jueves, 27 de febrero de 2014

Pasando de debates a intervenciones: cómo liberar a alguien de su fe



La siguiente es una de las “intervenciones” que aparecen en el libro A Manual For Creating Atheists (Un Manual Para Crear Ateos), de Peter Boghossian (PB), páginas 138 a 143:


Me topé con uno de mis exalumnos (EA) mientras hacía fila en un popular restaurante de sushi.  Había tomado dos de mis clases de filosofía pero no lo reconocí, dado que mis clases tienen entre 70 y 130 alumnos cada una.  Estaba con su novia (GF), que se veía sana, de unos veintitantos y usaba botas vaqueras algo fuera de lugar.  Yo estaba tecleando en mi teléfono cuando me saludó con entusiasmo:

EA: ¡Pete! ¡Pete! ¿Qué estás haciendo aquí?
PB: Hola.
EA: ¿Sabes quién soy?
PB: No.
EA: Eso está bien.  Estuve en tu clase de Razonamiento Crítico, y en tu clase de Ciencia y Pseudociencia.
PB: Excelente.  ¿Cómo te sentaron esas clases?
(Platicamos unos momentos.  EA me presentó a su novia.  Luego me dijo que abandonó su fe, y que eso se había convertido en un problema en la relación entre ellos.)
PB: Ustedes dos deben amarse mucho.
GF: Sí, lo hacemos.
PB: Bien, eso está muy bien.  Y obviamente se escuchan el uno al otro y discuten el que EA haya acogido a la razón, ¿cierto?
GF: Sí, pero...
PB: Adelante, está bien.
(Pausa larga)
PB: Si estás cómoda, soy todo oídos.  Si no, no le hace.
(Pausa)
GF: ...es que tengo miedo por él.  Por mi familia.  Por nosotros, usted sabe.  Ha sido muy difícil.
PB: Sí, lo entiendo por completo.  La vida después de la fe puede dar miedo.
(Pausa larga)
PB: ¿Qué es lo que te da más miedo?
GF: Bueno... bueno, que él no irá al cielo.  Siento que eso debe sonar ridículo para usted.  Pero me pone triste.
PB: Realmente no suena ridículo en lo absoluto.  Entiendo completamente que así te sientes y que así fuiste educada.
EA: Sí.
PB: ¿Entonces crees que porque no cree en el cielo no irá?
GF: No, sino porque no cree en Cristo.
PB: ¿Es un buen hombre?  ¿Trata bien a los demás?  ¿Es generoso?  ¿Es sincero?
EA: ¡Sí!
(Risas)
GF: Sí, claro que lo es.
PB: ¿Pero quisieras más?  ¿Quisieras que fuera bueno y que además creyera en Cristo?
GF: Sí, eso quisiera.
PB: Si alguien es malo pero cree en Cristo, ¿crees que pueda ir al cielo?
GF: Si realmente cree, sí.
PB: Entonces, si tu meta es el cielo, ¿es más importante creer en Cristo que ser una buena persona?  Pregunto porque quiero entender cómo lo estás pensando.
GF: Bueno, la manera en que llegas al cielo es a través de Cristo.  Si crees en Cristo, él te hará bueno.
PB: ¿De verdad?  Mucha gente cree en Cristo pero no es buena.  ¿O crees que solo estén fingiendo?
GF: No sé.  Tal vez solo estén fingiendo.
PB: Sí, tengo simpatía por ese punto de vista.  Hay mucha gente que finge.  Entonces, tengo curiosidad: si pudieras escoger solo una cosa, ¿quisieras que EA fuera bueno, o que creyera en Cristo?
GF: Ambas.
(Risas)
PB: Pero digamos que no puedas tener ambas.
(Breve silencio)
GF: Que sea bueno.
PB: Entonces ya tienes lo que es importante para ti.
GF: Sí, supongo que sí.  Es solo que quiero más.  Para él.
PB: Querer más es probablemente parte de la condición humana.  Tengo curiosidad: obviamente te consideras una buena persona, ¿cierto?
GF: ¿A qué te refieres?
PB: Quiero decir que si no creyeras que Cristo fuera el hijo de Dios, si llegaras a la conclusión de que es solo un cuento, ¿aún serías como eres, o harías cosas malas?  ¿Serías cruel, vengativa, egoísta... tú sabes, cosas malas?
GF: Nunca lo había pensado antes.
PB: Solo digamos que en algún punto, tal vez mañana o el día después, decidieras que todo acerca de Cristo, el cielo, el diablo y todo eso fuera solo un cuento, un mito, y entonces dejas de creer.  ¿Seguirías siendo buena?
GF: No lo sé.  Honestamente, creo que tendría miedo.
PB: ¿Miedo de qué? ¿La muerte? ¿No ir al cielo?
GF: Sí.  No ir al cielo.  La muerte.  Sí, todo eso.
PB: ¿De no ver a la gente que amas, como a EA?
GF: Sí.  Supongo que de nada, ¿sabes?
PB: ¿Quieres decir de que no haya nada cuando mueras?
GF: Sí, claro.  Seguro.
PB: No quiero poner palabras en tu boca.  Solo quiero entender.
GF: Lo sé.  ¿Usted qué piensa?
PB: No se trata de lo que yo pienso.  Se trata de lo que tú piensas.
GF: Lo sé.  Pero quiero saber lo que piensa.
PB: ¿Lo que pienso acerca de qué?
GF: Lo que piensa de esta discusión.  Acerca de lo que he estado diciendo.  Acerca de esto.
(Mirando hacia EA)
PB: Bueno, pienso que ambos son buenas personas.  Pienso que son sinceros y quieren hacer lo que es correcto.  Pienso que realmente se quieren, y eso es importante—mucho.  También pienso que has sido adoctrinada a un conjunto de creencias.  Pienso que si hubieras nacido en otra parte del mundo, como en Arabia Saudita, serías una musulmana sincera.  No pienso que Cristo sea el hijo de Dios, y pienso que en lo profundo de ti, realmente cuestionas si eso es cierto, y lo has cuestionado ya por algo de tiempo.  Pienso que te gusta la idea de creer en algo, y te gusta pensar en ti misma como el tipo de persona que tiene esta creencia.  Pienso que tienes una posibilidad real de soltarte de esa creencia y encontrar tu propio camino.  Sé que puedes hacerlo.  También pienso que estás en un punto de tu vida en el que estás lista para hacerlo.  Eso es lo que pienso.
(Pausa larga)
EA: Wow. 
PB [hacia GF]: ¿Qué piensas de lo que pienso?
(Pausa)
GF: Bueno... bueno.  Tal vez.  No lo sé.
PB: Está bien no saber.  Creo que estás lista para tomar tu sinceridad y honestidad y aplicarla a tus creencias.  Solo sé muy, muy honesta contigo.  Pregúntate si realmente crees que alguien resucitó o caminó sobre agua.  Pregúntate si tú o EA necesitan creerlo para ser buenos.  Realmente pregúntate.
(Pausa larga)
GF: Ok, ok.
(Nos dimos un abrazo.)
Traducción: Héctor Mata



