domingo, 9 de febrero de 2014

¡Gracias a la Bondad!



No hay ateos en las trincheras, según un viejo pero dudoso dicho, y hay al menos un poco de evidencia anecdótica a favor de ello, dada en los notables casos de ateos famosos que han emergido de experiencias cercanas a la muerte para anunciar al mundo que han cambiado de opinión.  El filósofo inglés Sir A.J. Ayer, quien muriera en 1989, es un ejemplo relativamente cercano.  He aquí otra anécdota para contemplar.
Hace dos semanas, fui llevado en ambulancia al hospital, donde se determinó por un escaneo c-t que tenía una “disección de la aorta”—la envoltura de la principal vía que llevaba sangre desde mi corazón se había roto, creando un tubo de dos canales donde solo debería haber uno.  Afortunadamente para mí, el hecho de que había tenido un bypass de arteria coronal siete años antes probablemente me salvó la vida, ya que el tejido de cicatrización que creció como hiedra alrededor de mi corazón en los años subsecuentes reforzó la aorta, previniendo una fuga catastrófica desde la rasgadura de la misma.  Después de una cirugía de nueve horas, en la que mi corazón fue completamente detenido y mi cuerpo enfriado hasta 7°C para prevenir daño cerebral a causa de la falta de oxígeno hasta que se pudiera echar a andar la máquina de bombeo artificial, soy ahora el orgulloso propietario de una aorta y arco aórtico nuevos, hechos de fuerte tubería de tejido Dacron , cosido en su lugar por un cirujano y adherido a mi corazón por una válvula de fibra de carbono que hace un pequeño clic reconfortante cada vez que mi corazón late.
Ahora que comienzo un amble periodo de recuperación, tengo mucho sobre qué reflexionar, acerca de la experiencia horrorosa en sí y aun más acerca del diluvio de mensajes de apoyo que he recibido desde que se corrió la voz de mi última aventura.  Amigos estaban ansiosos de saber si había tenido alguna experiencia cercana a la muerte y, de ser así, cómo eso afectaría mi perene ateísmo público.  ¿Había tenido una epifanía?  ¿Iba a seguir los pasos de Ayer (quien por cierto recuperó su aplomo e insistió unos días después que lo que debió decir era que “mis experiencias han debilitado, no mi creencia de que no hay vida después de la muerte, sino mi actitud inflexible acerca de esa creencia”), o se mantendría mi ateísmo intacto y sin cambios?
Sí, tuve una epifanía.  Vi con mayor claridad que nunca que, cuando digo “¡Gracias al bien!” esto no es solo un eufemismo para decir “¡Gracias a Dios!” (los ateos no creemos que haya un dios a quién agradecer).  Realmente pretendo decir ¡gracias al bien!  Hay mucha bondad en este mundo, y más de ella cada día, y este tejido de excelencia hecho por el hombre es genuinamente responsable del hecho de que estoy vivo hoy.  Es merecedor de la gratitud que siento hoy, y quiero celebrar ese hecho aquí y ahora.
¿A quién, entonces, le debo gratitud?  Al cardiólogo que me ha mantenido vivo y funcionando por años, y que rápida y confiadamente rechazó el diagnóstico inicial de neumonía.  A los cirujanos, neurólogos, anestesiólogos, y el perfusionista, que mantuvieron mi organismo andando por muchas horas bajo circunstancias sobrecogedoras.  A la docena de asistentes, y a enfermeras y terapeutas y radiólogos y un pequeño ejército de analistas tan hábiles que apenas te das cuenta de que te están sacando sangre, que mantuvieron mi habitación limpia, que se encargaron de los montones de lavandería generada por un caso tan lioso, que me movieron en silla de ruedas y más.  Esta gente vino de Uganda, Kenia, Liberia, Haití, Filipinas, Croacia, Rusia, China, Corea, India—y los Estados Unidos, por supuesto—y nunca había visto tan impresionante respecto mutuo, a medida que se ayudaban los unos a los otros y revisaban sus trabajos.  Pero aun con todo su trabajo en equipo, este grupo local no hubiera podido hacer todo su trabajo sin un trasfondo de contribuciones de otros.  Recuerdo con gratitud a mi ya fallecido colega en Tufts, el físico Allan Cormack, quién compartió un Premio Nóbel por su invención del escáner c-t.  Allan—has salvado aún otra vida de forma póstuma pero, ¿quién está contando?  El mundo es mejor por el trabajo que hiciste.  Gracias a la bondad.  Luego está todo el sistema de medicina, tanto la ciencia como la tecnología, sin el cuál los esfuerzos más bien intencionados de los individuos serían en vano.  Así que le soy agradecido a los grupos de editores y árbitros, actuales y anteriores, de Science, Nature, Journal of the American Medical Association, Lancet, y todas las otras instituciones de ciencia y medicina que siguen maquinando mejoras, detectando y corrigiendo errores.
