Daniel Dennett, 2006
No hay ateos
en las trincheras, según un viejo pero dudoso dicho, y hay al menos un poco de
evidencia anecdótica a favor de ello, dada en los notables casos de ateos
famosos que han emergido de experiencias cercanas a la muerte para anunciar al
mundo que han cambiado de opinión. El
filósofo inglés Sir A.J. Ayer, quien muriera en 1989, es un ejemplo
relativamente cercano. He aquí otra
anécdota para contemplar.
Hace dos
semanas, fui llevado en ambulancia al hospital, donde se determinó por un
escaneo c-t que tenía una “disección de la aorta”—la envoltura de la principal
vía que llevaba sangre desde mi corazón se había roto, creando un tubo de dos
canales donde solo debería haber uno.
Afortunadamente para mí, el hecho de que había tenido un bypass de arteria coronal siete años
antes probablemente me salvó la vida, ya que el tejido de cicatrización que
creció como hiedra alrededor de mi corazón en los años subsecuentes reforzó la
aorta, previniendo una fuga catastrófica desde la rasgadura de la misma. Después de una cirugía de nueve horas, en la
que mi corazón fue completamente detenido y mi cuerpo enfriado hasta 7°C para
prevenir daño cerebral a causa de la falta de oxígeno hasta que se pudiera
echar a andar la máquina de bombeo artificial, soy ahora el orgulloso
propietario de una aorta y arco aórtico nuevos, hechos de fuerte tubería de
tejido Dacron , cosido en su lugar
por un cirujano y adherido a mi corazón por una válvula de fibra de carbono que
hace un pequeño clic reconfortante
cada vez que mi corazón late.
Ahora que
comienzo un amble periodo de recuperación, tengo mucho sobre qué reflexionar,
acerca de la experiencia horrorosa en sí y aun más acerca del diluvio de
mensajes de apoyo que he recibido desde que se corrió la voz de mi última
aventura. Amigos estaban ansiosos de saber
si había tenido alguna experiencia cercana a la muerte y, de ser así, cómo eso
afectaría mi perene ateísmo público.
¿Había tenido una epifanía? ¿Iba
a seguir los pasos de Ayer (quien por cierto recuperó su aplomo e insistió unos
días después que lo que debió decir era que “mis experiencias han debilitado,
no mi creencia de que no hay vida después de la muerte, sino mi actitud
inflexible acerca de esa creencia”), o se mantendría mi ateísmo intacto y sin
cambios?
Sí, tuve una
epifanía. Vi con mayor claridad que
nunca que, cuando digo “¡Gracias al bien!” esto no es solo un eufemismo para
decir “¡Gracias a Dios!” (los ateos no creemos que haya un dios a quién
agradecer). Realmente sí pretendo decir ¡gracias al bien! Hay mucha bondad en este mundo, y más de ella
cada día, y este tejido de excelencia hecho por el hombre es genuinamente
responsable del hecho de que estoy vivo hoy.
Es merecedor de la gratitud que siento hoy, y quiero celebrar ese hecho
aquí y ahora.
¿A quién,
entonces, le debo gratitud? Al cardiólogo
que me ha mantenido vivo y funcionando por años, y que rápida y confiadamente
rechazó el diagnóstico inicial de neumonía.
A los cirujanos, neurólogos, anestesiólogos, y el perfusionista, que
mantuvieron mi organismo andando por muchas horas bajo circunstancias
sobrecogedoras. A la docena de
asistentes, y a enfermeras y terapeutas y radiólogos y un pequeño ejército de analistas
tan hábiles que apenas te das cuenta de que te están sacando sangre, que mantuvieron
mi habitación limpia, que se encargaron de los montones de lavandería generada
por un caso tan lioso, que me movieron en silla de ruedas y más. Esta gente vino de Uganda, Kenia, Liberia,
Haití, Filipinas, Croacia, Rusia, China, Corea, India—y los Estados Unidos, por
supuesto—y nunca había visto tan impresionante respecto mutuo, a medida que se
ayudaban los unos a los otros y revisaban sus trabajos. Pero aun con todo su trabajo en equipo, este
grupo local no hubiera podido hacer todo su trabajo sin un trasfondo de
contribuciones de otros. Recuerdo con
gratitud a mi ya fallecido colega en Tufts, el físico Allan Cormack, quién
compartió un Premio Nóbel por su invención del escáner c-t. Allan—has salvado aún otra vida de forma
póstuma pero, ¿quién está contando? El
mundo es mejor por el trabajo que hiciste.
Gracias a la bondad. Luego está
todo el sistema de medicina, tanto la ciencia como la tecnología, sin el cuál
los esfuerzos más bien intencionados de los individuos serían en vano. Así que le soy agradecido a los grupos de
editores y árbitros, actuales y anteriores, de Science, Nature, Journal of the American Medical Association,
Lancet, y todas las otras
instituciones de ciencia y medicina que siguen maquinando mejoras, detectando y
corrigiendo errores.