domingo, 9 de febrero de 2014

¡Gracias a la Bondad!



No hay ateos en las trincheras, según un viejo pero dudoso dicho, y hay al menos un poco de evidencia anecdótica a favor de ello, dada en los notables casos de ateos famosos que han emergido de experiencias cercanas a la muerte para anunciar al mundo que han cambiado de opinión.  El filósofo inglés Sir A.J. Ayer, quien muriera en 1989, es un ejemplo relativamente cercano.  He aquí otra anécdota para contemplar.
Hace dos semanas, fui llevado en ambulancia al hospital, donde se determinó por un escaneo c-t que tenía una “disección de la aorta”—la envoltura de la principal vía que llevaba sangre desde mi corazón se había roto, creando un tubo de dos canales donde solo debería haber uno.  Afortunadamente para mí, el hecho de que había tenido un bypass de arteria coronal siete años antes probablemente me salvó la vida, ya que el tejido de cicatrización que creció como hiedra alrededor de mi corazón en los años subsecuentes reforzó la aorta, previniendo una fuga catastrófica desde la rasgadura de la misma.  Después de una cirugía de nueve horas, en la que mi corazón fue completamente detenido y mi cuerpo enfriado hasta 7°C para prevenir daño cerebral a causa de la falta de oxígeno hasta que se pudiera echar a andar la máquina de bombeo artificial, soy ahora el orgulloso propietario de una aorta y arco aórtico nuevos, hechos de fuerte tubería de tejido Dacron , cosido en su lugar por un cirujano y adherido a mi corazón por una válvula de fibra de carbono que hace un pequeño clic reconfortante cada vez que mi corazón late.
Ahora que comienzo un amble periodo de recuperación, tengo mucho sobre qué reflexionar, acerca de la experiencia horrorosa en sí y aun más acerca del diluvio de mensajes de apoyo que he recibido desde que se corrió la voz de mi última aventura.  Amigos estaban ansiosos de saber si había tenido alguna experiencia cercana a la muerte y, de ser así, cómo eso afectaría mi perene ateísmo público.  ¿Había tenido una epifanía?  ¿Iba a seguir los pasos de Ayer (quien por cierto recuperó su aplomo e insistió unos días después que lo que debió decir era que “mis experiencias han debilitado, no mi creencia de que no hay vida después de la muerte, sino mi actitud inflexible acerca de esa creencia”), o se mantendría mi ateísmo intacto y sin cambios?
Sí, tuve una epifanía.  Vi con mayor claridad que nunca que, cuando digo “¡Gracias al bien!” esto no es solo un eufemismo para decir “¡Gracias a Dios!” (los ateos no creemos que haya un dios a quién agradecer).  Realmente pretendo decir ¡gracias al bien!  Hay mucha bondad en este mundo, y más de ella cada día, y este tejido de excelencia hecho por el hombre es genuinamente responsable del hecho de que estoy vivo hoy.  Es merecedor de la gratitud que siento hoy, y quiero celebrar ese hecho aquí y ahora.
¿A quién, entonces, le debo gratitud?  Al cardiólogo que me ha mantenido vivo y funcionando por años, y que rápida y confiadamente rechazó el diagnóstico inicial de neumonía.  A los cirujanos, neurólogos, anestesiólogos, y el perfusionista, que mantuvieron mi organismo andando por muchas horas bajo circunstancias sobrecogedoras.  A la docena de asistentes, y a enfermeras y terapeutas y radiólogos y un pequeño ejército de analistas tan hábiles que apenas te das cuenta de que te están sacando sangre, que mantuvieron mi habitación limpia, que se encargaron de los montones de lavandería generada por un caso tan lioso, que me movieron en silla de ruedas y más.  Esta gente vino de Uganda, Kenia, Liberia, Haití, Filipinas, Croacia, Rusia, China, Corea, India—y los Estados Unidos, por supuesto—y nunca había visto tan impresionante respecto mutuo, a medida que se ayudaban los unos a los otros y revisaban sus trabajos.  Pero aun con todo su trabajo en equipo, este grupo local no hubiera podido hacer todo su trabajo sin un trasfondo de contribuciones de otros.  Recuerdo con gratitud a mi ya fallecido colega en Tufts, el físico Allan Cormack, quién compartió un Premio Nóbel por su invención del escáner c-t.  Allan—has salvado aún otra vida de forma póstuma pero, ¿quién está contando?  El mundo es mejor por el trabajo que hiciste.  Gracias a la bondad.  Luego está todo el sistema de medicina, tanto la ciencia como la tecnología, sin el cuál los esfuerzos más bien intencionados de los individuos serían en vano.  Así que le soy agradecido a los grupos de editores y árbitros, actuales y anteriores, de Science, Nature, Journal of the American Medical Association, Lancet, y todas las otras instituciones de ciencia y medicina que siguen maquinando mejoras, detectando y corrigiendo errores.
¿Acaso le rindo culto a la medicina moderna?  ¿Es la ciencia mi religión?  No en lo absoluto; no hay ningún aspecto de la medicina moderna o de la ciencia que exentaría del más riguroso escrutinio, y puedo prontamente identificar una serie de problemas que todavía tienen que arreglarse.  Eso es fácil de hacer, porque los mundos de la medicina y la ciencia ya están engranados en la autocrítica más obsesiva, intensa y humilde conocida en todas las instituciones humanas, y regularmente publican los resultados de sus autoexaminaciones.  Más aun, esta crítica abierta y racional, imperfecta como es, es el secreto para el asombroso éxito de estas iniciativas humanas.  Hay mejoras tangibles todos los días.  Si se hubiera reventado mi aorta hace una década, no hubiera habido plegaria que me salvara.  No es precisamente una operación de rutina hoy en día, pero mis probabilidades de sobrevivir no eran tan malas (estos tiempos, algo así como 33% de los pacientes con aortas diseccionadas mueren en las primeras veinticuatro horas si no tienen tratamiento, y las probabilidades empeoran con cada hora que pasa).
Me di cuenta de algo muy particular cuando comparé el mundo médico en el que mi vida dependía ahora con las instituciones religiosas que he estado estudiando tan intensamente en años recientes.  Uno de los temas más amables y de apoyo que se encuentran en toda religión (hasta donde sé) es la idea de que lo que realmente importa es lo que hay en tu corazón: si tienes buenas intenciones, y estás tratando de hacer lo que (Dios dice) está bien, ya no se puede pedir más.  ¡No es así en la medicina!  Si estás equivocado—y especialmente si debiste saber que estabas equivocado—tus buenas intenciones no cuentan casi para nada.  Y aunque en las religiones se suele celebrar tomar un salto de fe y actuar sin más escrutinio de las opciones, esto es considerado un grave pecado en la medicina.  Un doctor cuya fe en sus revelaciones personales acerca de cómo tratar a un paciente con un aneurismo aórtico lo llevara a experimentos improvisados con pacientes humanos sería seriamente reprendido, si no es que expulsado de la medicina por completo.  Hay excepciones, claro.  Algunos pioneros osados  son tolerados y, si pueden demostrar tener la razón, eventualmente honrados, pero solo pueden existir como escasas excepciones al ideal del investigador médico que escrupulosamente descarta teorías alternativas antes de poner la suya en práctica.  Las buenas intenciones y la inspiración simplemente no son suficientes.
