jueves, 19 de julio de 2012

Ah, pero quería ser físico...


Hay más cosas en los cielos y en la tierra, Horacio, de las que puedas imaginar en tu filosofía.
-Hamlet

El libro que lo comenzó todo.
Leer textos complicados, no entender lo que dicen, volver a leerlos y nuevamente no entender, es algo que me ha sucedido varias veces en mi vida, de manera más o menos continua, desde mi infancia. Sin embargo, recuerdo muy pocos de esos textos; la gran mayoría no fueron comprendidos nunca, por lo que no quedó mucho qué recordar. Pero hubo un libro en particular—el primero de dichos textos impenetrables—que visité varias veces en mi vida, comprendiendo un poco más en cada una: Six Not So Easy Pieces (Seis Piezas No Tan Fáciles), del físico Richard Feynman. El libro era propiedad de mi padre, aunque hasta la fecha ignoro dónde lo consiguió. Desde que lo abrí por primera vez, siendo solo un puberto, quedé fascinado por los garabatos matemáticos imponentes en sus páginas; tanto, que unos años más tarde me las ingenié para conseguir las grabaciones de la voz del mismísimo Feynman explicándolas. (En realidad, el texto era una fiel transcripción de varias clases de Feynman, y el audio que conseguí fue la fuente original del libro.) Si bien era un texto imponente, se volvió aun más al escucharlo con el acento neoyorquino de Feynman. Recuerdo haber quedado fascinado por su entusiasmo al explicar la física; era palpable su gusto por entender y por enseñar su materia.
    Con el paso de los años, mis habilidades matemáticas fueron poniéndose al corriente con mi deseo de entender lo que estaba leyendo. En cada nueva lectura del libro, lograba asimilar más y más cosas. Eventualmente, los conceptos explicados en cada una de las “Piezas” quedaron claros, y obtuve un sentimiento de triunfo a partir de ello. Había logrado entender la relatividad, la simetría, la curvatura del espacio y la antimateria... o así lo creí.

* * *

Hace unas semanas tomé el examen de conocimientos para entrar a la Maestría en Ciencias en Física, en la Universidad de Guadalajara. Había estado preparándome desde hace meses, estudiando el libro conocido simplemente como “El Resnick” (en honor a su autor). Toda la física que llevé en la carrera de ingeniería la repasé de manera intensiva en cuestión de cuatro meses, hasta el día antes del examen. Y aun así, al salir del examen me sentí derrotado. Había podido sortear dos demostraciones matemáticas algo engorrosas, para luego llegar una sección de lectura y comprensión en inglés, que también despaché rápidamente, y luego fui fulminado con los problemas de física. ¡Y lo peor es que eran salidos del mismo Resnick! Dos problemas los dejé en blanco por completo; no me alcanzó el tiempo. De los otros tres, estaba seguro que solucioné uno correctamente, pero en los otros dos me quedaron dudas. Eso nunca había sido una buena señal en mis tiempos de estudiante de ingeniería. Me sentí derrotado; ya pensaba en volver a intentar el año siguiente.

* * *

Al día siguiente al examen, me pidieron a mí y a mis otros dos compañeros aspirantes que nos presentáramos a una entrevista con los profesores de la maestría—el “comité selectivo”, según los papeles que me habían dado. Al caminar hacia el salón donde seríamos notificados de nuestro resultado en el examen y luego interrogados por los maestros, dije en voz alta, mitad en broma y mitad en serio:
    —Tengo miedo.
    —Haces bien—me respondió el coordinador de la maestría.
    Imaginará entonces, amable lector, cuál fue mi sorpresa y alivio minutos más tarde, cuando me notificaron que mi desempeño en el examen había sido “suficiente”. A esas alturas, con eso me bastaba y sobraba. Después de una breve charla sobre lo que seguiría en el proceso de selección, fui liberado por mis interrogadores. Había logrado entrar a la maestría, pero las cosas habían tomado un giro infortunado: se esperaba de mí que le dedicara tiempo completo (ocho horas diarias) a la maestría. Inclusive tendría asignado un cubículo en la universidad, para trabajar ahí todo el día. Tal era la exigencia académica del plan de estudios, que prácticamente tenía asegurada una beca por parte de la CONACYT para dedicarme a la maestría y nada más. Y ese era el problema. “Mi esposa me va a matar”, fue lo que pensé. No estuve tan equivocado.

* * *

Justo al día siguiente regresé con el coordinador de la maestría, el Dr. Fermín Aceves, para notificarle que me sería imposible estudiar la maestría. Desde que salí de la entrevista el día anterior, había pasado momentos angustiantes pensando en todo lo que tendría que dejar para poder estudiar. También estuve sacando muchas cuentas de tiempo y dinero. La beca que se tramitaría no era nada despreciable, si se era un estudiante recién salido de la licenciatura; de hecho, era más dinero que el que ganan muchos recién egresados en su primer trabajo. Pero a estas alturas tengo más responsabilidades: pagar una hipoteca, comidas y servicios; aprovechar un trabajo relativamente sencillo, cómodo y bien pagado; y estar recién casado y diagnosticado con diabetes insulinodependiente. La vida de un adulto responsable y ocupado, pues.
    Le expliqué la situación al buen doctor.
    —Solo te pido que no faltes a las clases—me dijo—. Haz el esfuerzo. Tal vez sí puedas; si no, no pasa nada. Te das de baja más delante. Pero haz el esfuerzo.
    Enseguida, me prestó un libro de los que llevaría como texto de apoyo el primer semestre para mi materia de Electrodinámica: Classical Electrodynamics, de Jackson. Después de darle las gracias, salí sintiéndome como si hubiera conquistado al mundo: iba a estudiar física después de todo.

* * *

Las Ecuaciones de Maxwell.
En las semanas que han pasado desde que fui aceptado para la maestría—y de que yo acepté estudiarla, también—me he dedicado a estudiar aun más intensamente que en los meses previos. He vuelto al Resnick a seguir haciendo problemas de física, todavía a un nivel “básico”. Y digo básico, porque lo que viene en el Jackson es varias veces más sofisticado y complicado. Para dar una idea, la sección de electromagnetismo en el Resnick termina con las que se conocen como Ecuaciones de Maxwell, vistas a un nivel somero. En el Jackson, se da por hecho que se entienden y dominan desde el capítulo primero, para luego ver lo que sigue durante setecientas páginas más. Intenté leer el libro desde el principio, pero muy pronto me topé con que necesitaba más conocimientos; de ahí que volviera al Resnick a seguir practicando, pero también he estado buscando otros textos más avanzados.
    Las matemáticas de ingeniería son respetables, pero apenas alcanzan para lidiar con el principio de lo que voy a enfrentar. Encuentro que, para no llegar en ceros a las primeras dos materias de la maestría (la ya mencionada Electrodinámica y también la de Mecánica Clásica), necesito aprender cosas que en ingeniería ni sabía que existían. La lista de materias que se asumen como “vistas” es más o menos la siguiente:
  • Álgebra
  • Trigonometría
  • Probabilidad y Estadística
  • Álgebra Lineal
  • Cálculo Diferencial
  • Cálculo Integral
  • Cálculo Vectorial
  • Análisis Vectorial
  • Variable Compleja
  • Ecuaciones Diferenciales
  • Cálculo Tensorial
  • Estática
  • Dinámica
  • Termodinámica
  • Electroestática
    Varias de estas materias ya las había llevado en ingeniería, pero hay que resaltar que eso fue hace más de seis años y no he tenido práctica desde entonces. Otras, como variable compleja, las llevaban ingenieros de otras carreras; y otras más, como cálculo tensorial, apenas sabía que existían.

* * *

Hay un aspecto curioso de los físicos que ya empiezo a notar en mí mismo: detestan ser interrumpidos en su estudio, al grado de volverse altamente antisociales. En varias ocasiones me he sorprendido pensando cosas como: “Ahorita podría estar estudiando física, pero en vez de eso estoy perdiendo el tiempo haciendo esto.”
    Como ejemplo, de mis pocos años de estudios musicales, había logrado hacerme una modesta clientela de alumnos de guitarra clásica, armonía y contrapunto. Dar clases me es altamente gratificante pero, ante la falta de tiempo para mis estudios, le dejé mis alumnos a otros maestros o de plano los dí de alta. Bueno, hubo uno al que más bien lo dí de baja. Él sí que me estaba haciendo perder el tiempo. Pero eso es otro asunto.
    Lo que está claro es que prácticamente voy a desaparecer de las vidas de otras personas por un par de años. Deberé mantener mi empleo actual como desarrollador de software y a la vez lograr el equivalente a ocho horas diarias de estudio (en verdad, ahora que veo el material al que me voy a enfrentar, creo que necesitaré más). Todo eso, mientras pago una casa y atiendo las relaciones con mi esposa y mi diabetes (¿y a qué hora se supone que uno debe hacer ejercicio?).

* * *

¿Y qué obtiene uno a cambio de tal esfuerzo, tanto logístico como mental? Imagine, estimado lector, poder realmente entender las obras de Einstein. No me refiero a las tonterías simplistas que cualquier idiota puede balbucear, tales como “es que todo es relativo.” (Entre físicos, frases como ésta provocan sentimientos de frustración e impotencia, al ver ideas matemáticas tan bellas, claras y ciertas, reducidas a triviales sandeces filosóficas sin sentido). Me refiero a realmente entender; a adquirir conocimiento nuevo que cultive la mente y, por tanto, enriquezca la vida. Tengo las habilidades, o por lo menos la voluntad y la oportunidad, de hacer algo realmente grande con mi mente, ahorita que todavía puedo. Si de por sí, con lo poco que he aprendido recientemente tengo un gran sentimiento de cumplimiento y gratificación, ¿qué maravillas me esperan en todo lo que todavía no he contemplado? Ahora estaré siquiera unos pocos pasos más cerca de las fronteras del conocimiento humano.


martes, 26 de junio de 2012

Los Nuevos Mandamientos

Christopher Hitchens

¿Qué decimos cuando queremos volver a visitar una política o esquema de antaño que ya no parece estar sirviéndonos, o que ha dejado de producir resultados útiles? Comenzamos por decir tentativamente: “Bueno, no está escrito en piedra.”

Por eso, la gente se refiere a que no es una de las inmutables Tablas de la Ley. Por tanto, fetiches más recientes tales como el estándar de oro, o la supuestas leyes del libre mercado, pueden ser descartadas por no estar inscritas en granito o marfil. ¿Pero y qué si es la versión original, escrita en piedra, la que necesita una reedición? ¿Quién tomará un cincel revisionista?

Hay, de hecho, un buen precedente bíblico para hacer justamente eso, dado que la dación de las Leyes Divinas por parte de Moisés aparece en tres o cuatro descripciones grandemente distintas en las escrituras. (Cuando escuche que la gente quiere que los Diez Mandamientos sean inscritos en juzgados y escuelas, siempre asegúrese de preguntar cuáles. Siempre funciona.) El primer y más conocido conjunto aparece en Éxodo, capítulo 20, pero termina con el mismísimo Moisés rompiendo lo que serían los artefactos más sagrados en la historia del hombre: los paneles originales de Escritura Sagrada escritos por Dios mismo. La segunda edición ocurre en Éxodo, capítulo 34, cuando nuevas tablas son presentadas después de una sesión celestial de re-escritura y por primera vez se les refiere como “Los Diez Mandamientos”. En el quinto capítulo de Deuteronomio, Moisés vuelve a convocar a su gente y vuelve a recitar el discurso del Sinaí, si bien con una alteración altamente significativa (las justificaciones para el mandamiento sobre el Sábado difieren enormemente). Pero, descontento con el efecto de esto, convoca al rebaño otra vez 22 capítulos después, a la vez que el río Jordán se vislumbra, y da un conjunto adicional de órdenes—principalmente maldiciones tersas—que también son inscritas en piedra. Tal como con las placas de oro en las que Joseph Smith encontró el Libro de Mormón, no sobrevive ningún trazo de ninguna de estas tablas originales.