¿Acaso le
rindo culto a la medicina moderna? ¿Es
la ciencia mi religión? No en lo
absoluto; no hay ningún aspecto de la medicina moderna o de la ciencia que
exentaría del más riguroso escrutinio, y puedo prontamente identificar una
serie de problemas que todavía tienen que arreglarse. Eso es fácil de hacer, porque los mundos de
la medicina y la ciencia ya están engranados en la autocrítica más obsesiva,
intensa y humilde conocida en todas las instituciones humanas, y regularmente
publican los resultados de sus autoexaminaciones. Más aun, esta crítica abierta y racional,
imperfecta como es, es el secreto para el asombroso éxito de estas iniciativas
humanas. Hay mejoras tangibles todos los
días. Si se hubiera reventado mi aorta
hace una década, no hubiera habido plegaria que me salvara. No es precisamente una operación de rutina hoy en día,
pero mis probabilidades de sobrevivir no eran tan malas (estos tiempos, algo
así como 33% de los pacientes con aortas diseccionadas mueren en las primeras
veinticuatro horas si no tienen tratamiento, y las probabilidades empeoran con
cada hora que pasa).
Me di cuenta
de algo muy particular cuando comparé el mundo médico en el que mi vida
dependía ahora con las instituciones religiosas que he estado estudiando tan
intensamente en años recientes. Uno de
los temas más amables y de apoyo que se encuentran en toda religión (hasta
donde sé) es la idea de que lo que realmente importa es lo que hay en tu
corazón: si tienes buenas intenciones, y estás tratando de hacer lo que (Dios
dice) está bien, ya no se puede pedir más.
¡No es así en la medicina! Si
estás equivocado—y especialmente si debiste
saber que estabas equivocado—tus buenas intenciones no cuentan casi para
nada. Y aunque en las religiones se
suele celebrar tomar un salto de fe y actuar sin más escrutinio de las
opciones, esto es considerado un grave pecado en la medicina. Un doctor cuya fe en sus revelaciones
personales acerca de cómo tratar a un paciente con un aneurismo aórtico lo
llevara a experimentos improvisados con pacientes humanos sería seriamente
reprendido, si no es que expulsado de la medicina por completo. Hay excepciones, claro. Algunos pioneros osados son tolerados y, si pueden demostrar tener la
razón, eventualmente honrados, pero solo pueden existir como escasas excepciones
al ideal del investigador médico que escrupulosamente descarta teorías
alternativas antes de poner la suya en práctica. Las buenas intenciones y la inspiración
simplemente no son suficientes.
En otras
palabras, mientras que las religiones pudieran tener un propósito benigno al
dejar que mucha gente se sienta cómoda con el nivel moral que ellos mismos
puedan alcanzar, ¡ninguna religión atiene a sus miembros a los altos estándares
de responsabilidad moral como lo hace el mundo secular de la medicina y la
ciencia! Y no estoy hablando solamente
de los estándares “en lo alto”—entre los cirujanos y doctores que toman
decisiones de vida o muerte diariamente.
Hablo de los estándares de conciencia auspiciados por los técnicos de
laboratorio y cocineros, también. Esta
tradición pone su fe en la ilimitada aplicación de la razón y la investigación
empírica, checando y volviendo a checar,
y entrando en el hábito de preguntarse “¿Qué tal si estoy equivocado?”. Las apelaciones a la fe no son
toleradas. ¡Imagine la recepción que
tendría un científico si tratara de sugerir que otros no podían reproducir sus
resultados porque no compartían la fe de la gente en su laboratorio! Y, para regresar a mi punto principal, es la
bondad de esta tradición de razón e investigación abierta a la que agradezco el
estar vivo hoy.
¿Qué,
entonces, le digo a aquellos de mis amigos religiosos (y sí, tengo varios
amigos religiosos) que han tendido el valor y la honestidad para decirme que
están orando por mí? Los he perdonado
gustosamente, pues hay pocas circunstancias más frustrantes que no poder ayudar
a un ser amado en una forma más directa.
Confieso lamentar que no puedo rezar (sinceramente) por mis amigos y
familia en tiempos de necesidad, así que aprecio la urgencia, aunque claramente
reconozco su inutilidad. Traduzco los
comentarios de mis amigos religiosos hacia una u otra versión de lo que otros
compañeros ateos me han estado diciendo: “He estado pensando en ti, y deseando
con todo mi corazón [otra auto-indulgencia inefectiva pero irresistible] de que
salgas bien de ésta.” El hecho de que
estos queridos amigos han estado pensando en mí de esta manera, y que se hayan
tomado el tiempo para hacérmelo saber es, sin necesidad de ningún suplemento
sobrenatural, un tónico asombroso. Estos
mensajes de mi familia y amigos alrededor del mundo han sido literalmente
sobrecogedores en mi caso, y agradezco el empuje moral (¡hasta alturas
maniáticas, me temo!) que ha producido en mí.
