban
encendidos, inclusive en otra habitación, siempre podían reconocer
mi voz.
Como la propia salud, la pérdida de tal cosa no puede ser imaginada
hasta que ocurre. Como todos los demás, he jugado versiones del
juego juvenil “¿Qué preferirías?”, en el cuál se debate si la
ceguera o la sordera sería la más represiva. Pero no recuerdo
haber especulado acerca de quedar mudo. Estar privado de la
habilidad de hablar es más como un ataque de impotencia, o la
amputación de parte de la personalidad. En un alto grado, en
público y en privado, yo “era” mi voz. Todos los rituales de
etiqueta y conversación, desde aclarar la garganta en preparación
para contar un chiste largo y desgastante, hasta (en días más
jóvenes) tratar de hacer mis propuestas más persuasivas bajando de
tono una octava, eran natos y esenciales para mí. Nunca he sido
capaz de cantar, pero pude alguna vez recitar poesía y citar prosa y
a veces hasta se me pedía hacerlo. Y la precisión es todo: el
exquisito momento en que uno puede divagar para contar una historia,
o hacer de una línea un chiste, o ridiculizar a un oponente. Yo
vivía por momentos como esos. Ahora, si quiero entrar en
conversación, debo atraer la atención de algún otro modo, y vivir
con el horrible hecho de que la gente escucha “con simpatía”.
Por lo menos no tienen que poner atención demasiado tiempo; no puedo
durar mucho y de todos modos no lo soporto.
Cuando
uno enferma, la gente manda discos. A menudo, en mi experiencia,
éstos son de Leonard Cohen. Así que recientemente me aprendí una
canción, llamada “Si Es Tu Voluntad.” Es un poco empalagosa,
pero es interpretada hermosamente y comienza así:
Si
es tu voluntad,
Que
no hable más;
Y
que mi voz quede quieta,
Como
era antes...
Encuentro que es mejor no escuchar esto cuando es tarde. Leonard
Cohen es inimaginable sin, e indistinguible de, su voz. (Ahora dudo
que pudiera soportar escuchar esa canción cantada por alguien más.)
En cierto modo, me digo, podría arreglármelas comunicándome solo
por escrito. Pero esto es solo por mi edad. Si hubiera sido robado
de mi voz antes, dudo que hubiera podido lograr mucho en las páginas.
Le debo mucho a Simon Hoggart de The Guardian (hijo del autor
de Los Usos de la Alfabetización), quien hace unos 35 años
me dijo que un artículo mío estaba bien argumentado pero aburrido,
y me aconsejó que procurara “escribir más como hablas.” En
aquel momento, quedé aturdido por la acusación de ser aburrido y
nunca le agradecí apropiadamente, pero con el tiempo aprecié que mi
temor a viciar la escritura con el pronombre personal era en sí una
forma de vicio.
A mis grupos de redacción les solía decir que cualquiera que
pudiera hablar también podía escribir. Habiendo levantado sus
ánimos con esta escalera fácil de asir, entonces la reemplacé con
una enorme serpiente: “¿Cuánta gente en esta clase puede hablar?
¿Digo, realmente hablar?” Eso tenía su efecto debidamente
desmoralizante. Les dije que leyeran cada composición en voz alta,
preferiblemente a un amigo de confianza. Las reglas eran
generalmente las mismas: evitar expresiones trilladas (como la plaga,
diría William Safire) y las repeticiones. No decir que de niño su
abuela les solía leer, a menos que en ese estado de su vida ella
realmente fuera un niño, en cual caso seguramente habían
desperdiciado una mejor introducción. Si algo vale la pena
escuchar, muy probablemente vale la pena leer. Así que, sobre todo:
encuentren su propia voz.
El
cumplido más satisfactorio que un lector puede hacerme es decir que
él o ella se siente aludido personalmente. Piense en sus propios
autores favoritos y vea si no es precisamente esa una de las cosas
que lo atraen, muchas veces sin que usted se dé cuenta. Una buena
conversación es el único equivalente humano: el caer en cuenta de
que se están logrando y entendiendo puntos decentes, que la ironía
está en juego, y la elaboración, y que el comentario soso u obvio
sería casi físicamente doloroso. Es así como la filosofía
evolucionó en el simposium, antes de que fuera escrita. Y la poesía
inició con la voz como su único reproductor y el oído como su
única grabadora. De hecho, no sé de ningún escritor realmente
bueno que estuviera sordo, tampoco. ¿Cómo uno podría llegar,
inclusive con la inteligente autoría de Abbé de l'Épée, a
apreciar las minúsculas punzadas y el éxtasis de sofisticación que
la voz bien entonada imparte? Henry James y Joseph Conrad acabaron
dictando sus últimas novelas—lo que debe contar como uno de
los logros vocales más grandes de todos los tiempos, a pesar de que
pudieran beneficiarse de que les leyeran algunos pasajes para
verificar—y Saul Bellow dictó buena parte de El Regalo de
Humboldt. Sin nuestro correspondiente sentido del idiolecto, la
estampa de cómo un individuo realmente habla y, por lo tanto,
escribe, seríamos privados de todo un continente de simpatía
humana, y de sus placeres menores como la mímica y la parodia.
