miércoles, 20 de junio de 2012

El Antiteísmo: Felicidad Y Alivio De Que Dios No Existe

Comúnmente, las razones para dudar de la existencia de Dios son más bien del tipo intelectual.  Por medio de un análisis lógico riguroso de los argumentos, aunado a un escrutinio de la evidencia, en conjunción con algo de honestidad intelectual, concluir que el Dios de Abraham no existe es no solamente fácil sino, para muchos, inevitable.  Sin embargo, existe un gran número de ateos y agnósticos—difícil saber exactamente qué proporción—que quisieran que fuera cierto que Dios existe.  Inclusive llegan al punto de expresar decepción en sí mismos por no ser capaces de creer, y de admirar y respetar a la “gente de fe”.
    Sin embargo, existimos muchos ateos más para los cuales este no es el caso—también es difícil estimar cuántos somos, pero definitivamente no somos la mayoría.  Para algunos cuantos, la existencia de Dios les es indiferente desde un punto de vista emotivo o moral una vez que se concluye que no existe (Después de todo, ¿cuánta gente está “feliz” de que no exista, digamos, Drácula?).  Para otros, sin embargo, nos provoca auténtica felicidad y alivio nuestra conclusión.  Sobra decir que no tenemos ni el menor deseo de “poder creer” como los fieles e, inclusive, nos atrevemos a despreciar y faltar el respeto a la “fe”.  Ésta posición, rara vez articulada en voz alta o medios impresos por inclusive los más atrevidos de los ateos, es conocida como antiteísmo.
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¿Qué lleva a uno a sentir tal alivio?  ¿Es acaso consolador el pensar en que esta vida es la única, y en que nuestros seres amados desaparecerán de nuestras vidas para siempre, y nosotros de las de ellos, sin posibilidad de una reunión?  ¿Es reconfortante el prospecto de la aniquilación definitiva?  ¿Tiene propósito una vida a la que no le sigue nada al final, sin ninguna evaluación, premio, castigo, ni rendición de cuentas?  Éstas y muchas preguntas más son lo que lleva a muchos creyentes a pensar que los ateos somos seres deprimidos, atormentados, pesimistas y nihilistas; que somos psicópatas latentes al borde de pegarse un tiro en la boca después de hacer explotar un autobús lleno de niños; o bien, libertinos económicos y depravados maniáticos sexuales, sin amor ni respeto por nada más que el placer hedonista más vulgar, así sea a costa del bienestar de los demás.
    Sin embargo, los ateos somos tan morales—o más, diría yo, por razones que mencionaré más delante—que cualquier creyente.  Como mencionó Sam Harris—y como es bien sabido en la tradición de la filosofía y la ética desde hace miles de años—la moral humana precede por mucho a la religión.  (Para empezar, amable lector, considere el siguiente experimento mental: ¿Hubieran llegado los supuestos israelitas al Monte Sinaí pensando que el asesinato, robo y perjurio estaban bien?  ¿Acaso se sintieron sorprendidos y decepcionados de que resultara que ya no debían matar a su prójimo?)  Es precisamente este sentido moral el que nos permite evaluar—juzgar, inclusive—no solamente a los religiosos, sino a su Dios también.
    El hecho de no creer en Dios no es obstáculo para poder estudiarlo, del mismo modo que podemos estudiar a los personajes de los grandes clásicos de la literatura, por ejemplo.  Que Hamlet haya sido una invención de Shakespeare no trivializa—ni mucho menos invalida—los dilemas morales a los que se enfrenta, ni reduce el aprendizaje y disfrute del lector.  Así mismo, son los creyentes mismos los que nos cuentan la historia de su Dios y sus profetas; que Dios hizo esto, que Dios dijo aquello, que Moisés fue a tal lugar, que Jesús murió por tal razón.  Y tal como con un buen libro—o uno malo—podemos pensar en la trama, en los personajes, en las ironías, en los simbolismos; todo sin tener que creer que realmente sucedió.
    Es tan grande y constante la insistencia de los creyentes acerca de la verdad de sus religiones, que es para mí inevitable pensar en ello.  Desde que era niño y me di cuenta de que todos mis compañeritos en la escuela creían y yo no, me preguntaba qué pasaría si fuera cierto.  Diálogos internos como el siguiente merodeaban mi mente:
¿Y si fuera cierto que Dios me ama?  Yo no lo amo de regreso; ni siquiera creo en Él.  Suena como un tipo al que más vale amar, porque si no, te va a mandar al infierno.  Un momento: ¿por qué me manda al infierno si me ama?  Si el amor es incondicional, ¿por qué me pone la condición de que me someta a él?  Mi amigo Fulanito dice que es nuestra libre decisión, pero me suena más bien a una amenaza o un chantaje.  ¿Quién “escoge” irse al infierno?  ¿Y quién carajos “escoge” amar? Y si Dios todo lo puede y todo lo sabe, ¿puede alguien irse al infierno por error, contra sus planes? Evidentemente no.  Entonces, Él tiene previsto—no, planeado—desde un principio que ciertas personas no se van a salvar.  ¿Y cómo es eso entonces mi libre decisión, si Él sabe de antemano lo que voy a decidir?  ¿Y así es como me ama? Lo siento, mejor yo paso.