En otras palabras, mientras que las religiones pudieran tener un propósito benigno al dejar que mucha gente se sienta cómoda con el nivel moral que ellos mismos puedan alcanzar, ¡ninguna religión atiene a sus miembros a los altos estándares de responsabilidad moral como lo hace el mundo secular de la medicina y la ciencia!  Y no estoy hablando solamente de los estándares “en lo alto”—entre los cirujanos y doctores que toman decisiones de vida o muerte diariamente.  Hablo de los estándares de conciencia auspiciados por los técnicos de laboratorio y cocineros, también.  Esta tradición pone su fe en la ilimitada aplicación de la razón y la investigación empírica, checando y volviendo  a checar, y entrando en el hábito de preguntarse “¿Qué tal si estoy equivocado?”.  Las apelaciones a la fe no son toleradas.  ¡Imagine la recepción que tendría un científico si tratara de sugerir que otros no podían reproducir sus resultados porque no compartían la fe de la gente en su laboratorio!  Y, para regresar a mi punto principal, es la bondad de esta tradición de razón e investigación abierta a la que agradezco el estar vivo  hoy.
¿Qué, entonces, le digo a aquellos de mis amigos religiosos (y sí, tengo varios amigos religiosos) que han tendido el valor y la honestidad para decirme que están orando por mí?  Los he perdonado gustosamente, pues hay pocas circunstancias más frustrantes que no poder ayudar a un ser amado en una forma más directa.  Confieso lamentar que no puedo rezar (sinceramente) por mis amigos y familia en tiempos de necesidad, así que aprecio la urgencia, aunque claramente reconozco su inutilidad.  Traduzco los comentarios de mis amigos religiosos hacia una u otra versión de lo que otros compañeros ateos me han estado diciendo: “He estado pensando en ti, y deseando con todo mi corazón [otra auto-indulgencia inefectiva pero irresistible] de que salgas bien de ésta.”  El hecho de que estos queridos amigos han estado pensando en mí de esta manera, y que se hayan tomado el tiempo para hacérmelo saber es, sin necesidad de ningún suplemento sobrenatural, un tónico asombroso.  Estos mensajes de mi familia y amigos alrededor del mundo han sido literalmente sobrecogedores en mi caso, y agradezco el empuje moral (¡hasta alturas maniáticas, me temo!) que ha producido en mí.  Pero no estoy bromeando cuando digo he tenido que perdonar a mis amigos que dicen rezar por mí.  He resistido la tentación de responderles “Gracias, lo aprecio, pero ¿también sacrificaste un chivo?”  Me siento al respecto como me sentiría si uno de ellos me dijera que acaba de pagarle a un doctor vudú para que hiciera un hechizo por mi salud.  ¡Qué ingenua pérdida de dinero que pudiera haberse dedicado a mejores proyectos!  No esperen que esté agradecido, o siquiera indiferente.  Sí aprecio el afecto y la generosidad de espíritu que les motivó, pero quisiera que hubieran tenido una manera más razonable de expresarlo.
Pero, ¿no es esto tremendamente duro?  ¡Seguramente no le hace daño al mundo si aquellos que sinceramente rezan por mí lo hacen!  Pues no, no estoy seguro de eso.  Por una parte, si realmente quisieran hacer algo útil, pudieran dedicar su tiempo de oración y su energía a un proyecto urgente en el cuál realmente pudieran hacer algo.  Por otra parte, ahora tenemos bases bastante sólidas (por ejemplo, el recién publicado estudio Benson en Harvard) para decir que la oración intercesoria simplemente no funciona.  Cualquiera que desprecie esa investigación está sutilmente despreciando el respeto por la bondad a la que estoy agradecido.  Si insisten en mantener vivo el mito de la efectividad de la oración, nos deben a los demás una justificación en vista de la evidencia.  Mientras llegue esa justificación, toleraré que le den gusto a su tradición; sé lo reconfortante que puede ser la tradición.  Pero quiero que reconozcan que lo que están haciendo es moralmente problemático, en el mejor de los casos.  Si tan siquiera consideraran demandar a un doctor por negligencia médica al cometer éste un error al tratarlos, o demandar a una compañía farmacéutica que no hizo todas las pruebas de laboratorio necesarias antes de vender un medicamento que les hizo daño, deben reconocer su aprecio tácito de los altos estándares de investigación racional al cuál el mundo medico se apega, y sin embargo continúan dándose gusto con una práctica para la que no hay justificación racional alguna, y se consideran a sí mismos como verdaderos contribuyentes.  (Traten de imaginar su ira si la compañía farmacéutica le contestara diciéndoles: “Pero rezamos mucho por la efectividad de ese medicamento.  ¿Qué más quería?).
Lo mejor de decir gracias al bien, en vez de decir gracias a Dios, es que realmente hay muchas maneras de pagar la deuda que uno le tiene a la bondad—disponiéndose a crear más de ella, en beneficio de los que están por venir.  La bondad viene en muchas formas, no solamente medicina y ciencia.  Gracias al bien por la música de, digamos, Randy Newman, que no podría existir sin todos esos grandiosos pianos y estudios de grabación, por no decir nada de las contribuciones musicales de cada gran compositor desde Bach hasta Wagner y Scott Joplin y los Beatles.  Gracias al bien por el agua potable de la llave, y la comida en nuestra mesa.  Gracias al bien por elecciones libres y periodismo veraz.  Si quieren expresar su gratitud a la bondad, pueden plantar un árbol, alimentar a un huérfano, comprar libros para niñas estudiantes en el mundo islámico, o contribuir en miles de maneras distintas para mejorar la vida en este planeta, ahora y en el futuro cercano.
O pueden agradecerle a Dios—pero la mera idea de pagarle a Dios es ridícula.  ¿Qué podría un ser omnisciente, omnipotente (el Ser que Lo Tiene Todo?) hacer con cualquier mísero pago que le pudieran hacer? (Y por cierto, de acuerdo a la tradición cristiana, Dios ya pagó esa deuda por toda la eternidad, sacrificando a su propio hijo.  ¡Traten de pagar esa deuda!)  Sí, lo sé, esos temas no han de interpretarse literalmente; son simbólicos.  Lo concedo, pero la idea de que al agradecer a Dios realmente se está haciendo algo de provecho tiene que ser entendida como simbólica, también.  Prefiero el bien real al bien simbólico.
Aún así, disculpo a los que oran por mí.  Los veo como científicos tenaces que resisten la evidencia para las teorías que no les gustan, mucho después del punto en el que una concesión agraciada hubiera sido la respuesta apropiada.  Les aplaudo por la lealtad a su posición—pero recuerden: la lealtad a la tradición no es suficiente.  Tienen que seguirse preguntando: ¿Qué si estoy equivocado?  A la larga, creo que se le puede pedir a la gente religiosa que viva según los mismos estándares morales que las personas seculares en la ciencia y medicina.
Traducción por Héctor Mata  
Artículo original aquí: http://www.edge.org/conversation/thank-goodness