Pero no estoy bromeando cuando digo he tenido que perdonar a mis amigos
que dicen rezar por mí. He resistido la
tentación de responderles “Gracias, lo aprecio, pero ¿también sacrificaste un
chivo?” Me siento al respecto como me
sentiría si uno de ellos me dijera que acaba de pagarle a un doctor vudú para que
hiciera un hechizo por mi salud. ¡Qué
ingenua pérdida de dinero que pudiera haberse dedicado a mejores proyectos! No esperen que esté agradecido, o siquiera
indiferente. Sí aprecio el afecto y la
generosidad de espíritu que les motivó, pero quisiera que hubieran tenido una
manera más razonable de expresarlo.
Pero, ¿no es
esto tremendamente duro? ¡Seguramente no
le hace daño al mundo si aquellos que sinceramente rezan por mí lo hacen! Pues no, no estoy seguro de eso. Por una parte, si realmente quisieran hacer
algo útil, pudieran dedicar su tiempo de oración y su energía a un proyecto
urgente en el cuál realmente pudieran hacer algo. Por otra parte, ahora tenemos bases bastante
sólidas (por ejemplo, el recién publicado estudio Benson en Harvard) para decir
que la oración intercesoria simplemente no funciona. Cualquiera que desprecie esa investigación
está sutilmente despreciando el respeto por la bondad a la que estoy agradecido. Si insisten en mantener vivo el mito de la
efectividad de la oración, nos deben a los demás una justificación en vista de
la evidencia. Mientras llegue esa
justificación, toleraré que le den gusto a su tradición; sé lo reconfortante
que puede ser la tradición. Pero quiero
que reconozcan que lo que están haciendo es moralmente problemático, en el
mejor de los casos. Si tan siquiera
consideraran demandar a un doctor por negligencia médica al cometer éste un
error al tratarlos, o demandar a una compañía farmacéutica que no hizo todas
las pruebas de laboratorio necesarias antes de vender un medicamento que les
hizo daño, deben reconocer su aprecio tácito de los altos estándares de
investigación racional al cuál el mundo medico se apega, y sin embargo continúan dándose gusto con una práctica para la que no hay justificación
racional alguna, y se consideran a sí mismos como verdaderos contribuyentes. (Traten de imaginar su ira si la compañía
farmacéutica le contestara diciéndoles: “Pero rezamos mucho por la efectividad de
ese medicamento. ¿Qué más quería?).
Lo mejor de
decir gracias al bien, en vez de decir gracias a Dios, es que realmente hay muchas
maneras de pagar la deuda que uno le tiene a la bondad—disponiéndose a crear
más de ella, en beneficio de los que están por venir. La bondad viene en muchas formas, no
solamente medicina y ciencia. Gracias al
bien por la música de, digamos, Randy Newman, que no podría existir sin todos
esos grandiosos pianos y estudios de grabación, por no decir nada de las
contribuciones musicales de cada gran compositor desde Bach hasta Wagner y
Scott Joplin y los Beatles. Gracias al
bien por el agua potable de la llave, y la comida en nuestra mesa. Gracias al bien por elecciones libres y
periodismo veraz. Si quieren expresar su
gratitud a la bondad, pueden plantar un árbol, alimentar a un huérfano, comprar
libros para niñas estudiantes en el mundo islámico, o contribuir en miles de
maneras distintas para mejorar la vida en este planeta, ahora y en el futuro
cercano.
O pueden
agradecerle a Dios—pero la mera idea de pagarle a Dios es ridícula. ¿Qué podría un ser omnisciente, omnipotente
(el Ser que Lo Tiene Todo?) hacer con cualquier mísero pago que le pudieran hacer?
(Y por cierto, de acuerdo a la tradición cristiana, Dios ya pagó esa deuda por
toda la eternidad, sacrificando a su propio hijo. ¡Traten de pagar esa deuda!) Sí, lo sé, esos
temas no han de interpretarse literalmente; son simbólicos. Lo concedo, pero la idea de que al agradecer
a Dios realmente se está haciendo algo de provecho tiene que ser entendida como
simbólica, también. Prefiero el bien
real al bien simbólico.
Aún así,
disculpo a los que oran por mí. Los veo
como científicos tenaces que resisten la evidencia para las teorías que no les
gustan, mucho después del punto en el que una concesión agraciada hubiera sido
la respuesta apropiada. Les aplaudo por
la lealtad a su posición—pero recuerden: la lealtad a la tradición no es
suficiente. Tienen que seguirse
preguntando: ¿Qué si estoy equivocado? A
la larga, creo que se le puede pedir a la gente religiosa que viva según los
mismos estándares morales que las personas seculares en la ciencia y medicina.