Estaba tomando un café con mi esposa
ayer por la tarde, pensando sobre qué pudiera ponerme a escribir.
Últimamente había tenido muchas ideas para posibles ensayos, e
inclusive pequeños proyectos de escritura, y por unos momentos me
quedé ido pensando en ello. Mis ideas habían incluido textos sobre
religión y política—los incómodos de siempre—pero también
sobre ciencia y cultura. Inclusive había contemplado narrar cosas al
estilo de un diario y ver qué pasaba. Sin embargo, últimamente no tenía alguna provocación o inspiración lo suficientemente
punzante como para hacer que me sentara y escribiera decididamente
como otras veces. Pronto mi pensamiento se desvió a intentar buscar
motivación para escribir; pensé que quizá lo que me hacía falta
era leer más, o responder a alguna noticia en el periódico.
Sin embargo, mi cavilación sobre mis
proyectos literarios se vio interrumpida por un grupo de muchachillos
pubertos a un par de mesas de distancia, hablando como aparentemente
los muchachillos pubertos solamente saben hacerlo: a gritos y
carcajadas. Se veían realmente contentos; seguramente estarían
disfrutando sus últimos días de libertad en sus vacaciones de
verano, que por cierto cada año se vuelven más y más cortas,
gracias a nuestros ilustres legisladores. Pero esto es una
digresión; lo importante es que la interrupción de los jóvenes me
dio la provocación ideal: recuerdos de mis propios tiempos de
convivencia y ocio con mis amigos—o mejor dicho, la ausencia de
ellos en mi propia niñez y adolescencia. Cómo fui miserable en
aquellos tiempos, pensé.
* * *
Habría que hablar con algún psicólogo
o psiquiatra para explicar los supuestos orígenes de las tendencias
antisociales en mi adolescencia. Lo que sé es que vengo de una
familia pequeña, aislada por la geografía de los tíos y abuelos y
primos y demás familia extendida. Además, cada uno de los
integrantes de mi familia es más bien introvertido; la buena
convivencia era cuando a cada quién lo dejaban en paz (entiéndase,
solo). En la escuela buscaba lo mismo, pero era difícil de
encontrar. Los niños de primaria realmente no tienen claro el
concepto de la privacidad, ni mucho menos de que algunas personas la
valoren y la disfruten. Así, mi infancia fue transcurrida tratando
siempre de no llamar la atención de los demás, no sobresalir ante
los maestros, no provocar una junta entre padres y maestros. Solo
quería que terminara el día para poder irme a casa y hacer mis
cosas.
Claro, no era el único que no
encajaba. Entonces, pertenecía al grupo de los que no pertenecían
a ningún grupo. Tuve un amigo durante toda la primaria, otro
compañero más bien solitario. Recuerdo que nos visitábamos
ocasionalmente por las tardes, pero curiosamente tengo muy pocos
recuerdos sobre lo que hacíamos. Y la verdad es que duró poco,
porque pronto yo adopté la religión del baloncesto y él no, y nos
distanciamos poco a poco. Para cuando iniciamos la secundaria yo ya
estaba por mi cuenta y, hasta donde supe, él también.
La secundaria fue tortura. Los embates
contra la privacidad de uno se hicieron más frecuentes e intensos,
usualmente en la forma de invitaciones a todo tipo de convivencias
formales e informales. Si no había una razón para invitarlo a uno
entonces se inventaba, con tal de ir a perder el tiempo juntos. Yo
acepté al principio porque no sabía lo que me esperaba y no sabía
decir que no. Ellos se divertían, supongo, platicando de series de
televisión que yo no veía, quejándose de tareas que a mí no me
costaban trabajo, debatiendo sobre deportes que no me interesaban—ah,
cómo detesto el futbol—, presumiendo de sus primeras aventuras con
el sexo opuesto, relatando a detalle sus primeras experiencias con el
alcohol... en fin, un sinfín de temas que a mí me parecían
auténticas idioteces (¿qué nadie lee un libro por
aquí?).