Por tanto, estamos completamente justificados en considerarlas una obra en proceso. ¿Pudiera ser que hay algunos viejos mandamientos que pudieran ser retirados, así como unos nuevos que pudiéramos adoptar? Tomando los “Top 10” en orden, encontramos (estoy usando la versión del Rey James, o la versión “Autorizada” del texto):

I y II

Estos mandamientos son realmente una mezcla de órdenes relacionadas. “Yo soy el Señor tu Dios... no tendrás otros dioses ante mí”. El uso de mayúsculas lleva la intrigante implicación de que quizá haya otros dioses, pero no tan merecedores de respeto y asombro. (Los estudiosos difieren acerca de la época en la que los Judíos se decidieron por el monoteísmo.) Entonces le sigue la prohibición sobre las “imágenes talladas”, y de hecho de “cualquier representación de lo que está en el cielo, o debajo de la tierra, o bajo el mar.” Esto parece prohibir el arte sacro, tal como algunos musulmanes interpretan al Corán como prohibitivo de cualquier forma humana, sobre todo las sagradas. (Ciertamente parece desincentivar la iconografía cristiana, con sus crucifijos y estatuas de vírgenes y santos.) Pero la prohibición es claramente enfática, ya que viene acompañada del recordatorio de que “yo el Señor soy un Dios celoso, castigando las iniquidades de los padres sobre sus hijos, hasta la tercera y cuarta generaciones.” El castigo colectivo de niños futuros, por el pecado de lèse-majesté, no le puede parecer a cualquiera una promesa especialmente moral.

III

“No tomarás el nombre del Señor en vano, porque el Señor no considerará libre de culpa a quien tome su nombre en vano.” Aquí se toca una nota ligeramente quejumbrosa y repetitiva, como de vanidad herida. Nadie sabe cómo obedecer este mandamiento, o cómo evitar la blasfemia o la profanidad. Por ejemplo, yo digo “sabrá Dios” cuando realmente quiero decir que “nadie sabe”. ¿Es esto ontológicamente peligroso? ¿No deberían ser las leyes inalterables más claras e inequívocas?

IV

“Recuerda santificar el sábado”. Éste mandamiento ostensiblemente breve se prolonga mucho—cuatro versos, de hecho—y enfatiza la importancia de un día dedicado al Señor, durante el cuál ni los niños, ni los siervos, ni los animales de uno deben tener permitido hacer ninguna tarea. (Pregunta: ¿Por qué se dirige específicamente a gente que tiene servidumbre?)

Nadie se opone a un día de descanso. El movimiento comunista internacional comenzó proclamando un paro en favor de una jornada de ocho horas el primero de mayo de 1886, en contra de patrones cristianos que usaban labores infantiles siete días a la semana. Pero en Éxodo 20:8-11, la razón para el día de descanso es que “en seis días el Señor hizo el cielo y la tierra, y todo lo que hay en ellos, y descansó en el séptimo.” Sin embargo, en Deuteronomio 5:15 se da una razón distinta para observar el asueto: “Recuerda que eras un sirviente en la tierra de Egipto, y que el Señor tu Dios te sacó de ahí con su mano poderosa: por lo tanto el Señor tu Dios te manda a tener un día de asueto”. Aunque esto pueda ser preferible, con su recordatorio de una servidumbre previa, nuevamente encontramos señales mixtas aquí. ¿Por qué no se puede descansar por su propio mérito? Además, ¿por qué no puede el infalible y omnisciente decidirse sobre cuál es la razón?

V

“Honra a tu padre y a tu madre”. Inocuo como parece ser, éste es el único mandamiento que viene con un aliciente en vez de una amenaza. Las versiones en Éxodo y Deuteronomio son las mismas: “para que tus días puedan ser largos en la tierra que el Señor tu Dios te da.” Esto quizá tiene la ligera sugerencia de ser respetuoso a Papá y Mamá para obtener una herencia—los Israelitas ya fueron prometidos a éstas alturas las tierras de los cananitas, así que el futuro botín de bienes raíces parece cuantioso. De nuevo, ¿por qué no proponer el amor a los padres como algo bueno por sí mismo?

VI

“No matarás”. Éste mandamiento tan celebrado obviamente no puede significar lo que parece decir en la traducción. En el hebreo original, resulta ser algo más equivalente a “No cometerás asesinato.” Podemos estar más bien seguros de que la intención original no es de ninguna manera pacifista porque, inmediatamente después de romper las tablas en un episodio de ira, Moisés convoca a su facción levita y le dice (Éxodo 32:27-28):

Dijo el Señor Dios de Israel, que cada hombre tome su espada, y que vaya de puerta en puerta por el campamento, y mate cada hombre a su hermano, y cada hombre a su amigo, y cada hombre a su vecino. Y los hijos de Leví hicieron como dijo Moisés; y murieron de la gente ahí aproximadamente tres mil hombres.

Con su introducción de seis palabras, ésa orden también constituía una clase de “mandamiento”. Todo el libro de Éxodo es un entorno rico en mandamientos, contaminado con otras feroces órdenes de matar gente por todo tipo de ofensas menores (incluyendo violaciones del Sábado) y también incluye el siniestro, ominoso verso “No tolerarás a los hechiceros,” que fue tomado por cristianos como una instrucción divina hasta hace poco en la historia humana. Algo de trabajo se requiere aquí: ¿Qué es asesinato en primer o tercer grado y qué no? Distinguir matar de asesinar no es un trabajo fácilmente apto para mortales: ¿qué vamos a hacer si Dios mismo no puede determinar la diferencia?

VII

“No cometerás adulterio”. Por alguna razón, “el séptimo” es el único de los mandamientos que es todavía bien conocido por su número. El conocimiento carnal extramarital probablemente era una amenaza mayor para la sociedad cuando las familias y tribus eran más cercanas y más unidas por estrictos códigos de honor. Habiendo proveído la materia prima para la mayoría de las obras de teatro y novelas publicadas fuera del Medio Oriente, el adulterio sigue siendo una gran fuente de miseria, júbilo y fascinación. La mayoría de los códigos criminales ya han dejado a un lado el intento de castigarlo por ley: sus recompensas y castigos son cuidadosamente administradas por sus practicantes y víctimas. Quizá no merezca estar agrupado con el asesinato y el perjurio, lo que nos lleva a:

VIII

“No robarás.” Nada qué alegar aquí. Aquellos que han trabajado duro para adquirir un poco de propiedad están justificados en resentir a aquellos que roban en vez de laborar, y cuando la sociedad evolucione a un punto en el que haya riqueza que no le pertenece a nadie—propiedad pública o social—aquellos que la saquean para obtener beneficio privado serán merecidamente tratados con odio y desprecio. Admitidamente, la prosperidad de algunas familias y haciendas también está fundada en un robo original, pero en ese caso el mismo principio de desaprobación puede aplicar.

IX

“No levantarás falso testimonio en contra de tu prójimo.” Ésta es quizás la ley más sofisticada en el Decálogo. La sociedad humana es inconcebible a menos que las palabras tengan un valor, y en disputas legales demandamos rigurosamente el tomar juramentos que conllevan serias penas por el perjurio. Hasta recientemente, mucho testimonio ante el Congreso se tomaba sin que los testigos “juraran”: esto llevó a muchas mentiras oficiales. Nada enfoca más la atención que un recordatorio de que uno está bajo juramento. La palabra “testigo” expresa uno de nuestros conceptos más nobles. “Atestiguar” es una alta responsabilidad moral.

Nótese también, cómo este mandamiento es relativamente flexible. Su fulcro es la frase “en contra”. Si se está bastante seguro de la inocencia de alguien, y se oscurece la verdad tan solo un poco en el estrado, se es entonces técnicamente culpable de perjurio y puede uno sentirse inquieto en privado. Pero si se miente de manera consciente para lograr culpar a alguien que no es culpable, se ha hecho algo irremediablemente profano.

X

“No codiciarás la casa de tu prójimo, ni su esposa, ni su esclavo, ni su esclava, ni su buey, ni su asno, ni nada que sea suyo.” Hay varios detalles que hacen de este quizá el más cuestionable de los mandamientos. Uno no puede evitar notar de nuevo que, tal como el mandamiento sobre el asueto, está dirigido a la clase poseedora de esclavos y propiedad. Además, se agrupa a la esposa con el resto de las pertenencias (y en una época donde además podía haber más de una esposa por cada prójimo).

Nótese también que no se está sancionando ni promoviendo un acto en específico. En vez de ello, esta es la primera—pero no la última—introducción en la Biblia del concepto totalitario del “crimen de pensamiento”. Se le está diciendo a uno, en efecto, que ni siquiera piense algo. (Jesús de Nazareth en el Nuevo Testamento lleva esto a otro nivel, anunciando que aquellos con lujuria en su corazón ya han cometido el pecado del adulterio. En ese caso, a uno lo podrían colgar—o lapidar—por un pensar en un buey o un asno.) Legisladores sabios saben que es un error promulgar legislación que es imposible obedecer.

Hay más cosas qué objetar. Desde el punto de vista “de izquierda”, ¿cómo es moral prohibirle a la gente que considere las ganancias de los ricos como indebidas, o de demandar una distribución más justa de la riqueza? Desde el punto de vista “de derecha”, ¿por qué es perverso el ser ambicioso y adquisitivo? ¿Y acaso no es la envidia un gran motivador de emulación y competencia? Alguna vez tuve un debate sobre estos puntos con el rabino Harold Kushner, autor de aquel texto consolador, Cuando Cosas Malas le Pasan a Gente Buena, y él me dijo que hay un argumento erudito Talmúdico, o midrash, que mantiene que “prójimo” en este caso realmente se refiere solamente al vecino de la casa de al lado. A propósito, hay argumentos persuasivos de que “prójimo” en la mayor parte de la Biblia se refiere solamente a “otros Judíos”. Pero parece un desperdicio de mandamiento si se acota solamente a los Joneses o los Semitas.

*   *   *

Lo que emerge de este primer repaso es esto: los Diez Mandamientos fueron derivados de ética situacional. Muestran todos los síntomas de haber sido hechos por hombres e improvisados bajo presión. Se dirigen a una tribu nómada cuya principal economía es la agricultura primitiva, y cuya riqueza se cuenta en unidades de gente y también de animales. También son dirigidos a un grupo que ha sido prometido las tierras y rebaños de otras tribus: los amalecitas y medianitas y otros a los que Dios ordena matar, violar, esclavizar o exterminar. Y esto también es importante, porque en cada paso de su arduo viaje se le recuerda a los israelitas apegarse a las leyes; no porque son justas en sí, sino porque les llevarán a ser conquistadores (de la única parte del Medio Oriente que no tiene petróleo, por cierto).

