Tópico de Cáncer
Christopher Hitchens (1949-2011)
Septiembre, 2010
Más de una vez en mis tiempos me he despertado sintiéndome como la muerte. Pero nada me preparó para la mañana este pasado junio cuando llegué a la conciencia sintiendo como si estuviera encadenado a mi propio cadáver. Parecía que mi pecho y tórax habían sido vaciados y rellenados con cemento de secado lento. Podía apenas escucharme respirar, pero no lograba llenar mis pulmones del todo. Mi corazón parecía estar latiendo demasiado rápido o demasiado lento. Cualquier movimiento, por más sutil, requería anticipación y planificación. Me tomó un esfuerzo extenuante cruzar el cuarto de mi hotel neoyorquino y llamar a los servicios de emergencia. Arribaron con gran prontitud y actuaron con inmensa cortesía y profesionalismo. Tuve tiempo de preguntarme por qué tenían necesidad de tantas botas y cascos y equipo pesado, pero ahora que veo la escena en retrospectiva, la veo como una gentil y firme deportación, llevándome del país de los sanos a la dura frontera que marca la tierra de la enfermedad. Tras unas cuantas horas, habiendo tenido que hacer bastantes procedimientos de emergencia sobre mi corazón y mis pulmones, los doctores en este triste puesto fronterizo me mostraron algunas otras postales de su interior, y me dijeron que mi próxima escala inmediata debería ser con un oncólogo. Alguna clase de sombra se mostraba en torno a los negativos.
La noche anterior, había estado lanzando mi más reciente libro en un evento exitoso en New Haven. La noche de la terrible mañana, se suponía que debía aparecer en el Daily Show con Jon Stewart y luego aparecer en un evento abarrotado en la Calle 92 Y, en el Lado Este Superior, en conversación con Salman Rushdie. Mi campaña de negación de corta duración tomó la siguiente forma: no cancelaría estas apariciones, ni decepcionaría a mis amigos, ni perdería la oportunidad de vender un montón de libros. Logré librar ambos trabajos sin que nadie notara nada fuera de lugar, aunque sí vomité dos veces, con un grado extraordinario de precisión, pulcritud, violencia y profusión, justo antes de cada evento. Esto es lo que los ciudadanos del país enfermo hacen cuando todavía se aferran desesperadamente a su viejo domicilio.
La nueva tierra es muy acogedora, a su modo. Todos sonríen tratando de dar ánimos y no parece haber absolutamente nada de racismo. Un espíritu generalmente igualitario prevalece, y aquellos que administran el lugar obviamente han llegado ahí a base de mérito y trabajo duro. Contraponiéndose, el humor es un poco enclenque y repetitivo, parece no haber nada de plática acerca de sexo, y la comida es la peor de cualquier destino que haya visitado jamás. El país tiene su propio lenguaje—una lingua franca que parece ser tanto aburrida como difícil, y que contiene tales nombres como ondansetron, para medicamento antináusea—así como algunos gestos a los que uno se tiene que acostumbrar. Por ejemplo, un oficial conocido por primera vez podría encajar sus dedos en tu cuello abruptamente. Fue así como descubrí que mi cáncer se había esparcido a mis nodos linfáticos, y que una de estas bellezas deformes—localizada en mi clavícula izquierda—era lo suficientemente grande como para verse y palparse. No es bueno cuando tu cáncer es palpable desde afuera. Especialmente, como en este caso, si no saben realmente dónde estaba su fuente principal. El carcinoma trabaja vivazmente de dentro hacia fuera. La detección y tratamiento suelen ser más lentos y laboriosos, desde fuera hacia dentro. Muchas agujas fueron encajadas en el área de mi clavícula—"tissue is the issue" ["el tejido es el asunto", N. del T.] siendo un eslogan en el lenguaje de Villa Tumor—y me dijeron que los resultados de la biopsia podrían tomar una semana.
A partir de los resultados que arrojaron estas células cancerosas, tomó más tiempo llegar a la desagradable verdad. La palabra "metástasis" en el reporte fue la que primero captó mi vista, y mi oído. El alienígena había colonizado parte de mi pulmón, así como buena parte de mi nodo linfático. Y su base de operaciones se ubicaba—desde hacía ya bastante tiempo—en mi esófago. Mi padre había muerto—y muy rápidamente, también—de cáncer del esófago. Él tenía 79. Yo tengo 61. En cualquier clase de "carrera" que pudiera ser la vida, me he convertido abruptamente en un finalista.