martes, 4 de febrero de 2014

Agujeros negros para principiantes



Los agujeros negros son objetos astronómicos de gran interés tanto para los investigadores profesionales como para el público en general.  Estudiarlos a fondo requiere un amplio conocimiento de todas las ramas de la física y, ante todo, mucha imaginación.  Es irónico, entonces, que por mucho tiempo los agujeros negros fueran considerados completamente ficticios: tan solo una consecuencia curiosa pero imposible de la Teoría de la Relatividad de Einstein.  Hoy en día, sin embargo, son una fuente de trabajo constante para muchos físicos, y han podido ser observados directamente por astrónomos—bueno, tan directamente como se puede.
Distorsión del espacio provocada por un agujero negro.

    Para poder ver qué es un agujero negro, hay que dar un vistazo a la Relatividad General de Einstein.   Antes de la teoría, la naturaleza de la fuerza de gravedad era un misterio, siendo considerada como una acción de atracción a distancia entre dos masas, pero sin un mecanismo claro.  La mecánica de Newton servía para calcular los efectos de la gravedad, pero decía poco o nada acerca de los mecanismos mediante los cuáles ésta operaba.  Además, a finales del siglo XX se encontró que había situaciones en las que resultaba  insuficiente para explicar observaciones astronómicas específicas, tales como la precesión del perihelio de la órbita de Mercurio.  De manera paralela, los físicos se dieron cuenta que las transformaciones galilieanas de la mecánica newtoniana (la suma simple de velocidades y tiempos a la hora de hacer cálculos que involucraran movimiento relativo de cuerpos, o de ondas de luz) daban resultados lógicamente inconsistentes.  Tomando estas disonancias en las teorías y observaciones como punto de partida, Einstein formuló  su Teoría de la Relatividad, que se divide en Relatividad Especial y Relatividad General.

Órbita newtoniana (rojo) comparada con una órbita
relativista (azul) para un planta alrededor de una estrella.
    La Relatividad General define a la gravedad como una deformación del espacio y el tiempo provocada por la masa; objetos más masivos deforman al espacio más que objetos menos masivos.  Siendo el espacio mismo lo que es afectado por la gravedad, inclusive la luz puede verse atraída por ella (en la mecánica newtoniana se suponía que la luz era inmune a efectos gravitacionales, por no tener masa).
    Al poco tiempo de ser publicada la teoría de Einstein, los  físicos se dieron cuenta de que tenía enormes implicaciones.  Entre muchos otros fenómenos predichos por la teoría se encontraban los agujeros negros: regiones del espacio en donde la gravedad es tan fuerte que nada puede salir, ni siquiera la luz.  Esto sucede en las ocasiones en las que el campo gravitacional alrededor de un objeto compacto es tan alto, que ni siquiera la velocidad de la luz es suficiente para poder escapar de él, en cuál caso se tiene un agujero negro.  El objeto en sí podría formarse a partir del núcleo colapsado de una estrella supermasiva durante una explosión de tipo supernova, en cual caso se denomina agujero negro estelar.  Si acumula más material o inclusive si se fusiona con otra estrella  u otro o agujero, entonces puede formarse un agujero negro supermasivo.
    Inmediatamente surgieron las objeciones a la existencia de tales objetos; la principal por muchas décadas era que los agujeros negros violaban las leyes de la termodinámica.  Si se supone que nada puede escapar de un agujero negro, argumentaban algunos físicos, entonces no pueden tener temperatura ni emitir radiación, por lo cuál se viola la Segunda Ley de la Termodinámica, que establece que la entropía de un proceso físico siempre debe ir en aumento.  Esto es, que al acumular materia un agujero negro éste debería calentarse y regresar algo de ese material al espacio en forma de radiación—cosa imposible si es que nada puede salir.
    Este problema fue resuelto en los 70s por Steven Hawking, que utilizó fenómenos cuánticos para idear un mecanismo de radiación para los agujeros negros.  Existe una región alrededor del agujero negro, conocida como el horizonte de eventos, a partir de la cuál ningún objeto (ni la luz) puede escapar.  Tal límite es como el punto a partir del cuál un nadador que se aproxima a una cascada ya no puede hacer nada para evitar caer; por más rápido que nade en dirección contraria, la corriente lo arrastrará.  Hawking explotó el fenómeno cuántico de las partículas virtuales: resulta que inclusive en el espacio vacío, todo el tiempo se están formando pares de partículas que instantáneamente se aniquilan entre sí, preservando la cantidad total de materia como cero. Sin embargo, si uno de estos pares de partículas se forma justo en la orilla de un horizonte de eventos, entonces una de ellas puede caer a través del horizonte—hacia el agujero negro—y la otra, al no tener una compañera con la cuál aniquilarse, escapa hacia el espacio.  La partícula absorbida lleva entonces energía negativa hacia el agujero, provocando que éste se encoja ligeramente.  Mediante este mecanismo, Hawking demostró que los agujeros negros no solamente emiten radiación, sino que además se pueden evaporar.