Entonces: ¿cómo podar y cómo enmendar? Los números del I al III pueden simplemente suprimirse, ya que no tienen nada que ver con moralidad y son solamente una largo despeje de la garganta por un dictador excéntrico. El mero temor de una autoridad invisible no es una buena base para la ética. La prohibición sobre la escultura y arte pictóricos también debe ser levantada. El número IV pudiera quizá quedarse, aunque los periodos de descanso no son exactamente un imperativo ético y son demandados tanto por lo práctico como por lo divino. Por lo menos, si se remueven los redundantes versos primero, tercero y cuarto (ninguno de los cuales puede posiblemente aplicar para los no-judíos), el número IV sí parece implicar que hay derechos así como obligaciones. Para millones de personas por miles de años, el Sábado se convirtió en un pesado yugo de obligación y observación estricta, en vez de un día de recreación y ocio. También llevó a hipocresías absurdas que parecen tratar a Dios como un tonto: no se dará cuenta si hacemos que el elevador se detenga automáticamente en cada piso, para que ningún judío piadoso tenga que presionar un botón. Esto es malsano y excesivo.

En cuanto al número V, por supuesto que hay que respetar a los mayores, pero ¿por qué no hay nada prohibiendo el abuso infantil? (La insolencia por parte de los niños se castiga con la muerte, de acuerdo a Levítico 20:9; tan solo unos cuantos versos antes de que se dé la pena de muerte por la homosexualidad también.) Un niño cruel o grosero es algo molesto, pero un padre cruel o brutal puede hacer infinitamente más daño. Y aun así, en una larga y exhaustiva lista de prohibiciones, la negligencia o sadismo parentales nunca se condenan. Nota para el Sinaí: corregir esta omisión.

Número VI: Nótese que los sistemas meramente humanos han progresado desde que distinguen distintas escalas morales de homicidio. Nota para el Sinaí: ¿Eres moralmente absoluto o no? Si sí, ¿qué hay de los pobres medianitas masacrados?

Número VII: Me parece bien si es necesario, pero ¿es adulterio la poligamia? Además, ¿no pudo ser que la monogamia permanente fuera más consonante con la naturaleza humana? ¿Por qué crear gente con lujuria en sus corazones? Por otro lado, ¿qué hay de la violación? Parece ser muy recomendada, junto con el genocidio, esclavitud e infanticidio en Números 31:1-18, y seguramente parece una versión extrema del sexo fuera del matrimonio.

Números VIII y IX: Admirables. También cortos y al grano, con un matiz útil en el uso de la frase clave, “en contra”.

Número X: Le hace mal a las mujeres al considerarlas propiedad, y también requiere espionaje permanente de los pensamientos privados. Es siniestro y tiránico en cuanto a que no puede ser obedecido, y por lo tanto hace pecadores inclusive a gente atenta.

*   *   *

Intento lo más que puedo el no ver las cosas a través de un cómodo prisma posterior. Sólo el Todopoderoso puede evaluar cuestiones sub specie aeternitatis: desde el punto de vista de la eternidad. Uno también debe evitar el relativismo cultural e histórico: no tiene caso pedirle retroactivamente a los Hijos de Israel que desarrollen una teoría de los gérmenes (para que dejen de confundir las enfermedades con castigos divinos) o que entiendan astronomía (para que no se hagan predicciones tontas y presumidas basadas en las estrellas y los planetas). Aun así, si pensamos de los males que pueden aquejar a la humanidad hoy en día, y que son creados por el hombre y no por la naturaleza, seríamos moralmente insensibles si no nos opusiéramos al genocidio, la esclavitud, la violación, el abuso infantil, la represión sexual, el crimen de las clases élites, la destrucción desconsiderada del mundo natural, y la gente que se la pasa parloteando en su celular en restaurantes. (Además, para la gente que se mata a sí misma y a otros mientras grita “Dios es grande”: ¿es eso tomar el nombre de Dios en vano o no?)

Es difícil tomarse a uno mismo con seriedad suficiente cuando empieza una frase con las palabras “No has de.” Pero uno puede decir con confianza:

  • No condenes gente en base a su etnicidad o color.
  • Nunca uses gente como popiedad privada.
  • Desprecia a aquellos que usan o amenazan violencia en una relación sexual.
  • Oculta tu rostro y llora si te atreves a lastimar a un niño.
  • No condenes a las personas por su naturaleza innata--¿por qué crearía Dios a tantos homosexuales, tan solo para torturarlos y destruirlos?
  • Sé consciente que tú también eres un animal y dependes de la red de la naturaleza, y piensa y actúa de acuerdo con ello.
  • No imagines que puedes escapar ser juzgado si le robas a la gente con un falso prospecto en vez de un cuchillo.
  • Apaga tu maldito celular—no tienes idea lo no importante de tu llamada para nosotros.
  • Denuncia a todos los yijadis y cruzados por lo que son: criminales psicóticos con feos delirios.
  • Estate dispuesto a renunciar a cualquier dios o religión si sus mandamientos contradicen cualquiera de los anteriores. En breve: no se trague su código moral en forma de tabletas.

 

Traducción: Héctor Mata

Conferencia de Hitchens sobre el Tema:

Video para la revista Vanity Fair (lugar original de publicación del artículo):



miércoles, 20 de junio de 2012

El Antiteísmo: Felicidad Y Alivio De Que Dios No Existe

Comúnmente, las razones para dudar de la existencia de Dios son más bien del tipo intelectual.  Por medio de un análisis lógico riguroso de los argumentos, aunado a un escrutinio de la evidencia, en conjunción con algo de honestidad intelectual, concluir que el Dios de Abraham no existe es no solamente fácil sino, para muchos, inevitable.  Sin embargo, existe un gran número de ateos y agnósticos—difícil saber exactamente qué proporción—que quisieran que fuera cierto que Dios existe.  Inclusive llegan al punto de expresar decepción en sí mismos por no ser capaces de creer, y de admirar y respetar a la “gente de fe”.
    Sin embargo, existimos muchos ateos más para los cuales este no es el caso—también es difícil estimar cuántos somos, pero definitivamente no somos la mayoría.  Para algunos cuantos, la existencia de Dios les es indiferente desde un punto de vista emotivo o moral una vez que se concluye que no existe (Después de todo, ¿cuánta gente está “feliz” de que no exista, digamos, Drácula?).  Para otros, sin embargo, nos provoca auténtica felicidad y alivio nuestra conclusión.  Sobra decir que no tenemos ni el menor deseo de “poder creer” como los fieles e, inclusive, nos atrevemos a despreciar y faltar el respeto a la “fe”.  Ésta posición, rara vez articulada en voz alta o medios impresos por inclusive los más atrevidos de los ateos, es conocida como antiteísmo.
*   *   *
¿Qué lleva a uno a sentir tal alivio?  ¿Es acaso consolador el pensar en que esta vida es la única, y en que nuestros seres amados desaparecerán de nuestras vidas para siempre, y nosotros de las de ellos, sin posibilidad de una reunión?  ¿Es reconfortante el prospecto de la aniquilación definitiva?  ¿Tiene propósito una vida a la que no le sigue nada al final, sin ninguna evaluación, premio, castigo, ni rendición de cuentas?  Éstas y muchas preguntas más son lo que lleva a muchos creyentes a pensar que los ateos somos seres deprimidos, atormentados, pesimistas y nihilistas; que somos psicópatas latentes al borde de pegarse un tiro en la boca después de hacer explotar un autobús lleno de niños; o bien, libertinos económicos y depravados maniáticos sexuales, sin amor ni respeto por nada más que el placer hedonista más vulgar, así sea a costa del bienestar de los demás.
    Sin embargo, los ateos somos tan morales—o más, diría yo, por razones que mencionaré más delante—que cualquier creyente.  Como mencionó Sam Harris—y como es bien sabido en la tradición de la filosofía y la ética desde hace miles de años—la moral humana precede por mucho a la religión.  (Para empezar, amable lector, considere el siguiente experimento mental: ¿Hubieran llegado los supuestos israelitas al Monte Sinaí pensando que el asesinato, robo y perjurio estaban bien?  ¿Acaso se sintieron sorprendidos y decepcionados de que resultara que ya no debían matar a su prójimo?)  Es precisamente este sentido moral el que nos permite evaluar—juzgar, inclusive—no solamente a los religiosos, sino a su Dios también.
    El hecho de no creer en Dios no es obstáculo para poder estudiarlo, del mismo modo que podemos estudiar a los personajes de los grandes clásicos de la literatura, por ejemplo.  Que Hamlet haya sido una invención de Shakespeare no trivializa—ni mucho menos invalida—los dilemas morales a los que se enfrenta, ni reduce el aprendizaje y disfrute del lector.  Así mismo, son los creyentes mismos los que nos cuentan la historia de su Dios y sus profetas; que Dios hizo esto, que Dios dijo aquello, que Moisés fue a tal lugar, que Jesús murió por tal razón.  Y tal como con un buen libro—o uno malo—podemos pensar en la trama, en los personajes, en las ironías, en los simbolismos; todo sin tener que creer que realmente sucedió.
    Es tan grande y constante la insistencia de los creyentes acerca de la verdad de sus religiones, que es para mí inevitable pensar en ello.  Desde que era niño y me di cuenta de que todos mis compañeritos en la escuela creían y yo no, me preguntaba qué pasaría si fuera cierto.  Diálogos internos como el siguiente merodeaban mi mente:
¿Y si fuera cierto que Dios me ama?  Yo no lo amo de regreso; ni siquiera creo en Él.  Suena como un tipo al que más vale amar, porque si no, te va a mandar al infierno.  Un momento: ¿por qué me manda al infierno si me ama?  Si el amor es incondicional, ¿por qué me pone la condición de que me someta a él?  Mi amigo Fulanito dice que es nuestra libre decisión, pero me suena más bien a una amenaza o un chantaje.  ¿Quién “escoge” irse al infierno?  ¿Y quién carajos “escoge” amar? Y si Dios todo lo puede y todo lo sabe, ¿puede alguien irse al infierno por error, contra sus planes? Evidentemente no.  Entonces, Él tiene previsto—no, planeado—desde un principio que ciertas personas no se van a salvar.  ¿Y cómo es eso entonces mi libre decisión, si Él sabe de antemano lo que voy a decidir?  ¿Y así es como me ama? Lo siento, mejor yo paso.

