sábado, 10 de agosto de 2013

Sobre la Soledad

Estaba tomando un café con mi esposa ayer por la tarde, pensando sobre qué pudiera ponerme a escribir. Últimamente había tenido muchas ideas para posibles ensayos, e inclusive pequeños proyectos de escritura, y por unos momentos me quedé ido pensando en ello. Mis ideas habían incluido textos sobre religión y política—los incómodos de siempre—pero también sobre ciencia y cultura. Inclusive había contemplado narrar cosas al estilo de un diario y ver qué pasaba. Sin embargo, últimamente no tenía alguna provocación o inspiración lo suficientemente punzante como para hacer que me sentara y escribiera decididamente como otras veces. Pronto mi pensamiento se desvió a intentar buscar motivación para escribir; pensé que quizá lo que me hacía falta era leer más, o responder a alguna noticia en el periódico.
     Sin embargo, mi cavilación sobre mis proyectos literarios se vio interrumpida por un grupo de muchachillos pubertos a un par de mesas de distancia, hablando como aparentemente los muchachillos pubertos solamente saben hacerlo: a gritos y carcajadas. Se veían realmente contentos; seguramente estarían disfrutando sus últimos días de libertad en sus vacaciones de verano, que por cierto cada año se vuelven más y más cortas, gracias a nuestros ilustres legisladores. Pero esto es una digresión; lo importante es que la interrupción de los jóvenes me dio la provocación ideal: recuerdos de mis propios tiempos de convivencia y ocio con mis amigos—o mejor dicho, la ausencia de ellos en mi propia niñez y adolescencia. Cómo fui miserable en aquellos tiempos, pensé.

*   *   *

Habría que hablar con algún psicólogo o psiquiatra para explicar los supuestos orígenes de las tendencias antisociales en mi adolescencia. Lo que sé es que vengo de una familia pequeña, aislada por la geografía de los tíos y abuelos y primos y demás familia extendida. Además, cada uno de los integrantes de mi familia es más bien introvertido; la buena convivencia era cuando a cada quién lo dejaban en paz (entiéndase, solo). En la escuela buscaba lo mismo, pero era difícil de encontrar. Los niños de primaria realmente no tienen claro el concepto de la privacidad, ni mucho menos de que algunas personas la valoren y la disfruten. Así, mi infancia fue transcurrida tratando siempre de no llamar la atención de los demás, no sobresalir ante los maestros, no provocar una junta entre padres y maestros. Solo quería que terminara el día para poder irme a casa y hacer mis cosas.
     Claro, no era el único que no encajaba. Entonces, pertenecía al grupo de los que no pertenecían a ningún grupo. Tuve un amigo durante toda la primaria, otro compañero más bien solitario. Recuerdo que nos visitábamos ocasionalmente por las tardes, pero curiosamente tengo muy pocos recuerdos sobre lo que hacíamos. Y la verdad es que duró poco, porque pronto yo adopté la religión del baloncesto y él no, y nos distanciamos poco a poco.  Para cuando iniciamos la secundaria yo ya estaba por mi cuenta y, hasta donde supe, él también.

La secundaria fue tortura. Los embates contra la privacidad de uno se hicieron más frecuentes e intensos, usualmente en la forma de invitaciones a todo tipo de convivencias formales e informales. Si no había una razón para invitarlo a uno entonces se inventaba, con tal de ir a perder el tiempo juntos. Yo acepté al principio porque no sabía lo que me esperaba y no sabía decir que no. Ellos se divertían, supongo, platicando de series de televisión que yo no veía, quejándose de tareas que a mí no me costaban trabajo, debatiendo sobre deportes que no me interesaban—ah, cómo detesto el futbol—, presumiendo de sus primeras aventuras con el sexo opuesto, relatando a detalle sus primeras experiencias con el alcohol... en fin, un sinfín de temas que a mí me parecían auténticas idioteces (¿qué nadie lee un libro por aquí?).
     Inevitablemente, mi paciencia se terminaba y, aunque todavía no fuera hora de que mis padres pasaran por mí, yo me levantaba y me despedía. Y entonces se desataba:
    —¡Pero cómo que ya te vas...!
    —¡Pero si apenas vamos empezando...!
    —Ándale, nomás tómate una chela primero...
    —Quédate, se va a poner bien, al ratito llegan Fulanita y Sutanita...
    Y entonces yo recurría a pretextos para poder zafarme, cosas ridículas que obviamente no podían ser ciertas y que ponían en evidencia que lo que realmente quería era estar en otro lado, por mí mismo. Con el tiempo aprendí a no decir nada y solamente desaparecer. Me levantaba para ir al baño y nunca regresaba. Varias veces dejé reuniones muchas horas antes de la hora que había acordado con mis padres para que pasaran por mí (generalmente yo ponía una hora y ellos decían que no, que era muy temprano, que pasaban más tarde). Frecuentemente buscaba algún lugar afuera para esperar casi escondido a que llegaran—no había celulares en ese entonces para avisarles que vinieran, o al menos no como ahora que cualquier chiquillo tiene uno, y no me sabía mover en transporte público todavía.
     Con el tiempo, las invitaciones a convivir se fueron haciendo menos frecuentes, a medida que mis compañeros de la escuela entendieron que realmente no me interesaba estar con ellos (y que estaba aterrado de ellas, agregaría yo ahora). Solamente era invitado por pura formalidad en ocasiones supuestamente importantes, como las fiestas de quince años de alguna compañera popular. Minutos después de que recibía mi invitación al evento, la tiraba a la basura o la regalaba.  Yo sabía que no iba a ir. Todos sabían que no iba a ir. Eran puras formalidades pendejas.
     Fue así que entré a la preparatoria, completamente aislado de mis congéneres—y feliz de estarlo—salvo por el deporte que tanto amaba, y que para mi desgracia era un deporte de equipo. Difícilmente pudiera decirse en ese entonces que apreciaba a mis compañeros de equipo. Más bien estaba resignado a ellos, los toleraba. Tal vez con uno o dos de ellos me llevaba bien, pero la amistad nunca salió de la cancha. Lo mismo ocurrió en la escuela: nuevamente me encontraba en el grupo de los que no tenían grupo, y me encontré con que dos o tres de ellos eran tolerables, pero no me perdía de nada si prefería irme a la biblioteca en vez de estar con ellos.

*   *   *

Todavía valoro mucho mi tiempo a solas. Llego a contar con él, de hecho. Y muchas veces no lo uso para hacer algo particularmente importante; lo importante es que lo que haga lo haga por mi cuenta. Puedo leer, escribir, tomar algo o solamente pensar (a veces lo hago en voz alta sin darme cuenta). Pocas cosas me irritan más que tener que sacrificar ese tiempo a solas por algún cambio de planes y, cuando sucede, procuro reponerlo de algún modo. 
    No cabe duda que he cambiado desde que salí de la prepa, y por una diversidad de factores. El sexo femenino, para empezar, puede ser muy persuasivo, sobre todo cuando son féminas nuevas que no lo conocen a uno y sus tendencias solitarias. Conocer gente nueva en la universidad, tanto en el deporte como en el aula, fue todo un alivio. El cambio desde el sistema de educación privada hacia la educación pública me sentó bien; la gente resulta ser no solamente más tolerable de este lado, sino genuinamente agradable. Y claro, ayuda tener psiquiatras hábiles con la razón y con los narcóticos. Todos han contribuido a manejar y administrar mis ansias de soledad. Caray, desde que salí de la prepa hasta hice amigos.  A veces hasta voy a tomar algo con ellos.