¿Acaso le rindo culto a la medicina moderna?  ¿Es la ciencia mi religión?  No en lo absoluto; no hay ningún aspecto de la medicina moderna o de la ciencia que exentaría del más riguroso escrutinio, y puedo prontamente identificar una serie de problemas que todavía tienen que arreglarse.  Eso es fácil de hacer, porque los mundos de la medicina y la ciencia ya están engranados en la autocrítica más obsesiva, intensa y humilde conocida en todas las instituciones humanas, y regularmente publican los resultados de sus autoexaminaciones.  Más aun, esta crítica abierta y racional, imperfecta como es, es el secreto para el asombroso éxito de estas iniciativas humanas.  Hay mejoras tangibles todos los días.  Si se hubiera reventado mi aorta hace una década, no hubiera habido plegaria que me salvara.  No es precisamente una operación de rutina hoy en día, pero mis probabilidades de sobrevivir no eran tan malas (estos tiempos, algo así como 33% de los pacientes con aortas diseccionadas mueren en las primeras veinticuatro horas si no tienen tratamiento, y las probabilidades empeoran con cada hora que pasa).
Me di cuenta de algo muy particular cuando comparé el mundo médico en el que mi vida dependía ahora con las instituciones religiosas que he estado estudiando tan intensamente en años recientes.  Uno de los temas más amables y de apoyo que se encuentran en toda religión (hasta donde sé) es la idea de que lo que realmente importa es lo que hay en tu corazón: si tienes buenas intenciones, y estás tratando de hacer lo que (Dios dice) está bien, ya no se puede pedir más.  ¡No es así en la medicina!  Si estás equivocado—y especialmente si debiste saber que estabas equivocado—tus buenas intenciones no cuentan casi para nada.  Y aunque en las religiones se suele celebrar tomar un salto de fe y actuar sin más escrutinio de las opciones, esto es considerado un grave pecado en la medicina.  Un doctor cuya fe en sus revelaciones personales acerca de cómo tratar a un paciente con un aneurismo aórtico lo llevara a experimentos improvisados con pacientes humanos sería seriamente reprendido, si no es que expulsado de la medicina por completo.  Hay excepciones, claro.  Algunos pioneros osados  son tolerados y, si pueden demostrar tener la razón, eventualmente honrados, pero solo pueden existir como escasas excepciones al ideal del investigador médico que escrupulosamente descarta teorías alternativas antes de poner la suya en práctica.  Las buenas intenciones y la inspiración simplemente no son suficientes.
En otras palabras, mientras que las religiones pudieran tener un propósito benigno al dejar que mucha gente se sienta cómoda con el nivel moral que ellos mismos puedan alcanzar, ¡ninguna religión atiene a sus miembros a los altos estándares de responsabilidad moral como lo hace el mundo secular de la medicina y la ciencia!  Y no estoy hablando solamente de los estándares “en lo alto”—entre los cirujanos y doctores que toman decisiones de vida o muerte diariamente.  Hablo de los estándares de conciencia auspiciados por los técnicos de laboratorio y cocineros, también.  Esta tradición pone su fe en la ilimitada aplicación de la razón y la investigación empírica, checando y volviendo  a checar, y entrando en el hábito de preguntarse “¿Qué tal si estoy equivocado?”.  Las apelaciones a la fe no son toleradas.  ¡Imagine la recepción que tendría un científico si tratara de sugerir que otros no podían reproducir sus resultados porque no compartían la fe de la gente en su laboratorio!  Y, para regresar a mi punto principal, es la bondad de esta tradición de razón e investigación abierta a la que agradezco el estar vivo  hoy.
¿Qué, entonces, le digo a aquellos de mis amigos religiosos (y sí, tengo varios amigos religiosos) que han tendido el valor y la honestidad para decirme que están orando por mí?  Los he perdonado gustosamente, pues hay pocas circunstancias más frustrantes que no poder ayudar a un ser amado en una forma más directa.  Confieso lamentar que no puedo rezar (sinceramente) por mis amigos y familia en tiempos de necesidad, así que aprecio la urgencia, aunque claramente reconozco su inutilidad.  Traduzco los comentarios de mis amigos religiosos hacia una u otra versión de lo que otros compañeros ateos me han estado diciendo: “He estado pensando en ti, y deseando con todo mi corazón [otra auto-indulgencia inefectiva pero irresistible] de que salgas bien de ésta.”  El hecho de que estos queridos amigos han estado pensando en mí de esta manera, y que se hayan tomado el tiempo para hacérmelo saber es, sin necesidad de ningún suplemento sobrenatural, un tónico asombroso.  Estos mensajes de mi familia y amigos alrededor del mundo han sido literalmente sobrecogedores en mi caso, y agradezco el empuje moral (¡hasta alturas maniáticas, me temo!) que ha producido en mí.  Pero no estoy bromeando cuando digo he tenido que perdonar a mis amigos que dicen rezar por mí.  He resistido la tentación de responderles “Gracias, lo aprecio, pero ¿también sacrificaste un chivo?”  Me siento al respecto como me sentiría si uno de ellos me dijera que acaba de pagarle a un doctor vudú para que hiciera un hechizo por mi salud.  ¡Qué ingenua pérdida de dinero que pudiera haberse dedicado a mejores proyectos!  No esperen que esté agradecido, o siquiera indiferente.  Sí aprecio el afecto y la generosidad de espíritu que les motivó, pero quisiera que hubieran tenido una manera más razonable de expresarlo.