La lectura de la Biblia

Los creyentes cristianos, por tomar los más conocidos para un servidor, continuamente lo remiten a uno a leer la Biblia.  Supuestamente, dicho libro es una representación confiable—si no es que exacta, según algunos de ellos—de la naturaleza y carácter de Dios.  Por eso es frustrante que uno, cuando se pone a leer dicho largo y tediosísimo volumen, les mencione cosas incómodas y entonces empiecen a poner todo tipo de pretextos.  Considere el siguiente diálogo, basado en conversaciones reales que he tenido en mi vida con cristianos:
Yo: Oye, en la Biblia dice que Dios es amor.
Cristiano: Sí.
Yo: En la Biblia dice que Jesús murió por mis pecados y resucitó al tercer día.
Cristiano: Efectivamente, eso es lo que dice.
Yo: Acá en la Biblia dice que Dios creó el universo y todo lo que hay en él, incluyendo al hombre.
Cristiano: Sí, eso creemos.
Yo: OK, bien.  También dice en el Segundo Libro de Reyes, segundo capítulo, versos 23 en adelante, que unos niños se burlaron de un profeta porque estaba pelón.  Entonces, el profeta le pidió a Dios que interviniera—los maldijo en su nombre—y Dios mandó dos osos a despedazar 42 niños.
En ese momento, el cristiano ofrece cualquiera de los siguientes pretextos, en un intento ahora de decir que la Biblia no dice lo que dice:
  • Es que no estás leyendo el contexto. (Como si hubiera situaciones en las que está justificado despedazar niños.)
  • Es que eran otros tiempos. (Sócrates y Confucio también eran de otros tiempos, y no hubieran hecho eso.)
  • Es que eso es del Viejo Testamento. (Los Diez Mandamientos también: ¿entonces no cuentan tampoco?)
  • Es que tienes que interpretarlo, quizá solo fue una muerte espiritual. (Oh, vaya.  Qué consuelo.  ¿Y qué es eso del “espíritu”, exactamente? ¿Me lo puede mostrar?)
  • Es que tienes que ver el idioma original. (Como si la muerte en otro idioma fuera más agradable.)
  • Es que no tienes los conocimientos teológicos para interpretar. (¿Interpretar qué? Como si uno no supiera leer y ver que dice lo que dice.  ¿Y qué tal si le pregunto a un “teólogo” musulmán, o a un budista? ¿Acaso no son estudiosos ellos también?).
  • Es que como Dios es infinito, su justicia es infinita. (Entonces hubiera matado a una infinidad de niños.  ¿Y desde cuándo es más y más justo dar un castigo más y más desproporcionado?)
  • Y cuando se delatan por completo es cuando contestan con una pregunta, usualmente ésta: ¿Y quién eres para cuestionar a Dios?
    Digo que se delatan, porque ponen en evidencia que ellos no cuestionan a Dios.  Ese es el origen la religión y tantos otros problemas: que la gente no cuestiona.  Demasiadas veces, demasiada gente está contenta con ser ovejas; harán lo que sea, con tal de que El Gran Líder se haga cargo de ellas.  Pueden aniquilar a los pueblos vecinos (véanse los primeros 50 libros de la Biblia para muchos ejemplos); pueden estar dispuestos a matar a su propio hijo por capricho del Líder (véase la historia del idiota moral llamado Abraham); pueden quemar gente viva por pensar diferente (véase la Inquisición); en fin, abandonan no solamente su intelecto, sino también su moral, con tal de que el Gran Líder les dé un premio o no los castigue.  Y si no hay un Gran Líder, pues entonces a inventarlo.
    Y nótese también la disposición a poner el pretexto que sea para justificar la inmoralidad que sea, siempre que sea cometida por el Gran Líder.  Si un mortal cualquiera despedaza 42 niños, es un monstruo; pero si lo hace Dios, entonces es “infinitamente justo”.  Es el más descarado y vil relativismo moral masoquista.  (Es como si Dios dijera, cual jefe mafioso: “Haz lo que se te dice, no lo que se te muestra.  Yo te hice, yo te puede deshacer.  Sin mí no eres nada.”  Y entonces el idiota moral que es el religioso agacha la cabeza—o se pone de rodillas, más bien—y crea apologías para las atrocidades de su amo.)

El Dictador Omnipotente


¿Y cómo se compara la maldad del dios de Abraham con la de, digamos, los grandes genocidas de la historia?  Bien, una rápida búsqueda en Google de la frase “cuántos muertos en la biblia” es un buen punto para empezar, si no se ha leído la Biblia (algo que recomiendo enormemente; es la manera más rápida y confiable de crear ateos).  Dos de los enlaces más inmediatos están aquí y aquí.  Vale la pena mencionar que no son solo muertos; son gente que Dios mató Él mismo (si es omnipotente y omnisciente, en cierto modo Él es responsable de matar a todos, pero ese es otro artículo).
    En resumidas cuentas lo que quiero comunicarle al lector es lo siguiente: imagine al dictador más despiadado y cruel de la historia (Husein, Stalin, Hitler, Pol Pot, Mao) y entonces hágalo omnipotente.  Ése es el Dios de la Biblia.  ¿No es acaso un alivio saber que no existe?


martes, 12 de junio de 2012

El dios cristiano se disuelve con el Problema del Mal

 
…el personaje más despreciable de toda la ficción; celoso y orgulloso de ello; un mezquino, injusto, inclemente adicto al control; un limpiador étnico vengativo y sediento de sangre; un bravucón misógino, homofóbico, racista, infanticida, genocida, filicida, pestilente, megalómano, sadomasoquista y caprichosamente malévolo.
-Richard Dawkins, en El Delirio de Dios

¿Dios es bueno?

Yahvé es descrito por los cristianos como poseedor de ciertos atributos, como el ser perfectamente bueno (omnibenevolente), todo sabedor (omnisciente) y todo poderoso (omnipotente).  Pero los atributos del dios Yahvé, como es descrito en la Biblia, presentan un dios que no solamente no es todo amor, sino que también es iracundo, celoso, vengativo y simplemente perverso.  Si Yahvé es un dios omnibenevolente, omnipotente y omnisciente, esto es inconsistente con un mundo en el que exista el sufrimiento, y a esto se le conoce como el Problema del Mal.  El dilema para los cristianos es que si Yahvé lo puede y lo sabe todo, podría lograr cualquier tarea sin necesidad de sufrimiento; de lo contrario, no sería todopoderoso ni omnisciente. Si fuera omnibenevolente, querría crear un mundo sin dolor y sufrimiento, ya que estaría dentro de su poder y conocimiento hacerlo.  Pero claramente el dolor y sufrimiento existen en el mundo.  Por lo tanto, Yahvé no puede ser a la vez omnisciente, omnibenevolente, y omnipotente.
    Los cristianos enfrentan otro dilema en cuanto al Problema del Mal:  de acuerdo con la visión escatológica cristiana, nuestro dolor y sufrimiento son resultado del pecado cometido por Adán y Eva en el jardín del Edén.  Sin embargo, si se supone que Yahvé creó al Cielo sin dolor ni sufrimiento, también pudo entonces crear un mundo en el que Adán y Eva fuesen libres de ellos y sin la posibilidad de experimentarlos.  Si pudo crear tal mundo, pero decidió no hacerlo, entonces la mejor explicación para nuestro dolor y sufrimiento es que Yahvé es un sádico.  El hecho de que exista el Cielo sin pecado, dolor ni sufrimiento, es prueba de que Yahvé también pudo crear a la Tierra del mismo modo, pero eligió no hacerlo; en vez, optó porque a sus hijos los aquejaran el dolor y el sufrimiento.
 

La Naturaleza Divina

A los apologistas cristianos se les ha preguntado: “¿Cómo podemos ser libres en el cielo y no pecar?”.  Su respuesta ha sido que el hombre retiene su libre albedrío en el Cielo, pero pierde su capacidad para pecar.  ¿Cómo funciona esto? (Y qué conveniente, además.)  Nos dicen los apologistas que el dios cristiano le da a los humanos una nueva naturaleza divina cuando son “salvados”.  En ese momento se les inunda con el Espíritu Santo y se les da una nueva naturaleza, según 2 Pedro 1:4:
Porque por esto nos ha concedido sus promesas preciosas y magníficas, de modo que por ellas uno pueda ser parte de su naturaleza divina.
    Entonces, podemos ver que quienes son salvados tienen una naturaleza que es radicalmente distinta a la naturaleza pecadora que supuestamente se hereda de Adán y Eva.  Esta idea se basa en la concepción de San Agustín acerca del pecado original.  Supuestamente, esta nueva naturaleza es divina, acorde a todos los preceptos y leyes de Dios y—ya que obedece completamente a Dios—sin pecado alguno, tal como Jesús (Corintios 3:21; Mateo 5:17).  En referencia al problema del mal, el punto más significativo es que esta “naturaleza” Dios se la da a los hombres para que dejen de pecar, pero aún así se les considera como libres.  Esto apuntala el hecho de que Dios pudo haber creado al hombre de modo que fuese libre en la tierra y sin pecado en primer lugar—evitando así el dolor y sufrimiento.  Pudo habernos creado con naturaleza “divina” desde el principio pero, de acuerdo a los cristianos y la Biblia, optó por no hacerlo.  Nuevamente, la mejor explicación para esto es que, si Yahvé existe como se describe por los cristianos y la Biblia, entonces es un sádico y además egoísta porque—como algunos cristianos me han dicho—Yahvé creó al mundo para satisfacer sus necesidades—no las nuestras. 
    Parece ser, entonces, que Yahvé necesita el dolor y sufrimiento de sus hijos para satisfacer necesidades que Él tiene.  Dado que pudo haber creado un mundo libre de dolor, estas necesidades tendrían que ser de un corte sádico-masoquista.  Recordemos que todo el sufrimiento pudo haber sido evitado, si tan solo Dios hubiera creado un mundo en el que los humanos estuvieran “salvados”, poseedores de esta naturaleza divina, desde el principio.  Ciertamente, un dios sádico.
 

El Conocimiento del Bien y el Mal

Ahora, los cristianos pueden decir que si no viviéramos el dolor y sufrimiento, entonces no tendríamos conocimiento del “bien”.  Si este fuera el caso, entonces Yahvé no sería todo sabedor ni todo poderoso; porque si lo fuera, entonces pudo habernos creado con naturaleza divina, y entonces darnos el conocimiento del bien desde el principio sin tener que hacernos sufrir. 
    Con esto en mente, ¿cómo es que Dios sabe la diferencia entre el bien y el mal cuando, según los cristianos, Él tiene este conocimiento, pero no ha pecado?  ¿Cómo supo Yahvé acerca del dolor y sufrimiento antes de la caída del hombre?  No hubiera tenido experiencia del sufrimiento, pero debió saber lo que era ya que, supuestamente, él creó todo.  Por lo tanto, pudo habernos creado con una naturaleza divina, con todo y el conocimiento del bien y el mal, sin que tuviéramos que sufrir para ello.  La idea de que existe el dolor en la Tierra pero no en el Cielo es especialmente perversa si consideramos que entonces no hay nada qué aprender del dolor que se experimenta en la Tierra, ya que no se va a sufrir en el Cielo.  ¿Para qué hacernos sufrir si su intención y plan es que no suframos?
    Algunos cristianos explican el dilema diciendo que el propósito de Dios no es que las personas tengan vidas felices en la tierra.  Claramente, si nos basamos en la Biblia este punto de vista tiene algo de cierto.  De hecho, la Biblia nos dice que Yahvé es responsable de mucho en cuanto a la miseria del mundo se refiere (Él mismo admite haber creado el mal en primer lugar, en Isaías 45:7).  Vemos entonces cómo, según algunos de los propios cristianos, Yahvé es un sádico egoísta.  La siguiente es la explicación que alguna vez me dio un cristiano acerca del Problema del Mal:
Él sabía desde el principio que el hombre caería en pecado y que esto le dolería, pero creó al hombre de todos modos porque sabe el desenlace final y la alegría.  De un modo limitado, una persona puede advertirle a sus hijos acerca de los peligros de ciertas situaciones, sabiendo que algún día caerán en alguna.  En esos momentos uno sentirá arrepentimientos, aun sabiendo que ciertos sufrimientos son temporales.
    Esto, sin embargo, significa que Yahvé permite que niñas sean violadas, madres matadas a golpes, y gente inocente torturada—todo en nombre de la “alegría” que vendrá al final (el fin justifica los medios, pues).  ¿Esto significa, entonces, que Yahvé requiere el sufrimiento para poder experimentar la alegría?  Si Yahvé requiere que suframos para poder llegar a un “bien mayor”, cuando Él mismo podría detener el sufrimiento y aun así permitirnos la felicidad (de lo contrario no sería omnipotente), la cita anterior de todos modos dejaría a Dios como un sádico de proporciones épicas.
    Si es Yahvé el que “orquesta un mundo que cumple sus necesidades”, como algunos cristianos dicen, entonces esto también significaría que Yahvé necesita que se viole a pequeñas y se mate a golpes a mujeres.  De nuevo, estas no son las acciones de un dios amoroso, sino las de un dios egoísta y sádico.  Yahvé podría elegir que desaparecieran el dolor y el sufrimiento—pero elige no hacerlo.  Yahvé también pudo evitar el mal por completo si no lo hubiera creado en primer lugar. ¡Si no, entonces no sería omnipotente, omnisciente ni omnibenevolente!