    Actualmente se cree que en el centro de cada galaxia del Universo hay uno o varios agujeros negros supermasivos.  En nuestra propia Vía Láctea se tiene identificado un objeto con las características necesarias en la región de Sagitario A*, en las profundidades del núcleo galáctico.  En tal región, se observa docenas de estrellas orbitando rápidamente alrededor de un objeto invisible.  Cálculos hechos por astrónomos indican que el objeto debe tener más de cuatro millones de masas solares para producir las órbitas que se observan en las estrellas de la región.  Además, en los próximos años, una nube de gas que se encuentra próxima a este foco de gravitación se acercará lo suficiente como para poder observar cómo es deformada y engullida en un periodo que pudiera durar varias décadas.
Nube de gas G2 siendo destrozada por el agujero en Sagitario A*.
    Pero, ¿qué pasa al caer un objeto a un agujero negro?  La respuesta varía según el punto de vista.  Suponiendo que hubiera dos astronautas, uno  cayendo al agujero negro y otro fijo y a salvo en el exterior, se tendrían versiones de los hechos muy distintas.  Comenzando por el astronauta que se encuentra a salvo y que observa cómo su compañero cae al agujero, primeramente observará que el tiempo de su compañero se hace cada vez más lento a medida que cae.  Además, su compañero tendrá un aspecto rojizo y cada vez más tenue a medida que se acerca al horizonte de eventos, dado que la luz es estirada por la gravedad del agujero.  Finalmente, una vez que el compañero parezca detenido completamente en el tiempo y apenas visible, desaparecerá hacia la oscuridad.
    El astronauta que cae, sin embargo, tiene una perspectiva distinta—y hasta ahora los físicos no están del todo de acuerdo en lo que le sucede.  Tal como el nadador que pasa el punto de no regreso en camino a una cascada, el astronauta no percibe nada particular al momento de pasar el horizonte de eventos.  Por un tiempo, él viaja hacia el centro del agujero negro (conocido como la “singularidad”) tan sólo viendo oscuridad adelante, pero fuera de eso nada anormal.  Lo que le sucede después es actualmente debatido ferozmente por los físicos modernos.
    Por un lado, se encuentra el punto de vista de que las fuerzas de marea alrededor de la singularidad acabarán por destruir al desafortunado astronauta en un proceso llamado “espaguetificación”: si el astronauta cae de pie hacia el agujero, entonces la gravedad en sus pies será mayor que la gravedad a la altura de su cabeza (esto es cierto inclusive en la mecánica newtoniana y campos gravitacionales más débiles, como el de la Tierra).  Esta diferencia se hará tan grande que últimamente acabará por estirarlo hasta que no sea más que un chorro de partículas elementales y entonces caerá a la singularidad, destruido y absorbido por completo.
    Por otro lado, otros físicos proponen que fenómenos cuánticos crean una barrera alrededor de la singularidad, conocida como un “cortafuegos”.  Esto se debe a que las partículas producidas por la radiación Hawking están entrelazadas cuánticamente, y romper ese entrelazamiento libera tremendas cantidades de energía justo dentro del horizonte.  El desafortunado astronauta sería completamente chamuscado por esta barrera mucho antes de que el proceso de espaguetificación pudiera suceder.
    Finalmente, existen teorías—altamente especulativas—de que, debido a la altísima curvatura del espacio-tiempo alrededor de la singularidad, los agujeros negros pudieran servir como túneles interespaciales conocidos como “agujeros de gusano”.  El astronauta—o lo que quedara de él—emergería del agujero negro en otro lugar del espacio y en otro punto del tiempo.  Sin embargo, la mayoría de los físicos coinciden en que este escenario es altamente especulativo, debido a que en las regiones próximas a la singularidad las ecuaciones de Einstein fracasan (algo que también demostró Hawking en los 60s) y es necesario hacer un tratamiento cuántico de la situación, lo cuál hasta ahora no ha sido logrado.
    En su intento por entender la naturaleza detallada de los agujeros negros, los físicos esperan encontrar la manera de reconciliar la Relatividad de Einstein con la Mecánica Cuántica, a través de una Teoría Unificada que describa apropiadamente a la gravedad desde un punto de vista cuántico y al mismo tiempo reproduzca los efectos ya conocidos debidos a la Relatividad.  Tal teoría pudiera servir también para entender mejor los orígenes del Universo, en donde actualmente también se necesita un tratamiento cuántico de la fuerza de gravedad.  Es por esto que el estudio de agujeros negros impulsa las fronteras de la física—y de todo el conocimiento humano.