Pero, ¿no es esto tremendamente duro?  ¡Seguramente no le hace daño al mundo si aquellos que sinceramente rezan por mí lo hacen!  Pues no, no estoy seguro de eso.  Por una parte, si realmente quisieran hacer algo útil, pudieran dedicar su tiempo de oración y su energía a un proyecto urgente en el cuál realmente pudieran hacer algo.  Por otra parte, ahora tenemos bases bastante sólidas (por ejemplo, el recién publicado estudio Benson en Harvard) para decir que la oración intercesoria simplemente no funciona.  Cualquiera que desprecie esa investigación está sutilmente despreciando el respeto por la bondad a la que estoy agradecido.  Si insisten en mantener vivo el mito de la efectividad de la oración, nos deben a los demás una justificación en vista de la evidencia.  Mientras llegue esa justificación, toleraré que le den gusto a su tradición; sé lo reconfortante que puede ser la tradición.  Pero quiero que reconozcan que lo que están haciendo es moralmente problemático, en el mejor de los casos.  Si tan siquiera consideraran demandar a un doctor por negligencia médica al cometer éste un error al tratarlos, o demandar a una compañía farmacéutica que no hizo todas las pruebas de laboratorio necesarias antes de vender un medicamento que les hizo daño, deben reconocer su aprecio tácito de los altos estándares de investigación racional al cuál el mundo medico se apega, y sin embargo continúan dándose gusto con una práctica para la que no hay justificación racional alguna, y se consideran a sí mismos como verdaderos contribuyentes.  (Traten de imaginar su ira si la compañía farmacéutica le contestara diciéndoles: “Pero rezamos mucho por la efectividad de ese medicamento.  ¿Qué más quería?).
Lo mejor de decir gracias al bien, en vez de decir gracias a Dios, es que realmente hay muchas maneras de pagar la deuda que uno le tiene a la bondad—disponiéndose a crear más de ella, en beneficio de los que están por venir.  La bondad viene en muchas formas, no solamente medicina y ciencia.  Gracias al bien por la música de, digamos, Randy Newman, que no podría existir sin todos esos grandiosos pianos y estudios de grabación, por no decir nada de las contribuciones musicales de cada gran compositor desde Bach hasta Wagner y Scott Joplin y los Beatles.  Gracias al bien por el agua potable de la llave, y la comida en nuestra mesa.  Gracias al bien por elecciones libres y periodismo veraz.  Si quieren expresar su gratitud a la bondad, pueden plantar un árbol, alimentar a un huérfano, comprar libros para niñas estudiantes en el mundo islámico, o contribuir en miles de maneras distintas para mejorar la vida en este planeta, ahora y en el futuro cercano.
O pueden agradecerle a Dios—pero la mera idea de pagarle a Dios es ridícula.  ¿Qué podría un ser omnisciente, omnipotente (el Ser que Lo Tiene Todo?) hacer con cualquier mísero pago que le pudieran hacer? (Y por cierto, de acuerdo a la tradición cristiana, Dios ya pagó esa deuda por toda la eternidad, sacrificando a su propio hijo.  ¡Traten de pagar esa deuda!)  Sí, lo sé, esos temas no han de interpretarse literalmente; son simbólicos.  Lo concedo, pero la idea de que al agradecer a Dios realmente se está haciendo algo de provecho tiene que ser entendida como simbólica, también.  Prefiero el bien real al bien simbólico.
Aún así, disculpo a los que oran por mí.  Los veo como científicos tenaces que resisten la evidencia para las teorías que no les gustan, mucho después del punto en el que una concesión agraciada hubiera sido la respuesta apropiada.  Les aplaudo por la lealtad a su posición—pero recuerden: la lealtad a la tradición no es suficiente.  Tienen que seguirse preguntando: ¿Qué si estoy equivocado?  A la larga, creo que se le puede pedir a la gente religiosa que viva según los mismos estándares morales que las personas seculares en la ciencia y medicina.
Traducción por Héctor Mata  
Artículo original aquí: http://www.edge.org/conversation/thank-goodness