La Formulación Lógica del Problema del Mal

Una de las muchas formulaciones del Problema del Mal es la siguiente, que se atribuye frecuentemente al antiguo filósofo griego, Epicuro:
Premisa 1: Si un dios perfectamente bueno existe, entonces no hay maldad en el mundo.
Premisa 2: La ausencia de maldad no existe en el mundo.
Conclusión: Por lo tanto, un dios perfectamente bueno no existe.
El argumento es de la forma lógica válida modus tollens, esto es: “Si P, entonces Q.  Si no Q, entonces no P”.  En este ejemplo, “P” es “Dios existe” y “Q” es “la ausencia de maldad”.  Otra versión más detallada:
Premisa 1: Dios existe.
Premisa 2: Dios es omnipotente, omnisciente y perfectamente bueno.
Premisa 3: Un ser perfectamente bueno querría prevenir todas las maldades.
Premisa 4: Un ser omnisciente sabe todas las maneras en que puede haber maldad.
Premisa 5: Un ser omnipotente que sabe todas las maneras que puede haber maldad, tiene todo el poder de prevenir que haya maldad.
Premisa 6: Un ser que sabe todas las maneras en que pueda haber maldad, y que pueda prevenir toda la maldad, y que quiera hacerlo, evitaría entonces que ocurriera la maldad.
Conclusión 1: Si existe un ser omnipotente, omnisciente y perfectamente bueno, entonces no debería existir la maldad.
Premisa 7: Existe la maldad (contradicción lógica).
Conclusión 2: No existe un ser omnipotente, omnisciente y perfectamente bueno (Dios).
    Como las fórmulas anteriores demuestran, dado que existe la maldad, es inconcebible pensar en Yahvé como un dios perfectamente bueno, todopoderoso y sabedor de todo.  (Además, si Yahvé es omnisciente, entonces sabe qué va a hacer a continuación.  Si es omnipotente, entonces puede cambiar de parecer; ¿pero qué pasa con su omnisciencia si cambia de parecer?  Sería inconsistente para un dios que lo sabe todo cambiar de parecer.)  Los cristianos intentan explicar esto argumentando lo siguiente:
1. Un ser bueno no siempre prevendrá la maldad.
2. No podemos saber lo que pasa en la mente de Dios.
3. El propósito del sufrimiento es un bien mayor.
    Dean Overman, en su libro Un Argumento para la Existencia de Dios dio el siguiente argumento contra el Problema del Mal:
El argumento asume que un ser bueno siempre va a prevenir el mal.  Pero esta suposición obviamente no es cierta en nuestras propias experiencias.  La gente buena no siempre previene el mal.  Por ejemplo, los padres pueden evitar que sus hijos anden en autos, porque los autos pueden tener accidentes.   Quizás una suposición más factible sea que un ser bueno siempre previene el mal, a menos que prevenir ese mal produzca que se evite un bien mayor o que se provoque un mal mayor.
    Lo que el Sr. Overman y muchos cristianos no reconocen en tales analogías, es que estamos hablando de Dios y no de seres humanos.  Se dice de Dios que es todo bueno, todo sabedor y todo poderoso, y nosotros como humanos no tenemos ni decimos tener estas propiedades divinas.  Estamos hablando de Dios, y si Dios fuera todopoderoso, podría prevenir el mal; si fuera todo sabedor, sabría cómo crear un mundo sin mal; y si fuera perfectamente bueno, no hubiera creado el mal en primer lugar.  Como indicó René Descartes, los cristianos tienen que dejar uno de los atributos de Yahvé, o de lo contrario su dios sucumbe ante al Problema del Mal.

Culpando a las Víctimas

Yahvé y el Problema del Mal también nos puede llevar en nuestro análisis a lo que se le conoce como “culpar a la víctima”.  Esto se da cuando la víctima de un crimen, accidente o cualquier tipo de maltrato abusivo es completa o parcialmente culpada por los hechos desafortunados que le suceden.  Tradicionalmente se practica en un contexto sexista o racista; sin embargo, también se presenta en el cristianismo.  El cristiano considera que, dado que su dios lo sabe y lo puede todo, y que es infinitamente justo y bueno, los problemas de las personas seguramente debieron ser provocados por ellas mismas.
    Si el dios cristiano es perfecto, entonces es lógico que hubiera creado un mundo perfecto también; pero esto se contrapone al mundo a veces perverso e injusto que habitamos.  Lo que es peor, es que si un dios perfecto no puede cometer errores, entonces creó un mundo imperfecto, con todo y maldad, a propósito.  La Biblia nos indica que esta es la situación, gracias a pasajes como “..toda decisión es del Señor” en Proverbios, 16:33.  Esto significa que no existe el libre albedrío, y que inclusive Adán y Eva no fueron responsables de traer el pecado al mundo, ya que fue parte del plan de Yahvé desde el principio.  Claro, esto es, si se cree que la Biblia es “palabra de Dios”.
Los problemas no terminan ahí: un dios que lo sabe y lo puede todo, también es entonces responsable por los desastres naturales que ocurren en el mundo: enfermedades, huracanes, terremotos y tsunamis que matan a millones de personas inocentes.  Los apologistas suelen decir que los desastres naturales son para el bien del planeta.  Pero nuevamente, un ser perfectamente bueno que lo puede y lo sabe todo encontraría una manera de lograr esos bienes sin tener que sacrificar vidas inocentes.
    Muchos cristianos también dicen que las enfermedades son resultado del pecado—inclusive el cáncer y otros males en bebés.  Esto, por supuesto, es ridículo, ya que sabemos que las enfermedades son causadas por diversas razones, incluyendo químicos en nuestro entorno—muchos de los cuales han sido puestos ahí por gente que cree que tiene dominio sobre la tierra (por ejemplo, cristianos) y que pueden hacer con ella lo que les plazca.  Decir que la enfermedad es causada por el pecado, sin embargo, significaría que los niños inocentes que mueren de cáncer tuvieron que haber pecado.  Esto significa que Yahvé está castigando niños inocentes por un supuesto pecado, mientras le permite a reclusos creyentes llevar una vida sana en la cárcel.











lunes, 4 de junio de 2012

El Mito del Caos Moral Secular

Sam Harris

Uno no puede criticar el dogmatismo religioso por mucho tiempo sin encontrarse con la siguiente aclamación, avanzada como si fuera un hecho evidente de la naturaleza: que no hay una base secular para la moralidad. Violar y matar niños solo puede estar mal, dice la idea, si hay un Dios que dice que así es. De otro modo, el bien y el mal serían solamente cuestiones de construcción social, y cualquier sociedad podría estar en libertad de decidir que violar y matar niños es realmente una sana forma de diversión familiar. En la ausencia de Dios, John Wayne Gacy podría ser una mejor persona que Albert Schweitzer, si tan solo más gente estuviera de acuerdo con él.

Es simplemente sorprendente qué extendido es este miedo al caos moral secular, dadas cuántas ideas falsas sobre la moral y naturaleza humana se necesitan para lograr que dé vueltas en el cerebro de una persona. Hay, sin duda, mucho qué decir en contra del espurio enlace entre la fe y la moral, pero los siguientes tres puntos deberán ser suficientes.

1.  Si un libro como la Biblia fuera el único plano confiable para la decencia humana que tenemos, sería imposible (tanto prácticamente como lógicamente) criticarlo en términos morales. Pero es extraordinariamente fácil criticar la moral que uno encuentra en la Biblia, ya que la mayor parte es simplemente odiosa e incompatible con una sociedad civilizada.

La noción de que la Biblia es una guía perfecta para la moral es realmente sorprendente, dado el contenido del libro. Sacrificio humano, genocidio, esclavitud y misoginia son consistentemente celebrados. Por supuesto, el consejo de Dios para los padres es refrescantemente directo: si nuestros hijos se comportan mal, deberemos golpearlos con una vara (Proverbios 13:24, 20:30 y 23:13-14). Si son tan desvergonzados como para atreverse a respondernos, debemos matarlos (Éxodo 21:15, Levítico 20:9, Deuteronomio 21:18-21, Marcos 7:9-14, Mateo 15:4-7). También debemos lapidar gente por herejía, adulterio, homosexualidad, trabajar en el Sábado, adorar imágenes grabadas, practicar brujería y gran variedad de otros crímenes imaginarios.

Muchos cristianos imaginan que Jesús se deshizo de todo este barbarismo y nos dio una doctrina de puro amor y tolerancia. No lo hizo. (Ver Mateo 5:18-19, Lucas 16:17, 2 Timoteo 3:16, 2 Pedro 20-21, Juan 7:19). Cualquiera que crea que Jesús solo enseñó la Regla de Oro y amar al prójimo debería volver a leer el Nuevo Testamento. Debe poner particular atención a la moral que estará en despliegue si Jesús regresa a la tierra en nubes de Gloria (por ejemplo, 2 Tesalonicenses 1:7-9; Hebreos 10:28-29; 2 Pedro 3:7; y todo Revelaciones).

No es un accidente que Santo Tomás de Aquino creyera que los herejes deberían ser matados y que San Agustín enseñara que debían ser torturados. (Pregúntese: ¿cuales son las probabilidades de que estos buenos doctores de la iglesia no hubieran leído el Nuevo Testamento como para descubrir un error en sus creencias?) Como una fuente de moral objetiva, la Biblia es uno de los peores libros que tenemos. Pudiera de hecho ser el peor, de no ser porque también tenemos el Corán.

Es importante señalar que nosotros decidimos lo que es bueno en El Buen Libro. Hemos leído la Regla de Oro y la juzgamos ser una destilación brillante de muchos de nuestros impulsos éticos; leemos que una mujer que no es virgen en su boda debe ser lapidada y, si somos civilizados, decidimos que ésta es una vil locura. Nuestras propias intuiciones éticas son, por lo tanto, primarias. Así que la elección ante nosotros es simple: podemos tener una conversación del siglo XXI acerca de la ética—avalándonos con todos los argumentos y descubrimientos científicos de los últimos dos mil años—o podemos tener una conversación del siglo I, como se presenta en la Biblia.

