Una de las preguntas más frecuentes que enfrenta un ateo activo es: ¿por qué pasar tanto tiempo y dedicar tanto esfuerzo a algo en lo que no crees? ¿No deberían ser los ateos más bien apáticos en cuestiones de religión?
Bien, vale la pena hacer algunas aclaraciones. Ciertamente, un ateo escéptico no pasa la mayor parte de su tiempo discutiendo la no-existencia de dragones, unicornios, hadas madrinas ni duendes; sin embargo, le suele dedicar bastantes neuronas a la no-existencia de Dios. Personalmente, no le he dedicado nada de tiempo a una demostración lógica para la no-existencia de las hadas, aunque no dudo que pudiera valer la pena como cuestión didáctica y de gimnasia mental. ¿Por qué, entonces, dedico tanto tiempo de cómputo en mi cerebro a Dios, si tampoco existe?
La respuesta es relativamente sencilla: los que sí creen en Dios están empeñados en jodernos la vida a todos por ello. Así de simple. Los problemas que enfrentan nuestras sociedades son, sin excepción, complicados por creyentes de algún tipo u otro. En vez de dedicarnos a resolver los grandes problemas que enfrentamos como país y como especie—tales como el calentamiento global, el tamaño y rol adecuado de los gobiernos, la investigación científica, entre otros—estamos perdiendo valioso tiempo y recursos legales en decidir si el cuerpo de las mujeres realmente es suyo, o si los homosexuales realmente son personas o no.
Las respuestas a estas preguntas y muchas más ya las tenemos o se encuentran a tan solo algunos pocos años de buena investigación en el futuro. Sin embargo, la implementación de tales soluciones no puede tomar lugar, dado que un gran sector de la población valora lo que cree por encima de lo que realmente es cierto; esto es lo que hace la religión. El activista ateo, entonces, se ocupa de darle solución a este problema desde la raíz: demostrar que no es cierto que Dios existe. Es por ello que tanto esfuerzo es dedicado a un ente en el que no se cree; en realidad, es una lucha por liberar las mentes de quienes son rehenes de esta creencia y que gracias a ella hacen un daño completamente real y tangible en la sociedad.
A un ateo como yo le bastaría que las personas reconozcan la diferencia entre lo que realmente es cierto y lo que creen solo por fe; si los creyentes fueran así, definitivamente no habría la necesidad de escribir estas palabras, ni de hacer demostraciones, ni poner espectaculares en carreteras y autobuses. ¿Pero puede una persona “olvidar” sus creencias religiosas momentáneamente mientras desempeña un cargo público? ¿Pueden siquiera distinguir la diferencia entre la fe y la razón los servidores públicos? La experiencia nos dice que no es posible. Por el lado de los gobernados, los fieles rara vez se contentan con mantener sus creencias en casa tampoco; cuanto más ferviente es su creencia, más es su necesidad de hacer proselitismo e inclusive cabildeo legislativo. Dada la imposibilidad de separar la fe de otras creencias que sí están sustentadas, el ateo no tiene opción más que enfrentarla en su origen.
De hecho, la lucha por la separación entre iglesia y estado es más de cuesta arriba de lo que parece inicialmente. Aunque la constitución claramente establece que el gobierno deber ser laico, esto fue desde la perspectiva única de la libertad religiosa. Sin embargo, nunca se tuvo contemplado como objetivo la vida libre de religión, quizá por ser el número de no-creyentes tan minúsculo en tiempos de antaño. La separación surgió de una cuestión práctica: para que el estado no sea favoritista hacia una religión en particular sobre las demás, se acordó que mejor no tratara con ninguna, más que en maneras muy informales y por debajo del agua. Además, la legislación de las creencias resultaría en un altísimo grado impráctica, ya que se caería en el absurdo de tener prácticamente una constitución distinta para cada credo.
Sin embargo, nunca se tomó en cuenta la perspectiva atea: no se debe legislar en torno a la fe porque esta no es cierta. ¡Vaya enfoque tan distinto que sería ese! El argumento es así: dado que los servidores públicos tienen que tomar decisiones que afectan las vidas de todos en el mundo real—el que realmente importa a todos—, deberían legislar utilizando solamente conocimiento que se sabe es cierto. Por lo tanto, creencias que no son respaldadas por evidencia no pueden ser tomadas en cuenta, y las que contienen contradicciones lógicas son descartadas por completo también. Entonces, en la privacidad de su propia vida, cualquiera tendría derecho a creer cualquier disparate siempre que no afecte a nadie más. El católico que crea que no deben casarse los homosexuales, por ejemplo, tendría la libertad de creer eso… así como la de no casarse con uno. Su libertad de culto quedaría intacta (queja irrisoria del clero católico en el México actual), mientras que la libertad de los homosexuales de casarse en el mundo real quedaría respetada también.
¿Hay libertad para estar libres de culto, especialmente el de otras personas? Definitivamente, la gente en democracia puede creer cualquier imbecilidad que le plazca; sin embargo, el país entero es rehén de los disparates de algunos, bajo el pretexto de la libertad religiosa de estos. En realidad, la libertad que abogan es la de imponer sus creencias a los demás por medio de la ley—y por ende, por medio de la fuerza. Es por esto que el activismo a favor del estado laico es tan importante. El activismo ateo lleva la pelea a un nivel más. Además de recalcar que nadie tiene el derecho de imponer sus creencias medievales a los demás en detrimento de la civilización y progreso, el ateo da un paso más: atacar a las ideas mismas, exponiendo su naturaleza falaz. Es por esto que el activismo secular, en particular el ateo, tiene una labor importantísima en la sociedad: la depuración de las ideas.