Inevitablemente, mi paciencia se
terminaba y, aunque todavía no fuera hora de que mis padres pasaran
por mí, yo me levantaba y me despedía. Y entonces se desataba:
—¡Pero cómo que ya te vas...!
—¡Pero si apenas vamos
empezando...!
—Ándale, nomás tómate una chela
primero...
—Quédate, se va a poner bien, al
ratito llegan Fulanita y Sutanita...
Y entonces yo recurría a pretextos
para poder zafarme, cosas ridículas que obviamente no podían ser
ciertas y que ponían en evidencia que lo que realmente quería era
estar en otro lado, por mí mismo. Con el tiempo aprendí a no
decir nada y solamente desaparecer. Me levantaba para ir al baño y
nunca regresaba. Varias veces dejé reuniones muchas horas antes de
la hora que había acordado con mis padres para que pasaran por mí
(generalmente yo ponía una hora y ellos decían que no, que era muy
temprano, que pasaban más tarde). Frecuentemente buscaba algún
lugar afuera para esperar casi escondido a que llegaran—no había
celulares en ese entonces para avisarles que vinieran, o al menos no
como ahora que cualquier chiquillo tiene uno, y no me sabía mover en
transporte público todavía.
Con el tiempo, las invitaciones a
convivir se fueron haciendo menos frecuentes, a medida que mis
compañeros de la escuela entendieron que realmente no me interesaba
estar con ellos (y que estaba aterrado de ellas,
agregaría yo ahora). Solamente era invitado por pura formalidad en
ocasiones supuestamente importantes, como las fiestas de quince años
de alguna compañera popular. Minutos después de que recibía mi
invitación al evento, la tiraba a la basura o la regalaba. Yo sabía
que no iba a ir. Todos sabían que no iba a ir. Eran puras
formalidades pendejas.
Fue así que entré a la preparatoria,
completamente aislado de mis congéneres—y feliz de estarlo—salvo por el deporte que
tanto amaba, y que para mi desgracia era un deporte de equipo.
Difícilmente pudiera decirse en ese entonces que apreciaba a mis
compañeros de equipo. Más bien estaba resignado a ellos, los
toleraba. Tal vez con uno o dos de ellos me llevaba bien, pero la
amistad nunca salió de la cancha. Lo mismo ocurrió en la escuela:
nuevamente me encontraba en el grupo de los que no tenían grupo, y
me encontré con que dos o tres de ellos eran tolerables, pero no me
perdía de nada si prefería irme a la biblioteca en vez de estar con
ellos.
* * *
Todavía valoro mucho mi
tiempo a solas. Llego a contar con él, de hecho. Y muchas veces no
lo uso para hacer algo particularmente importante; lo importante es
que lo que haga lo haga por mi cuenta. Puedo leer, escribir, tomar
algo o solamente pensar (a veces lo hago en voz alta sin darme cuenta). Pocas cosas me irritan más que tener que sacrificar
ese tiempo a solas por algún cambio de planes y, cuando sucede, procuro
reponerlo de algún modo.
No cabe duda que he cambiado desde que salí de la prepa, y por una diversidad de factores. El sexo femenino, para
empezar, puede ser muy persuasivo, sobre todo cuando son féminas
nuevas que no lo conocen a uno y sus tendencias solitarias. Conocer gente nueva en la universidad, tanto en el deporte como en el aula, fue todo un alivio. El
cambio desde el sistema de educación privada hacia la educación
pública me sentó bien; la gente resulta ser no solamente más
tolerable de este lado, sino genuinamente agradable. Y claro, ayuda
tener psiquiatras hábiles con la razón y con los narcóticos.
Todos han contribuido a manejar y administrar mis ansias de soledad.
Caray, desde que salí de la prepa hasta hice amigos. A veces hasta voy a tomar algo con ellos.