2.  Si la religión fuera necesaria para la moral, debería haber algo de evidencia de que los ateos son menos morales que los creyentes. La gente de fe regularmente alega que el ateísmo es responsable de algunos de los peores crímenes del siglo XX. ¿Son los ateos realmente menos morales que los creyentes? Mientras es cierto que los regímenes de Hitler, Mao, Stalin y Pol Pot fueron irreligiosos en varios grados, no eran precisamente racionales. De hecho, sus posturas en público eran poco más que letanías delirantes—delirantes en cuanto a raza, economía, identidad nacional, el paso de la historia, o los peligros morales del intelectualismo. En muchos sentidos, la religión fue culpable inclusive aquí. Considere el Holocausto: el antisemitismo que construyó las cámaras de gas nazis ladrillo por ladrillo fue una herencia directa del cristianismo medieval. Por siglos, los europeos cristianos habían considerado a los judíos como la peor especie de herejes, y le atribuyeron todos los malestares sociales a su presencia entre los fieles.

Mientras que el odio hacia los judíos en Alemania se expresó principalmente en forma laica, sus raíces fueron sin duda religiosas—y la demonización explícitamente religiosa de los judíos de Europa continuó por todo el periodo. (El Vaticano en sí perpetuó la responsabilidad por la muerte de Cristo a los judíos en sus periódicos hasta 1914.) Auschwitz, el Gulag y los campos de muerte no son ejemplos de lo que pasa cuando la gente se vuelve crítica de creencias injustificadas; por el contrario, estos horrores testifican contra los peligros de no pensar con suficiente crítica acerca de ideologías seculares específicas. Sobra decir que un argumento racional contra la fe religiosa no es un argumento a favor de la aceptación ciega del ateísmo como un dogma. El problema que el ateo expone es ni más ni menos que el problema del dogmatismo en sí—del cual todas las religiones tienen su parte. No sé de ninguna sociedad en la historia que sufrió porque sus habitantes se volvieron demasiado racionales.

De acuerdo con el Reporte de Desarrollo Humano de las Naciones Unidas (2005), las sociedades más ateístas—países como Noruega, Australia, Canadá, Suecia, Suiza, Bélgica, Japón, Holanda, Dinamarca y el Reino Unido—son de las más sanas, según los índices de esperanza de vida, alfabetismo, ingreso por persona, escolaridad, equidad de género, tasa de homicidios y mortalidad infantil. Por otro lado, los cincuenta países peor clasificados por la ONU en términos de desarrollo humano son religiosos sin titubeos. Por supuesto, datos correlacionales como estos no resuelven cuestiones de causalidad—creer en Dios puede llevar a disfunción social, la disfunción social puede llevar a creer en Dios, cada factor puede propiciar al otro, o ambos pueden surgir de otra fuente. Dejando de lado la cuestión de causa y efecto, estos hechos prueban que el ateísmo es perfectamente compatible con las aspiraciones básicas de una sociedad civilizada; también prueban, contundentemente, que la fe religiosa no hace nada para asegurar la salud de una sociedad.

3.  Si la religión realmente provee la única fuente concebible de moral, debería ser imposible proponer una base ateísta para la moralidad. Pero no es imposible; de hecho, es bastante sencillo.

Claramente, podemos pensar en fuentes objetivas de orden moral que no requieren de la existencia de un Dios que proclama leyes. En El Fin de la Fe, propongo que las cuestiones de moral son realmente cuestiones de felicidad y sufrimiento. Si hay formas objetivas mejores y peores de vivir para maximizar la felicidad en el mundo, éstas serían verdades objetivas morales que vale la pena saber. Si estaremos en posición de descubrir estas verdades y de estar de acuerdo en torno a ellas, no puede ser sabido de antemano (y este es el caso para todas las cuestiones de verdad científica). Pero si hay leyes psicofísicas que subrayan el bienestar humano--¿y por qué no las habría?--entonces estas leyes pueden ser descubiertas potencialmente. Conocimiento de estas leyes nos daría una base duradera para la moral objetiva. Mientras tanto, todo acerca de la experiencia humana parece sugerir que el amor es mejor que el odio para propósitos de vivir felizmente en este mundo. Ésta es una evaluación objetiva acerca de la mente humana, la dinámica de las relaciones sociales, y el orden moral de nuestro mundo. Mientras que no tenemos algo como un enfoque científico para maximizar la felicidad humana, parece ser seguro decir que violar y matar niños no sería uno de sus pilares.

Uno de los mayores retos a los que se enfrenta la civilización en el siglo XXI es que los humanos aprendan a hablar acerca de sus preocupaciones éticas más profundas—acerca de la ética, la experiencia espiritual y la inevitabilidad del sufrimiento humano—en formas que no sean flagrantemente irracionales. Nada se opone a este proyecto más que el respeto que le damos a la fe religiosa. Doctrinas religiosas incompatibles han balcanizado nuestro mundo en comunidades morales separadas, y estas divisiones se han convertido en una fuente continua de conflicto humano. La idea de que hay un enlace necesario entre la fe religiosa y la moral es uno de los principales mitos manteniendo a la religión en buenos ojos ante gente de otro modo racional. Y sin embargo, es un mito que es fácilmente disipado.

 

Traducción por Héctor Mata



lunes, 7 de mayo de 2012

Hitchens Sobre el Cáncer, Parte 5


Prueba de la Voluntad
Christopher Hitchens
(Para publicarse en enero, 2012)
Se puede decir esto de la muerte:
No hay que salir de la cama por ella.
Donde sea que estés
Te la traen—gratis.
-Kingsley Amis

Amenazas intencionadas, blofean con desprecio
Comentarios suicidas son arrancados
Del cuerno hueco, la pieza áurea del tonto
Dice palabras desperdiciadas, demuestra advertir
Que aquel no ocupado con nacer está ocupado con morir.
-Bob Dylan, “Está bien, Ma (Solo estoy sangrando)”

Cuando llegó el momento, y el viejo Kingsley sufrió una desmoralizante y desorientante caída, sí acabó en la cama y ultimadamente se volvió hacia la pared. No fue todo reclinarse y esperar el servicio de habitación en el hospital después de eso—“¡Mátame, jodido idiota!” alguna vez le exclamó alarmado a su hijo Philip—pero esencialmente esperó el final pasivamente. Debidamente llegó, sin mucho alboroto y sin cargos adicionales.
    El señor Robert Zimmerman de Hibbing, Minnesota, ha tenido por lo menos un encuentro muy cercano con la muerte, más de una actualización y revisión de su relación con el Todopoderoso y las Últimas Cuatro Cosas, y se ve dispuesto a demostrar que hay muchas maneras diferentes de probar que uno está vivo. Después de todo, considerando las alternativas...
    Antes de ser diagnosticado con cáncer del esófago hace un año y medio, de modo ameno le dije a los lectores de mis memorias que, cuando fuese confrontado con mi extinción, quisiera estar completamente consciente y despierto, para poder “hacer” mi muerte de manera activa y no pasiva. Todavía intento nutrir esa pequeña flama de curiosidad y desafío: dispuesto a aguantar hasta lo último y deseando aprovechar todo lo que se pueda la vida. Sin embargo, algo que una enfermedad grave le hace a uno, es que examine principios conocidos y dichos aparentemente confiables. Y hay uno que encuentro que no estoy diciendo con la misma convicción que alguna vez le tuve: en particular, he dejado de anunciar que “Aquello que no me mata me hace más fuerte.”
    De hecho, ahora me pregunto por qué alguna vez lo consideré tan profundo. Usualmente se le atribuye a Nietzsche: Was mich nicht umbringt macht mich stärker. En alemán suena y se lee más como poesía, por lo cual parece más probable que Nietzsche lo haya tomado prestado de Goethe, quien estaba escribiendo un siglo antes. ¿Pero la rima sugiere razón? Quizá lo hace, o lo puede, en cuestiones de las emociones. Recuerdo pensar que, al haber sido puesto a prueba por momentos de amor y odio, había logrado salir adelante de ellos con algo de fortaleza ganada por la experiencia, que no pude haber obtenido de ninguna otra forma. Y entonces una o dos veces, al alejarme de un accidente automovilístico o un caos mientras reportaba del extranjero, experimenté una sensación fatua de haber sido reforzado por el encuentro. Pero, realmente, eso no es más que decir “Me salvé por la gracia de Dios,” que a su vez no es más que decir “La gracia de Dios me ha tocado a mí y se olvidó de aquel otro hombre desafortunado.”


En el mundo físico bruto, y el abarcado por la medicina, hay demasiadas cosas que podrían matarte, no lo hacen, y luego te dejan considerablemente más débil. Nietzsche estaba destinado a darse cuenta de esto en la forma más difícil, lo que hace más confuso que decidiera incluir la máxima anterior en su antología Ocaso de los Ídolos (1889). (En alemán esto se dice Götzen-Dämmerung, que hace un claro eco a la épica de Wagner. Posiblemente su gran descontento con el compositor, en el que criticó a Wagner por repudiar los clásicos en favor de leyendas y mitos alemanes, fue una de las cosas que le dio a Nietzsche fuerza moral. Ciertamente el subtítulo del libro—“Cómo filosofar con un martillo”—tiene bastante bravura.)
    El resto de su vida, sin embargo, Nietzsche parece haber contraído una dosis temprana de sífilis, probablemente durante su primer encuentro sexual, lo cuál le provocó aplastantes migrañas y ataques de ceguera, y esto derivó en demencia y parálisis. Esto, mientras que no lo mató inmediatamente, ciertamente contribuyó a su muerte y no pudo posiblemente, en el inter, hacerlo más fuerte. En el curso de su caída mental, se convenció de que la empresa cultural más importante sería demostrar que las obras de Shakespeare habían sido escritas por Bacon. Ésta es una inequívoca señal de postración mental e intelectual avanzada.
    (Tomo cierto interés en esto, porque no hace mucho fui invitado a una estación de radio cristiana en Dixie para debatir sobre religión. Mi interlocutor mantuvo una cuidadosa cortesía sureña todo el tiempo, siempre permitiéndome hacer todos mis puntos, y luego me sorprendió preguntándome si me consideraba de algún modo Nietzscheniano. Contesté que no, diciendo que estaba de acuerdo con algunos de los puntos hechos por el gran hombre, pero no le debía ninguna gran perspicacia, y no me agradaba su desprecio por la democracia. H.L. Mencken y otros, traté de agregar, también lo habían usado para argumentar en favor de un darwinismo social en torno a lo inútil de ayudar a los “no aptos.” Y su espeluznante hermana, Elisabeth, utilizó su caída para abusar su trabajo, como si hubiera sido escrito en apoyo al movimiento alemán antisemítico. Esto le dio a Nietzsche la no merecida reputación póstuma de fanático. Mi interlocutor presionó, preguntando si sabía que muchas de las obras de Nietzsche habían sido producidas mientras moría de sífilis. Nuevamente, respondí que había oído de esto y no conocía razón para dudarlo, ni para confirmarlo tampoco. ¡Justo cuando empezaba la música de salida y se terminaba el programa, mi anfitrión alcanzó a decir que se preguntaba cuánto de mi escritura sobre Dios quizá haya sido influenciada por una enfermedad similar! Debí haberlo visto antes, pero me quedé sin palabras.)