La notable teoría de etapas de Elisabeth Kübler-Ross, en la que uno progresa de negación a la ira, de la negociación a la depresión y a la eventual alegría de la aceptación, no ha tenido mucha aplicación en mi caso. En un modo, supongo, he estado "en negación" por bastante tiempo, conscientemente quemando la vela por ambos lados, y encontrando que da una linda luz. Pero por precisamente esa razón, no puedo verme desgarrado por el shock o escucharme quejándome de cómo es todo tan injusto: he estado tentando a la Muerte a que diera un zarpazo con su hoz en mi dirección, y ahora he sucumbido a algo tan predecible y banal que me aburre inclusive a mí. La ira estaría fuera de lugar, por la misma razón. En vez, soy oprimido por una molesta sensación de desperdicio. Tenía grandes planes para la próxima década, y sentía que había trabajado lo suficientemente duro para ganármelos. ¿Realmente no viviré para ver a mis hijos casados? ¿Para ver el World Trade Center erguirse de nuevo? ¿Para leer—si no es que escribir—los obituarios de villanos ancianos como Henry Kissinger y Joseph Ratzinger? Pero asumo esta clase de no-pensamiento como lo que es: sentimentalismo y lástima propia. Por supuesto que mi libro llegó a la lista de best-sellers el día que recibí el boletín informativo más sombrío, y a propósito, el último vuelo que tomé como una persona sana (hacia una multitud en la Feria del Libro de Chicago) fue el que me acumuló un millón de millas en United Airlines, con una vida de promociones por delante. Pero la ironía es mi trabajo y simplemente no veo ironías aquí: ¿sería menos apropiado tener cáncer el día que mis memorias fueran un fracaso total, o en el que hubiera sido echado de un vuelo de clase turista y abandonado en la pista? Para la pregunta tonta de '¿Por qué a mí?', el cosmos apenas se molesta en contestar: ¿Por qué no?
El estado de negociación, sin embargo. Tal vez haya alguna escapatoria por ahí. El trueque oncológico es que, a cambio de la oportunidad de unos pocos años útiles, accedes a someterte a quimioterapia y después, si te va bien con eso, a radiación y quizá hasta una cirugía. Esta es la apuesta: durarás un poco más de tiempo, pero a cambio vamos a necesitar algunas cosas de ti. Éstas pueden incluir sentido del gusto, tu habilidad para concentrarte, tu habilidad para digerir, y el cabello en tu cabeza. Esto parece ser un trueque razonable. Desafortunadamente, implica confrontar uno de los clichés más atractivos de nuestro lenguaje. Seguro que lo ha oído. La gente no padece cáncer: se reporta que batallan contra él. Nadie que dé sus buenos deseos omite el lenguaje combativo: puedes vencerlo. Inclusive está en los obituarios de los que han perdido contra el cáncer, como si uno pudiera decir razonablemente que murieron después de una larga y valiente batalla contra la mortalidad. No se oye esto al respecto de pacientes crónicos de enfermedades cardiacas o renales.
Por mi parte, amo la imagen de una lucha. A veces quisiera estar sufriendo por una buena causa, o arriesgando mi vida por el bien de los demás, en vez de solo ser un paciente en grave peligro. Permítame informarle, sin embargo, que cuando te sientas en un cuarto con otros finalistas, y gente amable te trae bolsas transparentes de veneno y te las enchufa en el brazo, y te pones o no te pones a leer un libro mientras los contenidos del saco de veneno llenan tu sistema, la imagen de un ardiente soldado o revolucionario es la última que se te va a ocurrir. Te sientes empantanado en pasividad e impotencia: disolviéndote sin poder, como un terrón de azúcar en agua.
Es impresionante, este quimio-veneno. Ha provocado que baje unas 14 libras, aunque sin hacerme sentir más ligero. Me quitó una tremenda erupción en mis espinillas que ningún doctor había siquiera podido explicar, mucho menos curar. (Tremendo veneno, para despachar esos furiosos puntos rojos sin problema alguno.) Que por favor sea así de despiadado con el alienígena y sus colonias muertas. Pero como en contra de eso, las cosas que dan vida y las que dan muerte me han hecho extrañamente neutral. Estaba más o menos reconciliado con la pérdida de mi cabello, que empezó a soltarse en la ducha en las primeras dos semanas de tratamiento, y el cuál guardé en una bolsa de plástico para poder ayudar a llenar un dique flotante en el Golfo de México. Pero no estaba del todo preparado para la forma en que mi rastrillo se deslizaría sin resistencia alguna por mi cara. O para la manera en que mi recién lampiño labio superior comenzaría a parecer como si hubiera pasado por electrólisis, causando que pareciera la tía cotorra del alguien. (El pelo en pecho que alguna vez fue el brindis de dos continentes no ha cedido todavía, pero mucho de él fue rasurado en incisiones hospitalarias, así que es un asunto algo parchado.) Me siento molestamente desnaturalizado. Si Penélope Cruz fuera alguna de mis enfermeras, ni lo notaría. En la guerra en contra de Tánatos, si debemos nombrarla una guerra, la inmediata pérdida de Eros es un enorme sacrificio inicial.
Estas son mis primeras y crudas reacciones a mi aflicción. He resuelto resistir corporalmente todo lo que pueda, aunque sea solo pasivamente, y buscar los consejos más avanzados. Mi corazón y presión sanguínea y otros signos vitales están fuertes de nuevo: de hecho, se me ocurre que si no tuviera una constitución tan resistente hubiera llevado una vida más sana hasta ahora. En mi contra se encuentra el ciego alienígena sin emociones, alentado por algunos que desde hace mucho me han deseado mal. Pero del lado de mi vida continuada está un grupo de generosos y brillantes doctores, así como un gran número de grupos de oración. Espero escribir acerca de estos dos la próxima vez si—como invariablemente solía decir mi padre—vivo para ello.
Traducción: Héctor Mata