La lectura de la Biblia

Los creyentes cristianos, por tomar los más conocidos para un servidor, continuamente lo remiten a uno a leer la Biblia.  Supuestamente, dicho libro es una representación confiable—si no es que exacta, según algunos de ellos—de la naturaleza y carácter de Dios.  Por eso es frustrante que uno, cuando se pone a leer dicho largo y tediosísimo volumen, les mencione cosas incómodas y entonces empiecen a poner todo tipo de pretextos.  Considere el siguiente diálogo, basado en conversaciones reales que he tenido en mi vida con cristianos:
Yo: Oye, en la Biblia dice que Dios es amor.
Cristiano: Sí.
Yo: En la Biblia dice que Jesús murió por mis pecados y resucitó al tercer día.
Cristiano: Efectivamente, eso es lo que dice.
Yo: Acá en la Biblia dice que Dios creó el universo y todo lo que hay en él, incluyendo al hombre.
Cristiano: Sí, eso creemos.
Yo: OK, bien.  También dice en el Segundo Libro de Reyes, segundo capítulo, versos 23 en adelante, que unos niños se burlaron de un profeta porque estaba pelón.  Entonces, el profeta le pidió a Dios que interviniera—los maldijo en su nombre—y Dios mandó dos osos a despedazar 42 niños.
En ese momento, el cristiano ofrece cualquiera de los siguientes pretextos, en un intento ahora de decir que la Biblia no dice lo que dice:
  • Es que no estás leyendo el contexto. (Como si hubiera situaciones en las que está justificado despedazar niños.)
  • Es que eran otros tiempos. (Sócrates y Confucio también eran de otros tiempos, y no hubieran hecho eso.)
  • Es que eso es del Viejo Testamento. (Los Diez Mandamientos también: ¿entonces no cuentan tampoco?)
  • Es que tienes que interpretarlo, quizá solo fue una muerte espiritual. (Oh, vaya.  Qué consuelo.  ¿Y qué es eso del “espíritu”, exactamente? ¿Me lo puede mostrar?)
  • Es que tienes que ver el idioma original. (Como si la muerte en otro idioma fuera más agradable.)
  • Es que no tienes los conocimientos teológicos para interpretar. (¿Interpretar qué? Como si uno no supiera leer y ver que dice lo que dice.  ¿Y qué tal si le pregunto a un “teólogo” musulmán, o a un budista? ¿Acaso no son estudiosos ellos también?).
  • Es que como Dios es infinito, su justicia es infinita. (Entonces hubiera matado a una infinidad de niños.  ¿Y desde cuándo es más y más justo dar un castigo más y más desproporcionado?)
  • Y cuando se delatan por completo es cuando contestan con una pregunta, usualmente ésta: ¿Y quién eres para cuestionar a Dios?
    Digo que se delatan, porque ponen en evidencia que ellos no cuestionan a Dios.  Ese es el origen la religión y tantos otros problemas: que la gente no cuestiona.  Demasiadas veces, demasiada gente está contenta con ser ovejas; harán lo que sea, con tal de que El Gran Líder se haga cargo de ellas.  Pueden aniquilar a los pueblos vecinos (véanse los primeros 50 libros de la Biblia para muchos ejemplos); pueden estar dispuestos a matar a su propio hijo por capricho del Líder (véase la historia del idiota moral llamado Abraham); pueden quemar gente viva por pensar diferente (véase la Inquisición); en fin, abandonan no solamente su intelecto, sino también su moral, con tal de que el Gran Líder les dé un premio o no los castigue.  Y si no hay un Gran Líder, pues entonces a inventarlo.
    Y nótese también la disposición a poner el pretexto que sea para justificar la inmoralidad que sea, siempre que sea cometida por el Gran Líder.  Si un mortal cualquiera despedaza 42 niños, es un monstruo; pero si lo hace Dios, entonces es “infinitamente justo”.  Es el más descarado y vil relativismo moral masoquista.  (Es como si Dios dijera, cual jefe mafioso: “Haz lo que se te dice, no lo que se te muestra.  Yo te hice, yo te puede deshacer.  Sin mí no eres nada.”  Y entonces el idiota moral que es el religioso agacha la cabeza—o se pone de rodillas, más bien—y crea apologías para las atrocidades de su amo.)

El Dictador Omnipotente


¿Y cómo se compara la maldad del dios de Abraham con la de, digamos, los grandes genocidas de la historia?  Bien, una rápida búsqueda en Google de la frase “cuántos muertos en la biblia” es un buen punto para empezar, si no se ha leído la Biblia (algo que recomiendo enormemente; es la manera más rápida y confiable de crear ateos).  Dos de los enlaces más inmediatos están aquí y aquí.  Vale la pena mencionar que no son solo muertos; son gente que Dios mató Él mismo (si es omnipotente y omnisciente, en cierto modo Él es responsable de matar a todos, pero ese es otro artículo).
    En resumidas cuentas lo que quiero comunicarle al lector es lo siguiente: imagine al dictador más despiadado y cruel de la historia (Husein, Stalin, Hitler, Pol Pot, Mao) y entonces hágalo omnipotente.  Ése es el Dios de la Biblia.  ¿No es acaso un alivio saber que no existe?