Finalmente, y en miserables circunstancias en la ciudad italiana de Turín, Nietzsche fue sobrecogido por la visión de un caballo siendo cruelmente golpeado en la calle. Apurado por poner sus brazos alrededor del cuello del caballo, sufrió de convulsiones y en delante quedó al cuidado de su madre y hermana por el resto de su vida llena de dolor. Ocurrió en 1889, y sabemos que en 1887 Nietzsche había sido influenciado poderosamente por las obras de Dostoyevski. Parece haber una misteriosa correspondencia entre el episodio en la calle y el horrible y gráfico sueño experimentado por Raskolnikov, la noche anterior a los asesinatos decisivos, en Crimen y Castigo. La pesadilla, que es imposible olvidar una vez que se ha leído, incluye la horrorosa golpiza de un caballo hasta la muerte. Su dueño le golpea a través de los ojos, le rompe la espalda con un palo, llama a los transeúntes a ayudar con la paliza... no se nos guarda nada. Si la horrible coincidencia fue suficiente para llevar a Nietzsche a perderlo todo, entonces debió haber quedado tremendamente debilitado, o apabullantemente vulnerable, por sus otras aflicciones. Éstas, entonces, no le sirvieron para hacerle más fuerte en lo absoluto. Lo más que pudo haber significado, creo, es que aprovechó al máximo sus pocos intervalos sin dolor y locura para plasmar sus colecciones de aforismos y paradojas. Esto le pudo haber dado la impresión eufórica de estar triunfando, y haciendo uso de la Voluntad del Poder. Ocaso de los Ídolos fue, de hecho, publicado casi de manera simultánea con el horror en Turín, así que la coincidencia fue llevada hasta donde razonablemente podía llegar.
    O tomemos un ejemplo de un distinto y más templado filósofo, más cercano a nuestros tiempos. El profesor Sidney Hook fue un famoso materialista y pragmatista, que escribió tratados sofisticados que sintetizaban las obras de John Dewey y Karl Marx. Él también fue un ateo empedernido. Hacia el fin de su larga vida enfermó y comenzó a reflexionar sobre la paradoja de que—basado en la meca médica de Stanford, California—pudo disponer de un nivel de cuidados sin precedentes, mientras al mismo tiempo fue expuesto a un grado de sufrimiento que generaciones anteriores no hubieran podido costear. Razonando sobre esto después de una experiencia particularmente severa de la que se recuperó, decidió que hubiera preferido haber muerto:
Estaba a punto de la muerte. Una falla cardiaca fue tratada por propósitos de diagnóstico con un angiograma, que detonó una embolia. Un hipo violento y doloroso, ininterrumpido por varios días y noches, prevenía la ingestión de comida. Mi lado izquierdo y una de mis cuerdas vocales quedaron paralizadas. Algún tipo de inflamación en mis pulmones ocurrió, y pensé que me estaba ahogando en un mar de baba. En uno de mis intervalos lúcidos en esos días de agonía, le pedí a mi médico que descontinuara todo servicio que me mantuviera vivo, o que me mostrara cómo hacerlo.
    El médico se negó a esto, y en vez le aseguró a Hook que “algún día apreciaría la tontería de esta petición.” Pero el filósofo estoico, desde el punto de vista de vida continuada, aun insistió que quisiera ser dejado morir. Dio tres razones. Otro derrame agonizante pudiera afligirlo, obligándolo a sufrir todo de nuevo. Su familia estaba pasando por una experiencia infernal. Recursos médicos se estaban gastando para nada. En el curso de su ensayo, usó una frase potente para describir la posición de otros que sufren así, refiriéndose a ellos como descansando en “colchones tumba.”
    ¿Si tener la vida restaurada no cuenta como algo que no te mata, qué sí? Y no obstante, parece no haber ningún sentido en el que a Hook lo hiciera “más fuerte.” Si acaso, se podría decir que concentró su atención en cómo cada debilitación se acumula a la anterior y provoca una miseria acumulada con solamente un desenlace posible. Después de todo, si fuera distinto, cada ataque, cada derrame, cada vil hipo, lograrían reforzarlo a uno y crear resistencia. Y esto es plenamente absurdo. Así que nos quedamos con algo inusual en los anuarios de aproximaciones estoicas a la extinción: no el deseo de morir con dignidad, sino el deseo de haber muerto.

El profesor Hook finalmente sucumbió en 1989, y soy una generación menor que él. No he llegado tan cerca del amargo final como él tuvo que hacerlo. Tampoco he tenido que tener una conversación tan ardua con un médico. Pero sí recuerdo yacer ahí y ver mi torso desnudo, que estaba cubierto con una rozadura roja por la radiación. Esto era producto de un mes de bombardeo con protones que había quemado el cáncer en mis nodos claviculares y paratraqueales, así como el tumor original en el esófago. Esto me puso en una rara categoría de pacientes que podían presumir haber recibido la experiencia avanzada del Centro del Cáncer MD Anderson, en Houston. Decir que la rozadura dolía sería un sinsentido. Lo difícil el describir cómo dolía por dentro. Yací por días a la vez, tratando en vano de posponer el momento en que tendría que tragar. Cada vez que sí tragaba, una infernal marea de dolor fluía por mi garganta, culminando con lo que se sentía como una patada de mula en mi espalda baja. Me preguntaba si las cosas se verían tan rojas e inflamadas por dentro como por fuera. Y luego tuve un pensamiento súbito: ¿Si me hubieran dicho de esto con anticipación, me hubiera sometido al tratamiento? Hubo varios momentos, en los que temblé, convulsioné y maldije, que lo dudaba seriamente.
    Probablemente sea algo misericordioso que el dolor sea imposible de describir de memoria. También es imposible advertir de él. Si mis doctores de protones hubieran intentado decirme desde antes, quizá hubieran mencionado un “gran malestar” o quizá una sensación de irritación. Yo solo sé que nada de me pudo haber preparado o tranquilizado para esto que parecía despreciar analgésicos y atacaba mis entrañas. Ahora parece que me he quedado sin opciones de radiación en estos lugares (tuve 35 días consecutivos de lo más que pueda aguantar alguien), y mientras que ésto no es para nada una buena noticia, me salva de tener que preguntarme si estaría dispuesto a enfrentar el mismo tratamiento de nuevo.
    Pero también es misericordioso que ahora ya no pueda encontrar el recuerdo de cómo me sentí durante esos lacerantes días y noches. Y desde entonces he tenido intervalos de robustez relativa. Así que como un actor racional, tomando la radiación junto con la recuperación, debo estar de acuerdo en que si hubiera declinado a la primer etapa, por lo tanto evitando la segunda y la tercera, ya estaría muerto. Y eso no tiene atractivo.
    Sin embargo, no se puede escapar al hecho de que estoy enormemente más débil que antes. Parece hace tanto el recuerdo de presentar al equipo de protones con champaña y luego subir casi ágilmente a un taxi. Durante mi siguiente estadía en un hospital, en Washington, D.C., la institución me regaló una maliciosa neumonía (y me mandó a casa con ella dos veces) que casi me acabó. La fatiga aniquiladora que cayó sobre mí en consecuencia también tenía la mortal amenaza de rendición ante lo inescapable: frecuentemente encontraba al fatalismo y resignación sobre mí a manera que fracasaba en pelear contra mi inanición general. Solo dos cosas me salvaron de traicionarme y dejarme ir: una esposa que no soportaba oír hablar en este modo aburrido e inútil, y varios amigos que también hablaron libremente. Oh, y el analgésico ocasional. Qué felizmente contemplaba mi día cuando veía que se preparaba la inyección. Contaba como todo un evento. Con algunos analgésicos, si se tiene suerte, se puede sentir el “golpe” cuando empieza a funcionar: un cosquilleo tibio seguido de una euforia idiota. El llegar a esto—como los tristes criminales que roban farmacias por OxyContin. Pero fue un alivio del aburrimiento, y un placer culposo (no hay muchos de esos en Pueblo Tumor), y no menos un alivio del dolor.
    En mi familia inglesa, el rol del poeta nacional fue tomado no por Philip Larkin, sino por John Betjeman, poeta de suburbios y la clase media, y una presencia mucho más mordaz que el aspecto de osito de peluche que a veces presentaba al mundo. Su poema “Sombra De Las Cinco” lo muestra por lo menos aterciopelado:
    Esta es la hora del día cuando nosotros en la sala de los Hombres
    Pensamos “Una oleada más del dolor y me rendiré en la pelea,”
    Cuando aquel que lucha por respirar puede luchar menos fuerte:
    Esta es la hora del día que es peor que la noche.
   He llegado a conocer ese sentimiento, ciertamente; la sensación y convicción de que el dolor nunca cederá y que la espera para la próxima dosis es injustamente larga. Entonces llega un ataque de falta de aliento, seguido de algo de tos sin sentido y luego—si es un mal día—más expectoración de la que puedo manejar. Tarros de saliva vieja, moco ocasional, y ¿para qué diablos quiero acidez en este momento exacto? No es como si hubiera comido algo: un tubo me da todos mis nutrientes. Todo esto, y el inmaduro resentimiento que va con ello, constituye un debilitamiento. También la sorprendente pérdida de peso que el tubo parece incapaz de combatir. Ahora he perdido casi un tercio de mi masa corporal desde que el cáncer fue diagnosticado: podrá no matarme, pero la atrofia muscular hace más difícil inclusive los ejercicios más sencillos, sin los cuales quedaría más endeble aun.


Estoy escribiendo esto acabando de tener una inyección para tratar de disminuir el dolor en mis brazos, manos y dedos. El principal efecto secundario de este dolor es adormecimiento en las extremidades, llenándome con el miedo no irracional de que pudiera perder la habilidad de escribir. Sin esa habilidad, me siento seguro ahora, mi “voluntad de vivir” sería atenuada. Suelo decir, algo grandiosamente, que escribir no solo es de lo que vivo, sino que es mi vida, y es cierto. Casi como la amenaza de perder la voz, que actualmente ha sido aliviada por unas inyecciones a mis cuerdas vocales, siento a mi personalidad e identidad disolviéndose mientras contemplo manos muertas, y la pérdida de los cinturones de transmisión que me conectan a la escritura y el pensamiento.
    Éstas son debilidades progresivas que en una vida más “normal” hubieran tomado décadas en ocurrirme. Pero, como con la vida normal, uno encuentra que cada día que pasa representa más y más siendo restado de menos y menos. En otras palabras, el proceso lo enferma a uno y lo mueve más cerca de la muerte. ¿Cómo pudiera ser de otro modo? Justo cuando empezaba a reflexionar sobre estas líneas, me encontré con un artículo sobre el tratamiento del estrés post-traumático. Ahora sabemos, por experiencia costosa, mucho más acerca de este malestar de lo que sabíamos. Aparentemente, uno de los síntomas por los que se identifica es que un rudo veterano dirá, buscando aligerar su experiencia, que “lo que no me mata me hace más fuerte.” Esta es una de las manifestaciones que “la negación” toma.
    Estoy atraído a la etimología de la palabra alemana “stark” [escueto, desnudo o descarnado, N. Del T.], y su pariente usada por Nietzsche, stärker, que significa “más fuerte.” En yídish, llamar a alguien un “starker” equivale a llamarlo militante, un tipo rudo, un trabajador duro. Hasta ahora, he decidido lidiar con todo lo que mi malestar me presente, y mantenerme combativo inclusivo al tomar la medida de mi propia disminución. Repito, esto no es más que lo que una persona sana tiene que hacer en cámara lenta. Es nuestro destino común. En cualquier caso, sin embargo, uno puede dispensar con las máximas amables que no le llegan a sus reputaciones.


lunes, 30 de abril de 2012

Hitchens Sobre el Cáncer, Parte 4


Verdades Calladas
Christopher Hitchens
Junio, 2011


He visto el momento de mi grandeza parpadear,
Y he visto al eterno Enterrador tomar mi abrigo, y burlarse,
Y, en breve, tuve miedo.
-T.S. Eliot, “La Canción de Amor de J. Alfred Prufrock.”


