Muchas personas ya intuían lo que hace unos pocos meses se comprobó con un estudio: los ateos saben más de religión que los creyentes. Contrario a lo que pudiera pensarse de manera intuitiva, los ateos son relativamente estudiosos de las religiones, tanto de las que abundan en su cercanía geográfica como las que no. Ciertamente, un ateo mexicano estará bien informado acerca del catolicismo, por ejemplo, pero muy probablemente sepa más que los católicos acerca de otras religiones como son el Islam, Judaísmo, o Mormonismo. Entre las mejores cosas que uno puede hacer para informarse acerca de las religiones está el estudio de sus libros sagrados.
La Biblia parece un volumen imponente para muchos lectores; dependiendo de la edición, puede llegar a tener más de 1000 páginas en letra pequeña y dos o más columnas por página; en un país tan perezoso para la lectura como es México, no es raro que la gran mayoría de los mexicanos (incluyendo los que se dicen creyentes) nunca la han leído completa ni en partes. ¿Y qué tiene que andar haciendo un ateo poniéndose a leerla, entonces? Bueno, pues aprender acerca de la religión, claro está.
La Biblia y la Mitología
Cuando leemos algún relato mítico de la literatura universal, tal como pudieran ser los textos de los antiguos griegos, la parte crítica de nuestro cerebro se relaja considerablemente. Esto es porque, para apreciar la historia, debemos situarnos en el contexto del autor y su época (ciertamente, esto también lo hacemos con relatos de ficción en general, incluyendo en otros géneros como el cine). Entonces, cuando un personaje en la Ilíada de Homero invoca a Neptuno al encontrarse en aguas traicioneras en el mar, no nos detenemos a decir: “Un momento. Neptuno no existe. ¿Acaso no entendía eso Homero? Vaya, que libro tan fantasioso e ignorante.” Aceptamos la convención de que nos encontraremos circunstancias y personajes descabellados, pero los incorporamos a lo que pudiera considerarse el contexto de la época y el autor. O, si la obra es explícitamente de ficción—como pudiera ser El Señor de los Anillos, por ejemplo—, simplemente nos dejamos ir por completo y aceptamos lo que el autor nos proponga, siempre que lo haga de manera inteligente y creativa.
Dicha lectura de la Biblia es, temo decir, imposible para un ateo. Si bien hay una parte de nosotros que quiere entender y disfrutar el relato por sus propios méritos (como la Ilíada, Gilgamesh, o El Libro de Los Muertos), nos encontramos con que el libro tiene un bagaje grandísimo que no podemos hacer a un lado del todo al leerlo. Dependiendo a quién se le pregunte de los creyentes cristianos de las diversas corrientes, se obtendrá que la Biblia fue inspirada—si no es que dictada palabra por palabra—por el mismísimo Dios. No estamos hablando de Zeus, en quien nadie cree ya, ni Ra, ni Isis, ni Thor, ni Quetzalcóatl. No: estamos hablando ni más ni menos que del Omnipotente, Omnibenevolente, Omnisciente, Omnipresente Señor Dios Creador del Universo. ¡Vaya libro que éste ha de ser, ¿no?! Adicionalmente, los creyentes suelen agregar que la lectura de este imponente volumen nos proporcionará con una base sólida para la creencia en Dios y en su Hijo Jesucristo, así como una representación fiel de la naturaleza y carácter de Dios. Muy bien, entonces habrá que leerla para ver qué es lo que dice, ¿no?
Entonces, me he dado a la tarea, ya largamente postergada, de leerla. He terminado el primero de los 73 libros—Génesis—y ya preparo un artículo acerca de lo que me encontré. Es mi intención hacer un artículo de cada uno de los libros que contiene la Biblia, proyecto que seguramente me tomará alguno que otro año. He optado por alternar la lectura de un libro bíblico con otros libros de la literatura clásica universal, para no enfadarme y mantenerme atento. Por ahora basta decir que, si Génesis es representativo de toda la Biblia, tendré mucho que escribir.