Más
solemnemente: “Todo lo que tengo es una voz,” escribió W.H.
Auden en “Septiembre 1, 1939,” su intento agonizado de comprender
y resistir el triunfo de la maldad radical. “¿Quién puede
alcanzar a los sordos?” preguntó desesperadamente. “¿Quién
puede hablar por los mudos?” Casi al mismo tiempo, la Nobel
judío-alemana Nelly Sachs encontró que la aparición de Hitler le
había ocasionado quedar literalmente sin palabras: robada de su voz
por la severa negación de todos sus valores. Nuestros propios
idiomas cotidianos preservan la idea, cuan tenuamente: cuando un
servidor público devoto muere, los obituarios frecuentemente dicen
que era una “voz” para los no escuchados.
De la garganta humana también pueden emerger terribles venenos:
berridos, aburrimientos, quejidos, gritos, incitaciones (“la más
huracanada basura militante,” como Auden lo fraseó en el mismo
poema), e inclusive burlas. Es la oportunidad de oponer voces fijas
y pequeñas contra este torrente de balbuceos y ruido, las voces del
ingenio y modestia, por las cuales uno añora. Todos los mejores
momentos de sabiduría y amistad, de la “Apología” de Platón
para Sócrates hasta La Vida de Johnson de Boswelli, resuenan
con los orados, improvisados momentos de interjuego de razón y
especulación. Es en compromisos como estos, en competencia y
comparación con otros, que uno puede esperar encontrar lo elusivo,
un mot juste mágico.
Para mí, recordar una amistad es recordar esas conversaciones que
parecía un pecado interrumpir: aquellas que hacían del sacrificio
del día siguiente algo trivial. Ésa fue la manera que Calimaco
escogió recordar a su querido Heráclito:
Me dijeron, Heráclito; me dijeron que estabas muerto.
Me trajeron a escuchar amargas noticias, y lloré amargamente.
Lloré cuando recordé qué tan seguido tú y yo
Habíamos cansado al sol conversando, y lo mandamos a su ocaso.
De hecho, aclama la inmortalidad de su amigo por la dulzura de sus
tonos:
Aún están tus voces agradables, tus ruiseñores, despiertos;
Porque la Muerte, se ha llevado todo, pero a ellos no se los puede
llevar.
Quizá demasiada esperanza en esa línea concluyente...
En
la literatura médica, la cuerda vocal es un mero doblez, una pieza
de cartílago que intenta estirarse y tocar a su gemelo, así
produciendo la posibilidad de efectos de sonido. Pero siento que
debe haber una relación profunda con la palabra “cuerda”: la
vibración resonante que puede revolver la memoria, producir música,
evocar amor, traer lágrimas, mover públicos a la lástima y las
masas a la pasión. Podremos no ser, como hemos presumido, los
únicos animales capaces de hablar. Pero somos los únicos que
pueden desplegar comunicación vocal por placer y recreación pura,
combinándose con nuestras otras presunciones de razón y humor, para
producir síntesis más elevadas. Perder esta habilidad es ser
privado de todo un rango de facultades: es morirse más de un poco.
Mi mayor consolación en este año de vivir muriendo ha sido la
presencia de amigos. Ya no puedo comer o beber por pacer, así que
cuando ofrecen darse una vuelta es solo por la bendecida oportunidad
de hablar. Algunos de estos camaradas fácilmente pueden llenar un
salón con clientes ávidos de oírlos hablar: son oradores con los
que es un privilegio simplemente seguirles el paso. Ahora, por lo
menos puedo escucharlos gratis. ¿Pueden venir a verme? Sí, pero
solo en cierto modo. Ahora, todos los días voy a una sala de
espera, y veo las terribles noticias desde Japón en el cable
(generalmente con subtítulos, para torturarme un poco) y espero a
que una alta dosis de protones sea proyectada a mi cuerpo a dos
tercios la velocidad de la luz. ¿Qué esperanza tengo? Si no una
cura, entonces una remisión. ¿Y qué quiero a cambio? En la más
hermosa oposición de dos de las palabras más simples de nuestro
lenguaje: libertad de expresión.