Como tantas de las variadas experiencias de la vida, la novedad de un diagnóstico de un cáncer maligno tiene una tendencia a desgastarse. Las cosas palidecen, e inclusive se vuelven banales. Uno puede acostumbrarse al espectro del eterno Enterrador, como un tipo viejo y aburrido acechando en el pasillo al final de la velada, esperando la oportunidad de tomar la palabra. Y no me quejo mucho de que me cuide el abrigo en esa manera, como si mudamente me recordara que es tiempo de que me vaya. No, es su burla lo que me deprime.
   De manera demasiado regular, la enfermedad me da un especial del día, o un sabor del mes. Pueden ser rozaduras o úlceras, en la lengua o en la boca. ¿O por qué no un toque de la neuropatía perimetral, incluyendo pies adormecidos y helados? La existencia diaria se vuelve una cosa infantil, medida no en cucharadas de café Prufrock's, sino en pequeñísimas dosis de nutrientes, acompañadas por alentadores sonidos de testigos, o solemnes discusiones sobre las operaciones del sistema digestivo llevadas con desconocidas maternales. En los días menos buenos, me siento como el puerquito con la pata de madera perteneciente a la sadísticamente sentimental familia que solamente aguantaba comérselo un pedazo a la vez. Excepto que el cáncer no es tan... considerado.
Lo que más me ha inducido a la depresión y alarma, por mucho, ha sido el momento en que mi voz se hizo tan aguda como la de un niño (o quizá un lechoncillo). Después comenzó a registrar por todos lados, desde un susurro gutural hasta un berrido melancólico. Y a veces amenazaba, y ahora amenaza casi diario, con desaparecer por completo. Acababa de regresar de dar un par de discursos en California, donde con la ayuda de morfina y adrenalina todavía pude “proyectar” mis pronunciaciones, cuando hice un intento de llamar un taxi desde fuera de mi casa—y nada sucedió. Me quedé congelado, como un gato que acababa de perder su maullido. Solía ser capaz de detener un taxi de Nueva York a 30 pasos. También podía, sin la ayuda de un micrófono, alcanzar la fila de atrás de un salón de debates abarrotado. Y puede no ser algo qué presumir, pero la gente me decía que si su televisión o radio estaban encendidos, inclusive en otra habitación, siempre podían reconocer mi voz.
    Como la propia salud, la pérdida de tal cosa no puede ser imaginada hasta que ocurre. Como todos los demás, he jugado versiones del juego juvenil “¿Qué preferirías?”, en el cuál se debate si la ceguera o la sordera sería la más represiva. Pero no recuerdo haber especulado acerca de quedar mudo. Estar privado de la habilidad de hablar es más como un ataque de impotencia, o la amputación de parte de la personalidad. En un alto grado, en público y en privado, yo “era” mi voz. Todos los rituales de etiqueta y conversación, desde aclarar la garganta en preparación para contar un chiste largo y desgastante, hasta (en días más jóvenes) tratar de hacer mis propuestas más persuasivas bajando de tono una octava, eran natos y esenciales para mí. Nunca he sido capaz de cantar, pero pude alguna vez recitar poesía y citar prosa y a veces hasta se me pedía hacerlo. Y la precisión es todo: el exquisito momento en que uno puede divagar para contar una historia, o hacer de una línea un chiste, o ridiculizar a un oponente. Yo vivía por momentos como esos. Ahora, si quiero entrar en conversación, debo atraer la atención de algún otro modo, y vivir con el horrible hecho de que la gente escucha “con simpatía”. Por lo menos no tienen que poner atención demasiado tiempo; no puedo durar mucho y de todos modos no lo soporto.


Cuando uno enferma, la gente manda discos. A menudo, en mi experiencia, éstos son de Leonard Cohen. Así que recientemente me aprendí una canción, llamada “Si Es Tu Voluntad.” Es un poco empalagosa, pero es interpretada hermosamente y comienza así:
    Si es tu voluntad,
    Que no hable más;
    Y que mi voz quede quieta,
    Como era antes...
    Encuentro que es mejor no escuchar esto cuando es tarde. Leonard Cohen es inimaginable sin, e indistinguible de, su voz. (Ahora dudo que pudiera soportar escuchar esa canción cantada por alguien más.) En cierto modo, me digo, podría arreglármelas comunicándome solo por escrito. Pero esto es solo por mi edad. Si hubiera sido robado de mi voz antes, dudo que hubiera podido lograr mucho en las páginas. Le debo mucho a Simon Hoggart de The Guardian (hijo del autor de Los Usos de la Alfabetización), quien hace unos 35 años me dijo que un artículo mío estaba bien argumentado pero aburrido, y me aconsejó que procurara “escribir más como hablas.” En aquel momento, quedé aturdido por la acusación de ser aburrido y nunca le agradecí apropiadamente, pero con el tiempo aprecié que mi temor a viciar la escritura con el pronombre personal era en sí una forma de vicio.
    A mis grupos de redacción les solía decir que cualquiera que pudiera hablar también podía escribir. Habiendo levantado sus ánimos con esta escalera fácil de asir, entonces la reemplacé con una enorme serpiente: “¿Cuánta gente en esta clase puede hablar? ¿Digo, realmente hablar?” Eso tenía su efecto debidamente desmoralizante. Les dije que leyeran cada composición en voz alta, preferiblemente a un amigo de confianza. Las reglas eran generalmente las mismas: evitar expresiones trilladas (como la plaga, diría William Safire) y las repeticiones. No decir que de niño su abuela les solía leer, a menos que en ese estado de su vida ella realmente fuera un niño, en cual caso seguramente habían desperdiciado una mejor introducción. Si algo vale la pena escuchar, muy probablemente vale la pena leer. Así que, sobre todo: encuentren su propia voz.


El cumplido más satisfactorio que un lector puede hacerme es decir que él o ella se siente aludido personalmente. Piense en sus propios autores favoritos y vea si no es precisamente esa una de las cosas que lo atraen, muchas veces sin que usted se dé cuenta. Una buena conversación es el único equivalente humano: el caer en cuenta de que se están logrando y entendiendo puntos decentes, que la ironía está en juego, y la elaboración, y que el comentario soso u obvio sería casi físicamente doloroso. Es así como la filosofía evolucionó en el simposium, antes de que fuera escrita. Y la poesía inició con la voz como su único reproductor y el oído como su única grabadora. De hecho, no sé de ningún escritor realmente bueno que estuviera sordo, tampoco. ¿Cómo uno podría llegar, inclusive con la inteligente autoría de Abbé de l'Épée, a apreciar las minúsculas punzadas y el éxtasis de sofisticación que la voz bien entonada imparte? Henry James y Joseph Conrad acabaron dictando sus últimas novelas—lo que debe contar como uno de los logros vocales más grandes de todos los tiempos, a pesar de que pudieran beneficiarse de que les leyeran algunos pasajes para verificar—y Saul Bellow dictó buena parte de El Regalo de Humboldt. Sin nuestro correspondiente sentido del idiolecto, la estampa de cómo un individuo realmente habla y, por lo tanto, escribe, seríamos privados de todo un continente de simpatía humana, y de sus placeres menores como la mímica y la parodia.


Más solemnemente: “Todo lo que tengo es una voz,” escribió W.H. Auden en “Septiembre 1, 1939,” su intento agonizado de comprender y resistir el triunfo de la maldad radical. “¿Quién puede alcanzar a los sordos?” preguntó desesperadamente. “¿Quién puede hablar por los mudos?” Casi al mismo tiempo, la Nobel judío-alemana Nelly Sachs encontró que la aparición de Hitler le había ocasionado quedar literalmente sin palabras: robada de su voz por la severa negación de todos sus valores. Nuestros propios idiomas cotidianos preservan la idea, cuan tenuamente: cuando un servidor público devoto muere, los obituarios frecuentemente dicen que era una “voz” para los no escuchados.
    De la garganta humana también pueden emerger terribles venenos: berridos, aburrimientos, quejidos, gritos, incitaciones (“la más huracanada basura militante,” como Auden lo fraseó en el mismo poema), e inclusive burlas. Es la oportunidad de oponer voces fijas y pequeñas contra este torrente de balbuceos y ruido, las voces del ingenio y modestia, por las cuales uno añora. Todos los mejores momentos de sabiduría y amistad, de la “Apología” de Platón para Sócrates hasta La Vida de Johnson de Boswelli, resuenan con los orados, improvisados momentos de interjuego de razón y especulación. Es en compromisos como estos, en competencia y comparación con otros, que uno puede esperar encontrar lo elusivo, un mot juste mágico. Para mí, recordar una amistad es recordar esas conversaciones que parecía un pecado interrumpir: aquellas que hacían del sacrificio del día siguiente algo trivial. Ésa fue la manera que Calimaco escogió recordar a su querido Heráclito:
    Me dijeron, Heráclito; me dijeron que estabas muerto.
    Me trajeron a escuchar amargas noticias, y lloré amargamente.
    Lloré cuando recordé qué tan seguido tú y yo 
    Habíamos cansado al sol conversando, y lo mandamos a su ocaso.
De hecho, aclama la inmortalidad de su amigo por la dulzura de sus tonos:
    Aún están tus voces agradables, tus ruiseñores, despiertos;
    Porque la Muerte, se ha llevado todo, pero a ellos no se los puede llevar.
    Quizá demasiada esperanza en esa línea concluyente...


En la literatura médica, la cuerda vocal es un mero doblez, una pieza de cartílago que intenta estirarse y tocar a su gemelo, así produciendo la posibilidad de efectos de sonido. Pero siento que debe haber una relación profunda con la palabra “cuerda”: la vibración resonante que puede revolver la memoria, producir música, evocar amor, traer lágrimas, mover públicos a la lástima y las masas a la pasión. Podremos no ser, como hemos presumido, los únicos animales capaces de hablar. Pero somos los únicos que pueden desplegar comunicación vocal por placer y recreación pura, combinándose con nuestras otras presunciones de razón y humor, para producir síntesis más elevadas. Perder esta habilidad es ser privado de todo un rango de facultades: es morirse más de un poco.
    Mi mayor consolación en este año de vivir muriendo ha sido la presencia de amigos. Ya no puedo comer o beber por pacer, así que cuando ofrecen darse una vuelta es solo por la bendecida oportunidad de hablar. Algunos de estos camaradas fácilmente pueden llenar un salón con clientes ávidos de oírlos hablar: son oradores con los que es un privilegio simplemente seguirles el paso. Ahora, por lo menos puedo escucharlos gratis. ¿Pueden venir a verme? Sí, pero solo en cierto modo. Ahora, todos los días voy a una sala de espera, y veo las terribles noticias desde Japón en el cable (generalmente con subtítulos, para torturarme un poco) y espero a que una alta dosis de protones sea proyectada a mi cuerpo a dos tercios la velocidad de la luz. ¿Qué esperanza tengo? Si no una cura, entonces una remisión. ¿Y qué quiero a cambio? En la más hermosa oposición de dos de las palabras más simples de nuestro lenguaje: libertad de expresión.