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sábado, 10 de agosto de 2013

Sobre la Soledad

Estaba tomando un café con mi esposa ayer por la tarde, pensando sobre qué pudiera ponerme a escribir. Últimamente había tenido muchas ideas para posibles ensayos, e inclusive pequeños proyectos de escritura, y por unos momentos me quedé ido pensando en ello. Mis ideas habían incluido textos sobre religión y política—los incómodos de siempre—pero también sobre ciencia y cultura. Inclusive había contemplado narrar cosas al estilo de un diario y ver qué pasaba. Sin embargo, últimamente no tenía alguna provocación o inspiración lo suficientemente punzante como para hacer que me sentara y escribiera decididamente como otras veces. Pronto mi pensamiento se desvió a intentar buscar motivación para escribir; pensé que quizá lo que me hacía falta era leer más, o responder a alguna noticia en el periódico.
     Sin embargo, mi cavilación sobre mis proyectos literarios se vio interrumpida por un grupo de muchachillos pubertos a un par de mesas de distancia, hablando como aparentemente los muchachillos pubertos solamente saben hacerlo: a gritos y carcajadas. Se veían realmente contentos; seguramente estarían disfrutando sus últimos días de libertad en sus vacaciones de verano, que por cierto cada año se vuelven más y más cortas, gracias a nuestros ilustres legisladores. Pero esto es una digresión; lo importante es que la interrupción de los jóvenes me dio la provocación ideal: recuerdos de mis propios tiempos de convivencia y ocio con mis amigos—o mejor dicho, la ausencia de ellos en mi propia niñez y adolescencia. Cómo fui miserable en aquellos tiempos, pensé.

*   *   *

Habría que hablar con algún psicólogo o psiquiatra para explicar los supuestos orígenes de las tendencias antisociales en mi adolescencia. Lo que sé es que vengo de una familia pequeña, aislada por la geografía de los tíos y abuelos y primos y demás familia extendida. Además, cada uno de los integrantes de mi familia es más bien introvertido; la buena convivencia era cuando a cada quién lo dejaban en paz (entiéndase, solo). En la escuela buscaba lo mismo, pero era difícil de encontrar. Los niños de primaria realmente no tienen claro el concepto de la privacidad, ni mucho menos de que algunas personas la valoren y la disfruten. Así, mi infancia fue transcurrida tratando siempre de no llamar la atención de los demás, no sobresalir ante los maestros, no provocar una junta entre padres y maestros. Solo quería que terminara el día para poder irme a casa y hacer mis cosas.
     Claro, no era el único que no encajaba. Entonces, pertenecía al grupo de los que no pertenecían a ningún grupo. Tuve un amigo durante toda la primaria, otro compañero más bien solitario. Recuerdo que nos visitábamos ocasionalmente por las tardes, pero curiosamente tengo muy pocos recuerdos sobre lo que hacíamos. Y la verdad es que duró poco, porque pronto yo adopté la religión del baloncesto y él no, y nos distanciamos poco a poco.  Para cuando iniciamos la secundaria yo ya estaba por mi cuenta y, hasta donde supe, él también.

La secundaria fue tortura. Los embates contra la privacidad de uno se hicieron más frecuentes e intensos, usualmente en la forma de invitaciones a todo tipo de convivencias formales e informales. Si no había una razón para invitarlo a uno entonces se inventaba, con tal de ir a perder el tiempo juntos. Yo acepté al principio porque no sabía lo que me esperaba y no sabía decir que no. Ellos se divertían, supongo, platicando de series de televisión que yo no veía, quejándose de tareas que a mí no me costaban trabajo, debatiendo sobre deportes que no me interesaban—ah, cómo detesto el futbol—, presumiendo de sus primeras aventuras con el sexo opuesto, relatando a detalle sus primeras experiencias con el alcohol... en fin, un sinfín de temas que a mí me parecían auténticas idioteces (¿qué nadie lee un libro por aquí?).
     Inevitablemente, mi paciencia se terminaba y, aunque todavía no fuera hora de que mis padres pasaran por mí, yo me levantaba y me despedía. Y entonces se desataba:
    —¡Pero cómo que ya te vas...!
    —¡Pero si apenas vamos empezando...!
    —Ándale, nomás tómate una chela primero...
    —Quédate, se va a poner bien, al ratito llegan Fulanita y Sutanita...
    Y entonces yo recurría a pretextos para poder zafarme, cosas ridículas que obviamente no podían ser ciertas y que ponían en evidencia que lo que realmente quería era estar en otro lado, por mí mismo. Con el tiempo aprendí a no decir nada y solamente desaparecer. Me levantaba para ir al baño y nunca regresaba. Varias veces dejé reuniones muchas horas antes de la hora que había acordado con mis padres para que pasaran por mí (generalmente yo ponía una hora y ellos decían que no, que era muy temprano, que pasaban más tarde). Frecuentemente buscaba algún lugar afuera para esperar casi escondido a que llegaran—no había celulares en ese entonces para avisarles que vinieran, o al menos no como ahora que cualquier chiquillo tiene uno, y no me sabía mover en transporte público todavía.
     Con el tiempo, las invitaciones a convivir se fueron haciendo menos frecuentes, a medida que mis compañeros de la escuela entendieron que realmente no me interesaba estar con ellos (y que estaba aterrado de ellas, agregaría yo ahora). Solamente era invitado por pura formalidad en ocasiones supuestamente importantes, como las fiestas de quince años de alguna compañera popular. Minutos después de que recibía mi invitación al evento, la tiraba a la basura o la regalaba.  Yo sabía que no iba a ir. Todos sabían que no iba a ir. Eran puras formalidades pendejas.
     Fue así que entré a la preparatoria, completamente aislado de mis congéneres—y feliz de estarlo—salvo por el deporte que tanto amaba, y que para mi desgracia era un deporte de equipo. Difícilmente pudiera decirse en ese entonces que apreciaba a mis compañeros de equipo. Más bien estaba resignado a ellos, los toleraba. Tal vez con uno o dos de ellos me llevaba bien, pero la amistad nunca salió de la cancha. Lo mismo ocurrió en la escuela: nuevamente me encontraba en el grupo de los que no tenían grupo, y me encontré con que dos o tres de ellos eran tolerables, pero no me perdía de nada si prefería irme a la biblioteca en vez de estar con ellos.

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Todavía valoro mucho mi tiempo a solas. Llego a contar con él, de hecho. Y muchas veces no lo uso para hacer algo particularmente importante; lo importante es que lo que haga lo haga por mi cuenta. Puedo leer, escribir, tomar algo o solamente pensar (a veces lo hago en voz alta sin darme cuenta). Pocas cosas me irritan más que tener que sacrificar ese tiempo a solas por algún cambio de planes y, cuando sucede, procuro reponerlo de algún modo. 
    No cabe duda que he cambiado desde que salí de la prepa, y por una diversidad de factores. El sexo femenino, para empezar, puede ser muy persuasivo, sobre todo cuando son féminas nuevas que no lo conocen a uno y sus tendencias solitarias. Conocer gente nueva en la universidad, tanto en el deporte como en el aula, fue todo un alivio. El cambio desde el sistema de educación privada hacia la educación pública me sentó bien; la gente resulta ser no solamente más tolerable de este lado, sino genuinamente agradable. Y claro, ayuda tener psiquiatras hábiles con la razón y con los narcóticos. Todos han contribuido a manejar y administrar mis ansias de soledad. Caray, desde que salí de la prepa hasta hice amigos.  A veces hasta voy a tomar algo con ellos.



sábado, 15 de junio de 2013

Los Méritos Morales del Ateísmo

Antes que nada, vale la pena hacer una breve aclaración acerca del título de este artículo. Por “ateísmo”, me pudiera referir únicamente a la definición más sencilla, que es la falta de una creencia en cualquier dios. Sin embargo, eso se presta a muchas interpretaciones incorrectas y lleva a discusiones incómodas (inclusive con otros ateos) acerca del significado del ateísmo y quiénes son ateos y quiénes no. Si dejamos la definición en eso, resulta que los bebés, niños pequeños, animales y piedras todos son ateos. No es ese el ateísmo al que me quiero referir aquí. Más bien, me referiré al ateísmo que surge como la conclusión de un proceso de escepticismo acerca del asunto de la existencia de dios.
     Los lectores frecuentes ya estarán habituados a los méritos intelectuales del ateísmo escéptico que tantas veces he descrito en distintos artículos en este espacio. Sin embargo, la crítica principal de los creyentes se suele centrar en las supuestas fallas morales del ateísmo. En sí, el ateísmo en su forma más sencilla es amoral, pues es solamente una conclusión acerca de una mera cuestión intelectual, como concluir que dos más dos son cuatro; pero cuando surge de un proceso crítico, y cuando se da en un entorno hostil a la crítica, y cuando el hecho mismo de llegar a dicha conclusión es sinónimo de osctracismo, resulta que el ateo pasa por un tortuoso proceso de maduración intelectual y emocional. Llegar al final de ese proceso y concluir que dios no existe implica necesariamente una serie de victorias y virtudes morales.

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En primer lugar, una premisa implícita en el escepticismo es que la fe no es una virtud. En este punto los creyentes suelen gastar mucho tiempo equivocando el significado de la palabra “fe”, defendiéndola convenientemente como sinónimo de “optimismo” y “esperanza”. No son el optimismo y la esperanza lo que critico; en dosis moderadas, suelen ser inofensivos. A lo que yo me refiero con “fe” es al acto de hacer de cuenta que sabes algo que no sabes. Eso es, en su nivel más fundamental, simplemente deshonesto. Es una forma de mentirse a sí mismo y, si se exterioriza (en una misa, por ejemplo), se miente a los demás. Es entonces virtuoso del escéptico identificar esa práctica como viciosa y evitarla a toda costa en su propia vida.
     A continuación, el escepticismo lleva a quien lo practica a cuestionar las distintas fuentes de conocimiento que existen. Entre las más fáciles de identificar como poco dignas de confianza está la autoridad. Todas las religiones tienen figuras de autoridad—que pueden ser personas o simplemente textos—, que por el simple hecho de ser lo que son, son considerados como algo más que meramente informativos. Esta falacia tan elemental conduce a la obediencia, que es otra falsa virtud promovida por los creyentes de todas las religiones (y especialmente por sus figuras de autoridad), prácticamente sin excepción. Basta con revisar la violenta historia del siglo XX, por poner un ejemplo claro, para darse cuenta de lo destructiva que puede ser la obediencia y cómo definitivamente el considerarla una virtud es un error moral grave.
     Entre otras fuentes de conocimiento cuestionadas por el escepticismo se encuentra el punto de vista popular: “si mucha gente lo cree, ha de ser cierto”. Nuevamente, basta revisar los libros de historia para darse cuenta de lo poco confiable que es la opinión de las masas. Entonces, se requiere no solamente de perspicacia intelectual para detectar los errores en el pensar común, sino que además es necesario un fuerte sentido de independencia y valor para remar contra la corriente (la cual puede incluir, en muchos casos, a la propia familia y amigos). En los países predominantemente religiosos (como México) se necesitan agallas para ser ateo—ya no digamos nada de las teocracias musulmanas.

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Un punto importante, que merece su propia sección aparte de los otros, es el del valor de la verdad para un ateo. Verá, estimado lector, que los ateos escépticos han llegado a su conclusión, en muchas ocasiones, anteponiendo la verdad a sus intereses personales. Es decir: hay muchos ateos que quisieran que fuera cierto que existe un dios—pero a pesar de lo que quisieran, le dan prioridad a lo que honestamente creen es verdad. Esto contrasta enormemente con la actitud de los creyentes—especialmente los “moderados”—que básicamente creen lo que les conviene, ignoran todo lo demás, y la verdad que se joda. Anteponer la verdad a la conveniencia es claramente una virtud moral.
     Nuevamente, los lectores frecuentes sabrán que yo no soy uno de esos ateos; de hecho, no he sabido de ningún dios que me gustaría que existiera: esta es la posición del antiteísmo, que ya he tratado con anterioridad también. Para más acerca del antiteísmo, pueden revisar mi artículo sobre el tema aquí.

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Como punto final, hay que regresar a la cuestión de la independencia y la libertad de pensamiento. Comúnmente se le otorga a las personas el derecho a adoctrinar a sus hijos ("inculcar" es un vil eufemismo que no usaré para describir semejante abuso) en su religión; yo considero esto un error grave y un pisoteo de los derechos de los niños en sí, en particular el derecho a decidir por sí mismos qué religión adoptar—si es que alguna—en una edad madura. Que los padres tomen esta decisión por los niños sin su consentimiento—o claramente en contra de él—es ni más ni menos que una forma de abuso infantil. Bautizar a un niño no es lo peor que se le puede hacer—ciertamente la Iglesia Católica les hace cosas peores—pero es una etiqueta indeleble que seguirá al chico o chica toda su vida, lo quiera o no. ¿Acaso no tendría más mérito evaluar la evidencia y los argumentos para una fe en particular, estando en plenitud intelectual y emocional, y entonces adoptar esa fe por convicción propia, y no por imposición? Sin embargo, los religiosos entienden bien que permitir que la gente crezca sin religión hasta una edad adulta sería sinónimo de la extinción de su fe; preferible para ellos abusar de un menor indefenso que poner en riesgo su negocio.
     Desde el punto de vista ateo, sin embargo, la educación es una cuestión de aprender a pensar, a hacer preguntas, a exigir evidencia. Por este método, la verdad y las buenas ideas tenderían a sobresalir naturalmente por encima de la basura intelectual y moral. Si lo que proponen los distintos religiosos es verdad, ¿por qué siempre se oponen a este proceso?



El filósofo Peter Boghossian hablando sobre la fe:

http://www.youtube.com/watch?v=WIaPXtZpzBw